Kim Robinson - Marte rojo

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Siglo XXI. Durante eones, las tormentas de arena han barrido el estéril y desolado paisaje del planeta rojo. Ahora, en el año 2026, cien colonos, cincuenta mujeres y cincuenta hombres, viajan a Marte para dominar ese clima hostil. Tienen como misión la terraformación de Marte, y como lema: “Si el hombre no se puede adaptar a Marte, hay que adaptar Marte al hombre”. Espejos en órbita reflejarán la luz sobre la superficie del planeta. En las capas polares se esparcirá un polvo negro que fundirá el hielo. Y grandes túneles, de kilómetros de profundidad, atravesarán el manto marciano para dar salida a gases calientes. En este escenario épico, habrá amores y amistades y rivalidades, pues algunos lucharán hasta la muerte para evitar que el planeta rojo cambie.

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La noticia de la discusión entre John y Phyllis se propagó entre la tripulación. Maya no sabía con seguridad quién la estaba difundiendo; ni John ni Phyllis parecían muy inclinados a hablar del tema. Entonces vio a Frank con Hiroko; ella se reía de algo que él le estaba contando. Al pasar junto a ellos oyó que Hiroko decía:

—Debes reconocer que Phyllis tiene razón en eso, no entendemos en absoluto el porqué de las cosas.

Era Frank, entonces. Sembrando la discordia entre Phyllis y John. Y el cristianismo (detalle importante) era aún una fuerza poderosa en Norteamérica, y en todo el mundo. Si la noticia de que John Boone era anticristiano llegaba a casa, podría tener problemas. Y eso no le vendría nada mal a Frank. Los medios de comunicación en la Tierra hablaban de todos ellos, pero si uno examinaba las noticias y artículos era evidente que se hablaba más de unos que de otros, y eso hacía parecer que tenían más poder, y al fin, y por asociación, realmente lo tenían. Entre los de ese grupo se encontraban Vlad y Úrsula (de quienes sospechaba que ahora eran más que amigos), Frank, Sax —toda la gente que ya era conocida antes de que la seleccionaran—; pero nadie recibía tanta atención como John. De modo que cualquier disminución en la estima de la Tierra por uno de ellos podía tener un efecto correspondiente en la posición del mismo dentro del Ares. En cualquier caso, ése parecía ser el principio que gobernaba a Frank.

Se sentían como si estuvieran confinados en el interior de un hotel sin salidas, sin siquiera un balcón. La opresión de la vida de hotel crecía; ya llevaban dentro cuatro largos meses, pero aún estaban a medio camino. Y ningún entorno físico o rutina diaria cuidadosamente diseñados podían acelerar el viaje.

Entonces, una mañana, el segundo equipo de vuelo estaba resolviendo otro de los problemas de Arkadi cuando, de pronto, unas luces rojas se encendieron en varias pantallas.

—El equipo de monitorización solar ha detectado una llamarada solar —informó Rya.

Arkadi se puso de pie en el acto.

—¡No es invento mío! —exclamó, y se inclinó hacia adelante para leer la pantalla más próxima. Alzó la vista, se encontró con las miradas escépticas de los otros y sonrió—. Lo siento, amigos. Este es el lobo de verdad.

Un mensaje de emergencia de Houston confirmó la noticia. Arkadi la podía haber falsificado, pero él ya iba hacia el radio más próximo y no había nada que pudieran hacer: falso o no, tenían que seguirlo.

De hecho, una gran llamarada solar era una situación que habían simulado muchas veces. Cada uno tenía una tarea que desempeñar, muchos de ellos en muy poco tiempo, de modo que corrieron por los toros, maldiciendo su suerte y tratando de no interponerse en el camino de los demás. Había un montón de cosas que hacer; asegurar la nave era una tarea compleja y que no estaba muy automatizada.

—¿Es otra de las pruebas de Arkadi? —gritó Janet mientras arrastraba cajones de cultivos al refugio de plantas.

—¡Él dice que no!

—Mierda.

Habían salido de la Tierra durante el punto bajo del ciclo de once años, específicamente para reducir el riesgo de encontrarse con una deflagración solar. Y de todos modos aquí la tenían. Disponían apenas de una media hora antes de que llegara la primera andanada, y de una hora para protegerse de la radiación más peligrosa.

Las emergencias en el espacio pueden ser tan obvias como una explosión o tan intangibles como una ecuación, pero el riesgo no tenía ninguna relación en este caso con la evidencia o la intangibilidad. Los sentidos de los tripulantes jamás percibirían el viento subatómico que se les acercaba, y sin embargo era una de las peores cosas que podrían haber ocurrido. Y todo el mundo lo sabía. Corrieron por los toros para cubrir las plantas o trasladarlas a zonas protegidas, y agrupar los pollos y los cerdos, las vacas pigmeas y el resto de los animales y pájaros en sus propios refugios; tenían que recoger y llevar consigo las semillas y los embriones congelados, había que guardar en cajas los componentes electrónicos delicados y a veces desmontarlos. Cuando acabaron esas tareas, se impulsaron por los radios hasta el eje central tan deprisa como pudieron, y luego bajaron volando por el tubo del eje hasta el refugio para las tormentas, exactamente detrás de la popa del tubo.

Hiroko y su equipo de biosfera fueron los últimos en entrar, precipitándose por la compuerta veintisiete minutos después de la alarma. Se lanzaron al espacio ingrávido acalorados y sin aliento.

—¿Ha empezado ya?

—Todavía no.

Arrancaron dosímetros de un estante de velero y se los prendieron a la ropa. El resto de la tripulación ya flotaba en la cámara cilíndrica, respirando con dificultad y atendiéndose magulladuras y torceduras. Maya les ordenó que se separaran a medida que iban contándose y se sintió aliviada al oír que se llegaba a cien sin ningún hueco.

La sala parecía atestada. Los cien no se habían reunido en un solo lugar desde hacía muchas semanas, e incluso la sala más grande no habría sido suficiente. El refugio ocupaba medio tanque en el ramal del eje, y la otra mitad era un depósito de metales pesados. Los cuatro tanques de alrededor estaban llenos de agua. El lado plano de este semicilindro era el «suelo» del refugio, y estaba encajado dentro del tanque sobre carriles circulares, que giraban para contrarrestar la rotación de la nave y mantener la barrera de metales entre la tripulación y el sol.

Así que flotaban en un espacio estable, mientras el techo curvo del tanque giraba sobre ellos a las habituales cuatro r/m. Era una vista peculiar, que junto con la ingravidez hizo que algunos parecieran inquietos, a punto de marearse. Esos desafortunados se congregaron en el extremo del refugio donde estaban los lavabos, y para ayudarlos visualmente todo el mundo apoyó los pies en el suelo. Por lo tanto, la radiación subía a través de sus pies, en su mayoría rayos gamma que se propagaban a través de los metales pesados. Maya sintió el impulso de mantener las rodillas juntas. La gente notaba; algunos se ponían zapatillas de velero para andar por el suelo. Hablaban en voz baja, encontrando de manera instintiva a sus vecinos, sus compañeros de trabajo, sus amigos. Las conversaciones eran apagadas, como si en medio de una fiesta alguien hubiera dicho que los canapés estaban en mal estado.

John Boone se abrió camino a toda prisa hasta los terminales de la computadora en el extremo de proa de la sala, donde Arkadi y Alex controlaban la nave. Tecleó un comando y los datos de radiación exterior aparecieron de pronto en la pantalla grande.

—Veamos cuánta radiación está golpeando la nave —dijo alegremente. Gemidos.

—¿Es necesario? —preguntó Úrsula.

—Más nos valdría saberlo —dijo John—. Y quiero ver cómo funciona este refugio. El del Águila Roja no era más resistente que un babero de dentista.

Maya sonrió. Era un recordatorio, raro en John, de que él había estado expuesto a mucha más radiación que cualquiera de ellos: unos 160 rem, tal como en ese momento explicaba a alguien. En la Tierra uno recibía una quinta parte de un roentgen equivalent man por año, y orbitando alrededor de la Tierra, aun con la protección de la magnetosfera, se absorbían alrededor de treinta y cinco por año. Por lo tanto, John había recibido un montón de calor, y de algún modo eso le daba derecho a examinar los datos exteriores si así lo quería.

Aquellos que estuvieron interesados —unas sesenta personas— se amontonaron detrás para observar la pantalla. El resto se distribuyó en el otro extremo del tanque junto con la gente mareada, un grupo que definitivamente no quería saber cuánta radiación estaba recibiendo. Sólo pensarlo bastaba para que algunos corrieran al retrete.

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