David Monteagudo - Fin

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Fin, sin llegar a instituirse del todo en novela social, utiliza por ejemplo, el protagonismo colectivo, la narración alterna en tercera persona y un predominio del diálogo sobre la descripción, elementos todos característicos de gran parte de la narrativa española de los años 50.
Sorprende la habilidad con la que Monteagudo se bate tanto en el terreno conceptual como en el narrativo. Sutilmente, suma pequeños capítulos narrativos, escenas y diálogos concretos con los que va hilvanando ambas tramas, la psicológica y la fantástica, colocando siempre el acento en lo extraño. Antes de que el elemento de género se imponga, es decir, bastantes páginas después del misterioso parpadeo nocturno que aísla a los protagonistas, Fin transcurre por derroteros realistas, aunque envueltos en una atmósfera misteriosa y desasosegante.
Persiguiendo una explicación para el fin de la Humanidad, los personajes se han de enfrentar a su propio fin, pero especialmente a sus recuerdos y a las nuevas respuestas que estos provocan bajo sus personalidades adultas. Los remordimientos, la broma perpetrada al Profeta y el fin del mundo, tres elementos aleados en perfecta unión, constituyen el motor de lo terrorífico, pero es el escenario diurno, esa Naturaleza opresiva tan bien descrita, el que produce el efecto numinoso en la narración. Monteagudo acompaña los diálogos con descripciones del paisaje siempre diáfanas, carentes de emotividad, afilando así el tono de extrañamiento general. El ritmo no decae en ningún momento, y es llevado en volandas por un suspense narrativo tan intenso que logra que la novela se convierta en un absorbente pasapáginas.
Tras su lectura, no cabe sino afirmar que Fin, el estreno literario de David Monteagudo, es una novela magnífica, una novela, no tengan duda, de ciencia ficción. De su apasionante lectura se puede extraer, además de la consabida satisfacción literaria, la conclusión de que la normalización del género, su integración en el mercado general, ha revertido, tal y como se esperaba, en buena calidad y mayor diversidad.
«Fin es una novela psicológica armada en una carcasa de novela de terror y hasta de ciencia ficción. Aterra y conmueve. Describiendo una acción pavorosa, Monteagudo desmenuza nuestros pequeños terrores cotidianos. Literatura mayúscula».
Jordi Llavina, La Vanguardia
«Espléndida… Con sus guiños generacionales y metafísicos, su filiación buñuelesca, su turbia atmósfera y su calidad literaria, la insólita opera prima de David Monteagudo es una de las sorpresas de la temporada».
Ricard Ruiz Garzón, El Periódico
«Uno de los libros más sorprendentes del año».
Rosa Mora, El País
«Su mirada desolada sobre el mundo está en la línea de las de Philip K. Dick, Bradbury o-sobre todo-Cormac McCarthy. La lleva al extremo y nos deja sin aliento».
Care Santos, El Mundo
«Te introduce en un mundo del cual quieres salir, pero sin dejar de leer. Mi libro del año».
Carlos Zanón, Avui
«Un absorbente artilugio literario».
Héctor Porto, La Voz de Galicia

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– Oiga… oiga, por favor-dice, sujetándose el estómago-, ¿eso… eso es un sombrero o… o son las orejas?…

La risa vuelve con una intensidad que no parece que vaya a decrecer. Hugo está en esa fase en que la risa ya empieza a resultar molesta, pero todavía no merece el esfuerzo de intentar frenarla, sobre todo cuando resulta tan fácil provocarla de nuevo.

– Buenos días señor oso… ¿Qué tal la familia?

– Bueno, vale ya, ¿no?-le corta Ginés elevando la voz.

– Pero ¿qué pasa?-replica Hugo con el rostro todavía sonriente-, es que… es que me ha hecho… me ha hecho gracia cuando…

– ¡Basta ya! Que haya osos por aquí no es precisamente para tomárselo a risa.

El solo hecho de oír la palabra «oso» desencadena en Hugo un nuevo ataque de risa.

– Es que estaba ahí, de pie, y ésta… ésta va y le dice…

– ¿Te quieres callar? ¡Imbécil!-restalla la voz de Ginés.

Por unos instantes todo queda en silencio. Todos miran a Ginés, que respira profundamente, como después de un gran esfuerzo. Hugo se ha quedado inmóvil, y la mueca carcajeante va desapareciendo de su rostro, desdibujándose hasta quedar congelada en una sonrisa amarga y burlona.

– Tendrías que ser más comprensivo-le dice Maribel a Ginés-. Tú no has perdido a tu mujer… ya me entiendes…

De nuevo flota el silencio sobre el grupo; se escucha incluso el rozar del aire en las dilatadas aletas de la nariz de Ginés, que mantiene los ojos bajos.

– ¿Qué?-dice Hugo-. ¿No me pides perdón?

– No me importa-dice Ginés amasando cada palabra-que nadie beba o coma hasta reventar, o que haga con su cuerpo lo que le dé la gana. Pero lo que no… tolero es que se insulte a las personas, o que… o que se hagan cosas que puedan minar la moral del grupo.

– ¿Ah, sí?… A la orden mi teniente. ¿Y… y por qué tenemos que hacerte caso a ti? Maricón.

– Va, venga, marchémonos de aquí-dice Ginés echando un vistazo a la plaza-, está claro que por aquí no vamos a encontrar…

– He dicho «maricón»-insiste Hugo.

– Sí, Hugo, has dicho «maricón»-replica Ginés pacientemente-, todos lo hemos oído. Vamos, todos, volvamos por donde hemos venido, alejémonos de aquí. A saber si el oso habrá ido a por refuerzos…

– Mira… mira qué digno él…-dice Hugo, mientras sus compañeros echan a andar en dirección a la calle porticada-, ¿pero a quién te crees que engañas con tu chulería y con la novia tía buena que te has traído? ¡Venga hombre! ¡Si eres más maricón que un palomo cojo!

Amparo y Maribel, y Nieves, se cruzan miradas interrogantes, hacen amago de detenerse; pero Ginés sigue avanzando y ellas optan finalmente por seguirle. Hugo, mientras tanto, permanece en pie, retadoramente, sin dar un paso adelante.

– Sabéis lo que hacía…-grita a los que se van alejando-, sabéis lo que hizo vuestro hombre, vuestro «general Truman», que no quiere minarla moral del grupo… ¡el muy maricón! Y va de tipo duro… pues intentó enrollarse conmigo. Sí señor, como lo oís. Me invitó a comer a su casa. A mí ya me extrañaba que viviera sólo con su madre… pero no, no os penséis, la vieja no apareció en todo el rato; estaba bien enseñada, sabía cuándo no tenía que molestar…

Maribel se para en seco, y arrastradas por ella se detienen también Nieves y Amparo. Las tres se miran, desconcertadas, sin saber qué hacer. María que también se ha parado, mira al suelo en actitud reflexiva.

– ¿Os sorprende, eh?-prosigue Hugo-. Pues es verdad: no hizo más que insinuárseme, y al final… al final me propuso que viéramos una película porno los dos juntos, en el video, en su habitación… ¡Como si no supiéramos en lo que acaban esas… esas sesiones!

Ahora es Ginés el que se para, meneando la cabeza con expresión de fastidio.

– Venga, Hugo-dice Ginés, alargando las vocales con indulgencia, como se hablaría a un niño que no cumple su obligación-, no podemos separarnos.

– Bueno, ¿y qué pasa si fuera maricón?-salta Amparo-. ¿Qué pasaría?… Todo el mundo tiene derecho a ser lo que le dé la gana: homo, hetero o bisexual, lo que le dé la gana. Y eso no significa…

– Déjalo, Amparo; no te esfuerces-dice Ginés-. No… no va por ahí la cosa…

– Eso, intenta despistar ahora al personal… ¡Pero si ni siquiera lo has negado! Yo quiero que me contestes tú. No quiero que envíes a tus chicas para que te defiendan. ¡Quiero que me lo niegues tú si te atreves!

– Mira…-dice Ginés finalmente-, tengo cosas más importantes en las que pensar: mucho más importantes que los problemas de indefinición sexual de unos adolescentes de hace treinta años, que ni siquiera se habían comido un rosco, pero… de todas formas… escucha bien lo que te voy a decir. Suponiendo que fuera verdad eso que has dicho, suponiendo que no fuera precisamente al revés y ahora tú hables por despecho, suponiendo que yo sea «maricón» como tú dices, y tú el más macho del mundo… primero, eso no significaría que yo no pueda tener más valor, más capacidad de liderazgo y más dotes de mando que tú. Y segundo, si además de serlo me interesara ocultarlo (cosa bastante absurda) lo más sencillo sería pasar completamente de ti, mostrarte una total indiferencia, porque dado el estado en que te hallas, es decir, borracho como una cuba, no creo que nadie le diera ningún crédito a tus palabras…

– Pues tu novia está poniendo una cara muy rara-dice Hugo-. Se ve que nunca había pensado…

– Así que si me molesto en contestarte-prosigue Ginés-y pedirte que nos sigas, es en consideración a que… i que ha desaparecido tu mujer y todos comprendemos…

– Tampoco eres el único que ha tenido una desgracia, ¿eh?-dice Nieves dirigiéndose a Hugo-. Mira a Maribel: ella mantiene el tipo y… Quien más quien menos… Yo… yo he dejado a mis hijos en Villallana, ¿vale? Y no… no…

Nieves se interrumpe, ahogada por el llanto que se le agolpa en la garganta, en los ojos húmedos, enrojecidos, a punto de desbordarse.

– ¡Qué cabrón! ¡Qué cabrón que eres!-dice Hugo-. Te has creado tu guardia de mujercitas… ¿Tú también, Maribel? ¿Tú también le defiendes?

– Yo sólo sé que quiero marcharme de aquí lo antes posible-dice Maribel.

– Por fin alguien dice algo sensato-concluye Amparo.

Los dos hombres y las cuatro mujeres se ponen en marcha. Cuando el último de ellos desaparece tras la curva que forma la calle porticada, se produce un ligero movimiento en el extremo opuesto de la plaza. El oso ha vuelto a aparecer por el mismo lugar de antes: se asoma tímidamente, olisqueando el aire y avizorando la plaza; y al final, ya sobre el pavimento de ésta, se alza sobre sus dos patas traseras y estira el cuello, moviendo la cabeza a un lado y otro, en un concienzudo trabajo de sus fosas nasales, húmedas, oscuras y extraordinariamente activas.

Hugo está sentado en una silla de plástico, de las que hay a menudo en las terrazas de los bares. Está empapado, recién salido del agua, y el bañador-un holgado bermudas-va soltando el agua acumulada en finos hilillos que gotean por las aberturas que la silla tiene en el asiento. Hace calor, el sol cae prácticamente a plomo, sin una nube en el cielo que mitigue su ardor. La brisa que fluye constantemente es leve, casi imperceptible; pero sobre la piel mojada se convierte en una caricia fresca y agradable.

Hugo rebusca en el revoltijo de ropa que tiene al lado, sobre una silla gemela a la que ocupa, y al final sus manos emergen todavía húmedas, empuñando el encendedor y un cigarrillo. El agua, mientras tanto, forma pequeños charcos bajo la silla, tres charquitos redondos que se acaban juntando en uno mayor, sin forma, luchando con la avidez del embaldosado granuloso, poroso, calentado pacientemente, durante horas, por el sol.

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