– ¡Claro, había un circo!-dice Ginés con alegría, con un matiz de alivio en su voz.
– Eso explica lo del camello y… y los leones-dice María.
– ¡Y el oso!-recuerda Amparo-. ¡Seguro que también ha salido de aquí!
Pero Nieves no celebra el descubrimiento que han hecho sus compañeros: sin dejar de mirar hacia delante, sin apartar la vista de la carretera, pedalea con todas sus fuerzas, mientras un llanto tierno y continuado, limpio como el de un niño, fluye de su garganta y de sus ojos, y de las enrojecidas aletas de su nariz.
La carretera llanea en línea recta hasta la lejanía, mostrándose y escondiéndose en sucesivos cambios de rasante, resiguiendo las suaves ondulaciones de la llanura. El paisaje es austero y funcional: grandes extensiones de tierras en barbecho y de trigales amarillentos, con algunas zonas grises, muertas, como resultado de la reciente sequía; algún cerro arbolado, algún pequeño pinar, un caserío arcaico y terroso, abandonado; y otras construcciones diseminadas por el paisaje, de utilidad evidentemente agraria, almacenes y silos, granjas, con el blanco impersonal o el gris sucio del acero galvanizado.
Los ciclistas pedalean ahora en silencio, sudorosos, con desesperante lentitud. Van mirando al asfalto, con las cabezas bajas, porque están agotados, porque no es necesario mirar a una carretera que se prolonga recta y sin sorpresas, en imperceptible subida, hasta un cambio de rasante, uno más, que parece que nunca va a llegar. Miran al suelo para no constatar la evidencia del calor abrasador, del asfalto que se licúa en la lejanía reflejando el cielo, de los barbechos que reverberan su aliento tórrido y tembloroso, como si los terrones fueran piezas refractarias recién salidas del horno.
De pronto, Nieves levanta la cabeza y mira a sus compañeros. Con el pelo recogido, bajo la visera de una llamativa gorra, sus ojos miran asustados, rodeados de una piel que blanquea en contraste con los pómulos y las mejillas perlados de sudor, enrojecidos por el calor y el esfuerzo.
– ¿Cómo… cómo será cuando desapareces?
La pregunta de Nieves, planteada con ansiedad, con tímido nerviosismo, no ha obtenido respuesta. Sus compañeros se limitan a empujar los pedales, a mirar su propia sombra pegada al asfalto, a sorprender la caída de la próxima gota de sudor temblequeando en la punta de la nariz. Pero Nieves vuelve a la carga, colocando las frases en los intervalos de su respiración agitada por el esfuerzo.
– Debe de ser como… como morirse: desapareces y te mueres; se… se acaba todo… no… no creo que haga daño…
Por unos instantes, Nieves guarda silencio, como esperando que alguien abone su teoría. Pero nadie dice una palabra, y es de nuevo su voz jadeante la que se hace oír:
– No, seguro… seguro que no duele, pero…
– ¡Ay, calla, por favor!-dice Amparo bruscamente-, ¡Llevas media hora con eso!
– Es que… es que… ¡Yo no quiero desaparecer! ¡No… no quiero morir, no entiendo cómo… cómo vosotros podéis… podéis estar tan tranquilos! Perdón…
Nieves ha dado un pequeño tumbo al distraerse del pedaleo; ha rozado el manillar de María, y ahora vuelve a tensar la cadena para mantener la línea recta. Sin volverse para mirarla, Amparo le responde alzando ligeramente la cabeza, el rostro en el que las gotas recientes resbalan sobre una capa de sudor ya seco.
– ¿Te crees que yo…-dice resoplando entre cada frase-que yo no tengo miedo? Pero al menos… no me dedico a dar la monserga… me callo y me jodo… no sé… cómo no pierdes el… el resuello… dándole a los pedales y… y al mismo tiempo…
– Vamos, Nieves, no te comas el tarro-dice Ginés-, no… no pienses siempre lo malo…
– ¿Y qué voy a pensar? Esto… esto no se para, no… no se ha parado, ¡cada vez es peor!
Nieves vocaliza con dificultad a causa del esfuerzo. Por su cara no corren las gotas de sudor como por las de sus compañeros; se diría que su piel enrojecida irradia un calor tan intenso, que evapora la transpiración en cuanto ésta sale por los poros. No es que Nieves se haya revelado como una caminante, como una ciclista débil y melindrosa; más bien ha dado muestras, a lo largo de la penosa peregrinación que ya dura más de un día, de un vigor y una resistencia sorprendentes dada su corpulencia; pero su manía de seguir hablando le representa un esfuerzo suplementario, y además está obsesionada por no separarse ni un centímetro del grupo, lo cual la obliga a vigilar y corregir constantemente su trayectoria. María, que está viendo todos sus padecimientos, se esfuerza en mirar para ella, y le habla en un tono más comprensivo:
– Vamos, mujer-dice entre jadeo y jadeo-, no te preocupes… estamos todos… todos aquí, contigo.
– Lo que… lo que va a pasar-dice Nieves con obstinación-es que de… de repente, en cualquier momento…
El grupo ha perdido su perfecta formación desde que ha empezado el cruce de palabras; se producen pequeños encontronazos que pueden provocar una caída; y además se ha disminuido la velocidad sensiblemente, lo cual se agrava por el hecho de que la carretera, sin que apenas se note, va aumentando su inclinación a medida que se acerca al cambio de rasante. Finalmente Ginés, que es el que va delante, se para de golpe y echa pie a tierra. Nadie ha chocado, porque la pendiente y la escasa velocidad les ha permitido detenerse enseguida; pero aun así se ha producido cierto amontonamiento, de modo que el grupo está más apretado y cercano que nunca. Sobreponiéndose a los resoplidos de alivio o de resignación, a las protestas de Amparo, la voz de Ginés se eleva comprensiva, didáctica, pero autoritaria:
– Vamos a ver, Nieves… No nos queda otro remedio que seguir; tenemos la… la obligación de seguir adelante…
– ¡Pero es que me da miedo!-gimotea Nieves, interrumpiéndose a cada poco para respirar-. Me da miedo ver que… que vosotros estáis tan tranquilos, como si no pasara nada, y… y hacéis bromas y todo y… siempre que ha desaparecido alguien estábamos distraídos… ¡Es… es cuando nos lo pasamos bien, cuando nadie está vigilando!
– Y tú crees que si estás…-dice María con largas pausas, en las que respira dos o tres veces seguidas-que si estás siempre vigilando… si no dejas de pensar en eso… pues que no ocurrirá.
El silencio de Nieves, puerilmente avergonzado, tiene mucho de asentimiento.
– No sabemos… no sabemos cómo funciona eso, Nieves-dice Ginés; su voz suena tierna y cercana, como si intentara compensar la rígida separación que les imponen las bicicletas que no han descabalgado-, no sabemos por qué desaparece la gente… No sabemos nada… Pero lo que sé es que no… que no lo arreglaremos… no salvaremos a nadie obsesionándonos y dándole… dándole vueltas a la cabeza… Lo que debemos hacer es actuar… y actuar, ahora mismo, es llegar a Villallana.
– Pero es que yo no puedo… no puedo dejar de pensar…
– Pues entonces piensa otras cosas-dice Ginés-, piensa que, a lo mejor, ya no… ya no desaparece nadie más… A lo mejor Hugo, y Maribel, fueron los últimos. Piensa: cada vez vamos más hacia el sur, ¿por qué no pensar que más abajo, en La Capital…?
– ¡Pero si no hay nadie… aquí tampoco hay nadie; cada vez… cada vez se ven más coches parados, estrellados…!
– El de la curva casi nos jode-apunta Amparo.
– Y el de la gasolinera-gimotea Nieves-con la manguera puesta y con… con las puertas abiertas… ¡Todo el mundo ha desaparecido!
– Pues lo siento, pero yo… yo no voy a abandonar la esperanza-dice María-. Es verdad, no es una pose; no es para… para aumentar la moral del grupo: es que no me creo que no haya nada más; no… no puedo creerme que a mí, precisamente a mí, me haya tocado ver… ver el fin del mundo… y menos aún ser la última superviviente. Me parece… eso sería demasiado presuntuoso.
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