A pocos metros de distancia, Ginés nada en la piscina: se dirige al borde en lentas brazadas, con la cabeza fuera del agua, y una vez alcanza el asidero respira profundamente y sumerge la cabeza unas cuantas veces. Entre una inmersión y otra, mira fugazmente a donde está Hugo. De pronto algo llama su atención en la dirección contraria: son las chicas, que salen en este momento del vestuario hablando entre ellas, sin mirar a los dos hombres. Nieves, con la piel blanca, sujeta con el brazo una gruesa toalla a modo de escudo, bajo la que asoman unos tobillos anchos, fuertes, ligeramente hinchados. Amparo, con un bikini de color verde y un bronceado irregular, lleva la toalla a modo de bufanda, colgando del cuello. Se ve muy bajita descalza, y al lado de Nieves.
– A lo mejor… a lo mejor ya no desaparece nadie más -le dice Nieves a Amparo.
– No pienses en eso ahora, mujer-responde Amparo-, ahora disfruta del baño y ya está.
Entornando los párpados, Hugo mira a las mujeres en silencio, repantigado en su silla, una mano ocupada en abrevar el cigarro y otra en acomodarse el sexo dentro del bañador, en peinarse con los dedos el pelo del pecho, produciendo una ducha localizada de pequeñas gotitas.
– Menos mal que habéis salido, chicas-dice de pronto-, éste ha intentado violarme unas cuantas veces.
Hugo sonríe, aunque nadie le responde. Por detrás de Amparo asoma Maribel. Lleva un bikini estampado, floreado, y avanza lentamente, aparentemente con algún problema en los pies. Entonces emerge de detrás del grupo un cuerpo esbelto y bronceado. Es María; se dirige sin vacilaciones hacia la piscina, quitándose la goma que le sujetaba el pelo, agitando su cabellera, y al llegar al borde se tira de cabeza sin apenas detenerse. Hugo se ha incorporado en la silla, e incluso ha estirado el cuello, hasta que la chica ha desaparecido entre una explosión de salpicaduras. María bucea durante un buen rato por el fondo de la piscina, trazando una parábola que la conduce a una de las paredes.
Refractado por la superficie agitada del agua, su cuerpo se deforma, llamea y se disgrega como si fuera a deshacerse en móviles manchas de piel morena, de tela negra y flotante cabellera. Pero de pronto emerge agarrándose al borde, precisa y definida.
– ¿Quién tiene el champú?-dice, agitando su cabellera mojada con rápidos giros de la cabeza.
– Eso al final-dice Ginés-, en el último momento… no vamos a enjabonar el agua antes de…
– Eso-dice Hugo-, primero que se vaya reblandeciendo la mugre que llevamos… Menos mal que la piscina es grande.
– Tú fíjate-dice Amparo, asomándose al borde-, en poco tiempo… ya hay un montón de hojas y… y bichos muertos…
– El agua no circula-apunta Ginés-. Las piscinas, cuando funcionan, se están depurando constantemente.
– Busquemos la redecilla-dice Nieves mirando en derredor-. Tiene que haber una redecilla por aquí, con un palo muy largo.
– No nos conviene perder más tiempo-dice Ginés.
– No está muy fría…-dice Amparo, metiendo un pie en el agua.
– Por eso-dice Ginés-. Sería mejor que estuviera más fría…
– ¿Por qué?
– Porque querría decir que lleva menos tiempo estancada.
Después de algunas vacilaciones, Nieves se ha decidido a desprenderse de la toalla, dejándola colgada del grifo de una de las inútiles duchas. Hugo ha seguido con atención todos sus movimientos, en silencio, con el cigarro detenido en la mano, a un palmo de la cara. A pesar de su tipología un tanto rubensiana, el cuerpo de Nieves conserva el esquema esencial del ánfora, y cierto equilibrio clásico en sus proporciones.
– Eh, tía… llevas la etiqueta colgando-dice Hugo, señalando con el cigarro-. Sí, sí, tú: la del bikini rosa.
– No es verdad… ¿dónde?-dice Nieves, llevándose una mano a la espalda, entre los dos omoplatos.
– No, en el culo. Trae, ya verás, te la quitaré yo; cortaré el hilo con los dientes.
– Yo esperaría al final, después del jabón. No es por nada…-dice Amparo, sujeta con ambas manos a la escti lera, con medio cuerpo ya dentro del agua.
– No es verdad-dice Nieves-, ya me la quité antes. Y no es rosa… el bikini, es fucsia.
– ¡Dios! Pero… ¿cómo podías andar así?
La exclamación procede de Ginés. Con el cuerpo en el agua, está abrazado al bordillo, y al acercarse Maribel le ha visto los pies, llenos de llagas y profundas marcas hechas por los zapatos, y ampollas reventadas que dejan al descubierto la carne viva.
– ¡Qué asco!-dice Hugo.
– ¿Qué?… Ah, los pies-dice Maribel con indiferencia-. No… no molesta. Llega un momento en que ya no duele… Cuando quieres que te duela, ya no te duele.
– ¿Querías que te doliese?-dice María al lado de Ginés, con una mueca de desagrado e incredulidad.
Maribel no responde. Se dirige a la escalera, de la que Amparo-que ya está surcando el agua-acaba de separarse. Maribel tiene un cuerpo sensual, pero chato y sin gracia. Sin la camisa que ha llevado todo el rato, da la impresión de que su cuello, ya de por sí recio, se ha acortado todavía un poco más.
– Bueno…-concluye Ginés-, ahora, en la bici, los pies ya no sufrirán tanto, pero… no estaría de más que te pusieras un poco de la pomada ésa que encontró…
– Me pondré los mismos zapatos que llevaba-le corta Maribel taxativamente, sin ni siquiera mirarlo-y no me haré ninguna cura.
Ginés se queda mudo, mirando a Maribel con desconcierto. Pero luego cambia de actitud y se anima súbitamente.
– ¡Venga-dice en tono jovial-, todo el mundo a bañarse!
Ginés se aparta del borde impulsándose con las piernas y Ilota boca arriba, relajado, cerrando los ojos, hasta que el impulso decrece y le obliga a bracear de nuevo. Mientras lanto, Maribel ha ido entrando en el agua con un gesto de repulsión, apartando cuidadosamente las pequeñas hojas amarillentas, alargadas, que flotan a su alrededor. Amparo, en cambio, bromea con Nieves a costa de su indecisión para meterse en el agua. Nieves se acerca a la escalera sin mucho entusiasmo, y Amparo la salpica a traición, produciendo un nuevo retroceso estremecido. Pero Nieves se ríe.
– Si no me salpicas entraré-dice, avanzando a pasitos muy cortos.
– ¡Pero si ya estás mojada! Cuanto más te lo pienses más te va a costar.
Finalmente Nieves inicia el descenso por la escalera. Maribel, mientras tanto, se sumerge y bucea unos pocos metros, tal vez huyendo de las hojas y las avispas muertas que flotan en la superficie.
– ¡Hombre, ahora que lo pienso!-dice Hugo repentinamente^-. Los seis en bici por la carretera, y después de bañarnos… ¡Verano azul!
La ocurrencia desata algunas risas espontáneas; algunas sonrisas más discretas, pero no menos sinceras.
– Ya… y tú eres el Piraña, ¿no?-dice Amparo.
– Más bien el pulpo-apunta Nieves.
– No sé-dice Maribel desde la escalera a la que se ha agarrado-cómo tenéis humor para… para reíros y…
– Oye-insiste Hugo-, pues ahora me acuerdo de un chiste de eso, de lo del verano azul…
– ¿El del pitufo?-dice Amparo-. Es muy viejo, y si empiezas contando el final…
– ¡Vete a la mierda!-dice Hugo.
María sale del agua remontando ágilmente el bordillo, y empieza a recogerse el pelo para escurrir la abundante agua que contiene, sonriendo todavía por las últimas pullas que unos y otros se han lanzado. La aparición de su cuerpo moreno y elástico, con su breve bikini negro, con su tatuaje en un flanco y su espesa cabellera rizada, vagamente racial, provoca un repentino silencio de admiración, de curiosidad, de envidia. Ginés, de espaldas a ella, es el único que no la está mirando. Hugo rompe el silencio hablando precisamente a María.
– ¿De qué te ríes tú, si eso no es de tu época?-dice con la sonrisa despectiva y los ojos brillantes-. ¡Si no debes de saber ni qué es eso del «verano azul»?
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