Ted Dekker - Negro

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Nada es como parece cuando se estrellan los sueños y la realidad.
Huyendo de sus agresores por callejones abandonados, Thomas Hunter apenas se escapa yéndose al techo de un edificio. Luego una bala silenciosa de la noche roza su cabeza… y su mundo se vuelve negro. De la negrura surge la asombrosa realidad de otro mundo, un mundo donde domina el mal. Un mundo en el que Thomas Hunter se enamora de una mujer hermosa. Pero luego se acuerda del sueño en el que lo perseguían por un callejón mientras extiende su mano para tocar la sangre en su cabeza.? ¿Dónde termina el sueño y comienza la realidad? Cada vez que se queda dormido en un mundo, se despierta en otro. Pero en ambos, le aguarda un desastre catastrófico… quizás incluso sea causado por él.

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Bueno, usted lo dijo, no yo. Usted habla de murciélagos negros, bosques coloridos e historias ancestrales como si creyera realmente toda esa estupidez. Yo tengo un doctorado en química. ¿Cree usted de verdad que algún sueño absurdo me pondría a temblar de rodillas?

– ¡Sí! -gritó él-. ¡Eso es exactamente lo que espero! ¡Esos murciélagos negros saben su nombre!

Al oírlo hablar de ese modo le recorrió un frío por el estómago. Él la miró, dejó la pistola sobre el tocador, y se quitó la camiseta por sobre la cabeza.

– ¡Hace calor aquí! -exclamó él, tiró la camiseta al suelo, volvió a agarrar la pistola y se fue a la ventana.

Su espalda era fuerte. Más fuerte de lo que ella habría supuesto. Brillaba por el sudor. Una larga cicatriz le recorría sobre el omoplato izquierdo. Usaba shorts a cuadros azules debajo de sus jeans… la etiqueta en la pretina elástica decía Oíd Navy.

Monique había pensado atacarlo antes de que él le contara que era la imagen borrosa en las secuencias de seguridad fumadas ayer en el portón. Al mirarlo ahora, incluso de espalda, se alegró de haber rechazado la idea.

– Hábleme de la vacuna -pidió repentinamente Tom soltando la cortina y volviéndose.

– Ya lo hice.

– No, más -exigió, de pronto muy entusiasmado-. Cuénteme más.

– No tendría ningún sentido para usted, a menos que entienda de vacunas.

– Sígame la corriente.

Está bien -concordó ella, suspirando-. La llamamos vacuna ADN, Pero en realidad es un virus creado. Por eso… ¿Es un virus su vacuna? -exigió saber él.

Técnicamente, sí. Un virus que inmuniza al portador al alterarle el contra otros ciertos virus. Piense en un virus como un diminuto robot que secuestra su célula anfitriona y le modifica el ADN, generalmente en manera que termina desgarrando esa célula. Hemos aprendido a convertir estos gérmenes en agentes que actúan a nuestro favor y no en contra.

Son muy diminutos, muy resistentes, y se pueden extender con mucha rapidez… en este caso, a través del aire.

– Pero es un virus real.

Él estaba reaccionando como muchos reaccionaban a esta sencilla revelación. La idea de que un virus se podría utilizar para beneficio de la humanidad era un concepto extraño para la mayoría.

– Sí. Pero también es una vacuna, aunque diferente de las vacunas tradicionales, las cuales por lo general se basan en variedades más débiles de un organismo realmente enfermo. En todo caso, son bastante resistentes, per0 mueren bajo condiciones adversas. Como el calor.

– Pero pueden mutar.

– Todo virus puede mutar. Pero ninguna de las mutaciones en nuestras pruebas ha sobrevivido más allá de una generación o dos. Mueren de inmediato. Y eso en condiciones favorables. Bajo calor intenso…

– Olvídese del calor. Hábleme de algo que posiblemente nadie sepa – ordenó él, luego levantó la mano-. No, espere. No me diga.

Él se fue hacia la cama y volvió. La enfrentó. La pistola se había vuelto una extensión de su brazo; la agitaba como batuta de un director de orquesta.

– ¿Le importaría observar dónde apunta con esa cosa? -preguntó ella.

Él miró la pistola y luego la tiró sobre la cama. Levantó las manos.

– Nueva estrategia -informó-. Si le demuestro que todo lo que le he dicho es verdad, que su vacuna mutará realmente en algo mortífero, ¿llamará usted?

– ¿Cómo probaría…?

– Sólo contésteme. ¿Llamaría y destruiría la vacuna?

– Por supuesto.

– ¿Lo jura?

– No hay manera de probarlo.

– Pero ¿y si? Si, Monique.

– ¡Sí! -gritó, él la estaba poniendo nerviosa-. Dije que lo haría-diferencia de algunas personas, no miento por hábito.

Él hizo caso omiso a la indirecta, y ella se arrepintió de haberla sugerido.

– Está bien -expresó él, esbozando una sonrisa forzada en los labios-. He aquí lo que vamos a hacer. Voy a dormir y a conseguir alguna información que no tenga forma de saber, y luego despertaré y se la daré.

Los ojos de él brillaban, pero ella no captó la brillantez del plan.

– Eso es absurdo -contestó ella.

– Ese es el punto. Usted cree que es absurdo porque no me cree. Por eso es que cuando despierte y le diga algo que no pueda saber, ¡usted me creerá! No puedo creer que no haya pensado en esto antes.

Él creía realmente que podía entrar en este mundo suyo de sueños, descubrir información verdadera de las historias, y volver para hablarle a ella al respecto. De veras que estaba loco de remate.

Por otra parte, si él dormía, ella podría…

– Bueno. Está bien. A dormir entonces.

– ¿Ve? Tiene sentido, ¿de acuerdo? ¿Qué clase de información debo averiguar?

– ¿Qué?

– ¿Qué podría conseguir que la persuada? Ella pensó al respecto. Ridículo.

– La cantidad de pares base de nucleótidos que tratan específicamente con el VIH en mi vacuna -requirió ella.

– Cantidad de pares base de nucleótidos. Muy bien. Deme algo más, en caso de que no pueda conseguir eso. Quizá las historias no hayan registrado algo así de específico.

Ella no pudo contener un poco de asombro ante el entusiasmo que él mostraba. Era como negociar con uno de los niños salidos de Narnia.

– La fecha de nacimiento de mi padre. Ellos tendrían el año de su nacimiento, ¿verdad? ¿Sabe usted cuál es?

– No, no lo sé. Y puedo volver con más que sólo su fecha de nacimiento.

– Si usted quiere -dijo él agarrando la pistola y volviendo a ir hasta la ventana.

– ¿Qué se la pasa mirando?

– Hay un auto blanco en la calle que no se ha movido en las últimas horas. Solo reviso. Está oscureciendo.

El giró.

– Bien. ¿Cómo lo haremos? Dormiré sobre la cama.

– ¿Cuánto tiempo tomará esto?

– Media hora. Usted me despierta media hora después de que me quede dormido. Eso es todo lo que necesito. No hay correlación entre e| tiempo aquí y el tiempo allá.

Fue hasta la cama y se sentó, haló el cubrecama y arrancó la sábana.

– ¿Qué está haciendo?

– Sencillamente no puedo dejar que usted ande por ahí mientras duermo -informó él rasgando la sábana en dos-. Lo siento, pero tengo que atarla.

– ¡No se atreva! -exclamó ella poniéndose de pie.

– ¿Qué quiere decir con «no se atreva»? Soy yo quien tiene aquí la pistola, y usted es mi prisionera, en caso de que lo olvide. La amarro, y si grita pidiendo ayuda, despertaré y le dispararé en los dedos del pie.

Él era intolerable.

– ¿Me va a dejar sentada aquí mientras se queda dormido? ¿Cómo lo despierto si me tiene amarrada?

El agarró una de las almohadas y la tiró sobre el aire acondicionado.

– Me lanza esta almohada. Muévase hacia el aire acondicionado.

– ¿Me va a amarrar al aire acondicionado?

– Me parece bastante firme. La barra de sostén la detendrá. ¿Tiene usted una idea mejor?

– ¿Y cómo le lanzaré la almohada con las manos atadas?

– Buen punto -contestó él después de pensar un poco-. Bueno. la amarraré de modo que pueda alcanzar la cama con el pie. Usted patea la cama hasta que yo despierte. No grite.

Ella lo miró. Luego miró el aire acondicionado.

– No pensé en eso. Apúrese. Mientras más pronto me quede dormid más pronto saldremos de esto -ordenó él agitando la pistola-. Muévanse.

Tardó cinco minutos en hacer pedazos las mitades de sábana y formó una pequeña cuerda. Hizo que ella se tendiera de espaldas para medir la estancia hasta la cama. Satisfecho de que pudiera alcanzarla, le ató las manos detrás de la espalda. No sólo las manos sino también los dedos, de modo que no pudiera moverlos para desatar algo; y los pies, a fin de que no pudiera parar.

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