– Lo que tenemos que hacer es salir de aquí cuanto antes-dice Ginés-. ¡Mira, ya se ve: la carretera!
– ¿Eso es la carretera?
– Claro, dirección Villallana; lo sé por el almacén de madera.
Ginés empieza a pedalear y las chicas le imitan. Unas decenas de metros más adelante las casas se acaban a un lado y otro, y la calle-después de un cambio de rasante- parece continuar en un ambiente suburbial, de naves industriales, y algún que otro chalet. Pero de momento las bicicletas ruedan todavía dentro del casco urbano. En la acera derecha, la calle se prolonga sin una sola abertura, como un muro continuado de edificios. Todas las bocacalles parecen estar a la izquierda: en ese lado aparece ahora una escalera, una plaza elevada con árboles y coches aparcados, y a continuación otra calle que desemboca, también en bajada.
– Esto está cada vez peor-dice Nieves, sin dejar de pedalear-, nunca habían sido dos de golpe.
»-Cada vez es más seguido-añade al cabo de unos segundos, respondiendo al silencio-. A lo mejor nos teníamos que haber quedado en el refugio…
– Rafa desapareció en el refugio-dice Ginés secamente.
– O haber ido hacia el norte…
– Si te gustan las carreteras de montaña… Al norte no hay núcleos de población, no hay más que monte y más monte; tardaríamos días en atravesar la cordillera…
– Lo lógico era ir hacia el sur-añade Ginés tras una breve pausa-, buenas carreteras y poblaciones cada vez más grandes… con las bicis nos plantamos mañana en La Capital… no hemos hecho más que lo que dicta la lógica…
– ¿Cómo?-dice Nieves.
Nieves se ha retrasado un poco, y no ha oído bien las últimas palabras de Ginés.
– Digo-dice Ginés, volviendo la cabeza-que hemos hecho…
– ¡Ginés!
Un chillido desgarrador, salido al unísono de las gargantas de Nieves y Amparo, acompaña el grito de advertencia dado por María. Un enorme camello, de pelo sucio y movimientos parsimoniosos, ha aparecido repentinamente por la derecha, hasta ocupar la mitad de la calle. Ginés lo ve en el último momento, cuando ya casi lo tiene encima. Ni siquiera intenta frenar; se ciñe a la izquierda y pasa, tensando todo su cuerpo, mientras María-que ha apretado sin éxito los frenos-acaba colándose de forma similar, rozando al camello, que se ha asustado en realidad tanto como los ciclistas, y retrocede con toda la rapidez que le permite su eminente tamaño, su vetusta anatomía. Esto favorece a las otras dos mujeres, que no hacen otra cosa que seguir su trayectoria, bloqueadas, petrificadas por el espanto, mientras el camello se eclipsa mostrando los cuartos traseros, difundiendo un mareante olor a estiércol.
Nieves separa los pies de los pedales y trastabilla, topa ligeramente con el manillar, con el brazo de Amparo, que a su vez ha notado en la mano derecha el azote de la raída cola del animal. Pero al final ambas consiguen pasar sin llegar a caerse, y se detienen sin dificultad al cabo de unos metros, junto a Ginés y María, que han observado atónitos la escena, sin poder hacer nada. La calle hace subida en este último tramo, desde la bocacalle por la que ha salido el camello hasta el nuevo cambio de rasante en que empieza la carretera, cuyo trazado vuelve a descender en una pendiente muy leve.
– ¡Un camello! ¡Un… un camello!-dice María, mientras el animal se aleja con un trote decreciente, visible para los ciclistas porque la calle se abre a una especie de solar no edificado.
– O un dromedario-apunta Amparo.
– No, es al revés-corrige María, sin dejar de mirar al animal-. El dromedario es el que tiene una sola joroba.
– Hemos tenido suerte-dice Ginés-, podríamos… podríamos habernos caído…
– ¡Este trasto no frena!-dice María-. ¡No frena una mierda!
– ¡Y qué mal que olía el cabrón!
María sonríe ante el comentario de Amparo. Nieves, en cambio, reacciona de forma dramática ante el incidente.
– Yo… yo no puedo…-dice, con voz acobardada y temblorosa-, yo no puedo más. Todo esto de los animales… esto… esto es como una pesadilla. ¿Qué tienen que ver los animales con…?
– Podría tener… no sé… alguna explicación-dice María-. A mí me ha parecido ver que llevaba una tira, una brida… como un arnés, como si fuera parte de un arnés…
– ¿Un arnés?-dice Ginés-. Yo no… no he visto nada, no me he fijado.
– Es que era por delante, en el cuello-insiste María-. Luego se ha dado la vuelta y…
Ginés está mirando al descampado que se abre a su derecha: una franja sin edificar que se prolonga en la lejanía hasta lo que parece un campo de fútbol, vallado con tela metálica. Junto al campo de fútbol, allá lejos, hay un solar, un terreno con hierbas resecas y desiguales, y unos garabatos negruzcos que podrían ser cepas ya muertas, sin el verde de las hojas. El camello se ha detenido, indeciso, a medio camino entre el cruce del encontronazo y el campo de fútbol. Tal vez ha visto lo mismo que Ginés: un movimiento reptante y huidizo entre la agostada vegetación de la viña abandonada, algo del mismo color que la hierba, tal vez más oscuro, más amarillento, unas manchas que aparecen y desaparecen a intervalos, con un desplazamiento acechante, husmeador, con esa forma de aplastarse contra el suelo al avanzar que sólo tienen los felinos.
– Larguémonos de aquí-dice Ginés buscando el pedal con el pie-. ¡Rápido!
– ¿Qué pasa? ¿Qué has visto?
– No lo sé, pero…
– Parecen… parecen…
Es la voz de Amparo la que duda. Ella y María ya han visto lo que llamaba la atención de Ginés. Nieves no; no ha querido mirar en esa dirección, y sin embargo ha hecho lo mismo que ellas, lo mismo que Ginés: arrancar lo más rápido posible hacia delante, en dirección a la carretera. Pero la calle hace subida, y la salida es torpe y vacilante. Hay quien no acierta a poner el pedal en la posición idónea para dejar caer todo el peso del cuerpo, quien se golpea en la espinilla al intentarlo, quien arranca empujando el asfalto con los pies, de puntillas, para luego dar unas primeras pedaladas muy lentas, sin fuerzas, brujuleando con un manillar que parece haber adquirido vida propia.
– ¡Venga, vamos!
Ginés ha arrancado con más soltura, pero ahora se refrena para esperar a las chicas, para azuzarlas, mientras su mirada viaja una y otra vez hacia el horizonte del descampado. Ahora ya es evidente que son grandes felinos los que se mueven entre los rastrojos, probablemente leonas, pues no se ha visto en ningún momento la melena propia de los machos; y parece que han venteado a los ciclistas, o tal vez han oído sus gritos, porque su avanzar es cada vez menos rastrero, cada vez más decidido. Ahora ya ondulan a la carrera sus elásticos cuerpos, en línea recta, en dirección a ellos, mientras las bicicletas empiezan a adquirir inercia, remontan por fin el cambio de rasante y enfilan la carretera todavía dando tumbos, empujadas por toda la fuerza de la que son capaces sus conductores.
La suave bajada que hace la carretera, en línea recta, les ayuda a adquirir velocidad y distanciarse del cruce en poco tiempo. Ya han recorrido un buen centenar de metros cuando María mira unos segundos para atrás. Al hacerlo se ha desviado hacia la cuneta, sin darse cuenta, y tiene que corregir bruscamente la trayectoria. Pero lo que ha visto es tranquilizador.
– ¡Se han quedado atrás!-grita a sus compañeros-. ¡ Ya no nos siguen!… ¡ Uno venía, pero se ha dado la vuelta!
– ¡El camello, ahora persiguen al camello; ha tirado calle arriba!-dice Amparo, que también ha vuelto la cabeza, animada por la buena noticia.
– ¡Mirad! ¡Mirad!-dice Ginés repentinamente, señalando a su derecha.
Los últimos edificios que les ocultaban el paisaje han quedado atrás, dejando a la vista una gran explanada en la que se eleva la inconfundible estructura de la carpa de un circo, rodeada de la habitual batería de camiones y caravanas. La carpa está a una buena distancia de la carretera, y no se aprecia ningún movimiento a su alrededor.
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