Kim Robinson - Marte rojo

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Siglo XXI. Durante eones, las tormentas de arena han barrido el estéril y desolado paisaje del planeta rojo. Ahora, en el año 2026, cien colonos, cincuenta mujeres y cincuenta hombres, viajan a Marte para dominar ese clima hostil. Tienen como misión la terraformación de Marte, y como lema: “Si el hombre no se puede adaptar a Marte, hay que adaptar Marte al hombre”. Espejos en órbita reflejarán la luz sobre la superficie del planeta. En las capas polares se esparcirá un polvo negro que fundirá el hielo. Y grandes túneles, de kilómetros de profundidad, atravesarán el manto marciano para dar salida a gases calientes. En este escenario épico, habrá amores y amistades y rivalidades, pues algunos lucharán hasta la muerte para evitar que el planeta rojo cambie.

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Y en esos agitados días en Elysium comenzó a darse cuenta del poder de los robots. Nunca había intentado utilizar todo ese poder en los trabajos de construcción; sencillamente, no era necesario. Pero ahora había cientos de trabajos en marcha, de modo que llevó el sistema al límite, como dirían los programadores, y vio cuánto podía conseguir, incluso mientras calculaba cómo conseguir todavía más. Siempre había considerado la teleoperación un procedimiento básicamente local, pero no era así. Podía operar un bulldozer en el otro hemisferio mediante satélites repetidores. No dejó de trabajar ni un solo segundo mientras estuvo despierta; trabajaba mientras comía, leía informes y programas en el baño, y nunca dormía salvo cuando caía extenuada. En ese estado atemporal les decía a los que trabajaban con ella lo que tenían que hacer, sin tomar en consideración lo que decían; su concentración monomaníaca y la autoridad con que dominaba la situación hacían que la gente la obedeciera.

No obstante, al final todo recaía en Nadia, y ella sola, durante largas horas de insomnio, forzaba el sistema al máximo, siempre hasta el límite. Elysium había construido una flota enorme de robots, de modo que fue posible atacar simultáneamente los problemas más acuciantes. La mayoría se encontraba entre los cañones de la pendiente occidental de Elysium. Todos los cañones techados habían sido destrozados en mayor o menor medida pero, por lo general, las plantas físicas estaban intactas, y había un gran número de sobrevivientes en edificios que funcionaban con generadores de emergencia, como en Fosa Sur. Cuando Fosa Sur estuvo cubierta, caliente y con aire, Nadia mandó equipos a la pendiente occidental en busca de los sobrevivientes, que fueron traídos a Fosa Sur, y una vez allí enviados de nuevo al exterior a cumplir alguna tarea. Los equipos techadores recorrieron los cañones y los anteriores ocupantes trabajaron debajo preparando la presurización. En ese punto Nadia se dedicó a resolver otros problemas: programó a los fabricantes de herramientas y distribuyó instaladores robot de tendido eléctrico a lo largo de las tuberías rotas de Chasma Borealis.

—¿Quién ha hecho todo esto? —dijo asqueada al ver una noche en el televisor la imagen de unas tuberías de agua destrozadas.

La pregunta le brotó con violencia; en realidad no quería saberlo. No quería pensar en el cuadro general, en nada salvo en la tubería rota en las dunas. Pero Yeli la tomó al pie de la letra y respondió:

—Es difícil saberlo. Ahora los programas terranos hablan siempre de la Tierra, muy de vez en cuando pasan un ocasional fragmento de aquí, y cuando lo hacen no saben cómo interpretarlo. Al parecer, los transbordadores en ruta traen tropas de la UN supuestamente para restaurar el orden. Pero la mayoría de las noticias son de la Tierra… la guerra en Oriente Medio, en el Mar Negro, en África, la que se te antoje. Muchos países del Club del Sur están bombardeando naciones de banderas de conveniencia y el Grupo de los Siete ha declarado que las defenderá. Y hay un agente biológico suelto en Canadá y Escandinavia…

—Y quizá también aquí —interrumpió Sasha—. ¿No vieron ese fragmento sobre Acheron? Algo sucedió. No hay ventanas en el habitat, y la tierra de debajo del saliente está cubierta con esa vegetación extraña, y nadie quiere acercarse a averiguarlo…

Nadia dejó la conversación y se concentró en el problema de la tubería. Cuando regresó al tiempo real, descubrió que todos los robots con que contaba estaban ocupados en la reconstrucción de las ciudades y las fábricas escupían febrilmente bulldozers y excavadoras, volquetes, retroexcavadoras, cargadoras frontales y apisonadoras, ensambladoras, excavadoras de cimientos, soldadoras, fabricantes de hormigón y de plástico, techadoras, de todo. Y ya no había trabajo suficiente para ella. Y por eso les dijo a los otros que quería irse, y Ann y Simón y Yeli y Sasha decidieron acompañarla; Angela y Sam se habían encontrado con amigos en Fosa Sur y pensaban quedarse.

Los cinco subieron a sus dos aviones y despegaron otra vez. Así sucedería en cualquier sitio, afirmó Yeli: cuando algunos de los primeros cien se reencontraban, ya no volvían a separarse.

Los aviones pusieron rumbo al sur, hacia Hellas. Al sobrevolar el Agujero Tyrrhena, cerca de Hadriaca Patera, descendieron brevemente; la ciudad del agujero de transición estaba perforada y necesitaba ayuda. No había robots a mano, pero Nadia había descubierto que podía comenzar una operación con algo tan reducido como un programa, una computadora y un extractor de aire.

Esa generación espontánea de maquinaria era otro aspecto del poder de los robots. La producción era más lenta, desde luego. Si embargo en un mes esos tres componentes unidos habían sacado de la varias bestias obedientes: primero las fábricas, luego las plantas de montaje, después los mismos robots de construcción, vehículos articulados tan grandes como la manzana de una ciudad, que hacían el trabajo sin que Nadia interviniera. Su nuevo poder era desconcertante.

Y, sin embargo, todo eso no era nada comparado con la capacidad de destrucción que exhibían los humanos. Los cinco viajeros volaron de ruina en ruina, cada vez más aturdidos ante aquel paisaje de destrucción y muerte. Sabían, sin embargo, que ellos mismos corrían peligro. Tras volar sobre varios aviones estrellados en el corredor de Hellas-Elysium, decidieron viajar de noche. En muchos aspectos el peligro era mayor, pero Yeli se sentía más cómodo en los vuelos furtivos. Los 16D eran casi invisibles para el radar y sólo dejarían un rastro leve en los detectores de infrarrojos más poderosos. Todos se mostraron partidarios de correr el riesgo de esa mínima exposición. A Nadia no le importaba en absoluto, le habría dado lo mismo seguir volando de día. Vivía todo lo que podía en el momento, pero no dejaba de pensar, una y otra vez, en todo lo que había sido destruido. La emoción la abrumaba, y ella sólo deseaba una cosa: trabajar.

Y Ann, una parte de Nadia se dio cuenta, estaba peor, preocupada por Peter. Y también por toda esa destrucción… para ella no se trataba de las infraestructuras, sino de la misma tierra, las inundaciones, la pérdida de masa, la nieve, la radiación. Y no tenía ningún trabajo que la distrajese, aparte del estudio de los daños. Y por eso no hacía nada, o trataba de ayudar a Nadia cuando podía, moviéndose como un autómata. Un día tras otro se dedicaban a reparar estructuras destrozadas, un puente, una tubería, un pozo, una planta eléctrica, una pista, una ciudad. Vivían en lo que Yeli llamaba un Mundo Waldo y comandaban los robots como si fueran amos de esclavos o magos, o dioses; y las máquinas trabajaban y trataban de invertir la película del tiempo y hacer que las cosas rotas se recompusieran de inmediato. Con las prisas podían permitirse de vez en cuando algunas chapucerías, pero era asombroso la rapidez con que empezaban a reconstruir y volvían a marcharse.

—En el principio fue el Verbo —dijo Simón con cansancio una noche, mientras tecleaba en el ordenador de muñeca. Los aparatos despegaron.

Una grúa cruzó por delante del sol poniente.

Se mantuvieron sobre el horizonte y teleoperaron los programas de extinción y enterramiento de tres reactores destrozados. A veces Yeli cambiaba de canal y miraba un rato las noticias.

Nadia volvió a su trabajo. Tantas cosas destruidas, tanta gente muerta, hombres y mujeres que podrían haber vivido mil años… y, desde luego, ninguna noticia de Arkadi. Ya habían pasado veinte días. La gente decía que quizá se había visto obligado a desaparecer para evitar que lo atacaran desde alguna órbita. Pero ella ya no lo creía, salvo en momentos de extremo deseo y dolor, cuando las dos emociones irrumpían a través del trabajo obsesivo en una mezcla nueva, una nueva sensación que odiaba y temía: el deseo provocaba dolor, el dolor provocaba deseo… un deseo feroz y ardiente de que las cosas no fueran como eran. Pero si trabajaba sin descanso, no quedaba tiempo para el dolor. Nada de tiempo para pensar o sentir.

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