El discurso de Nieves se hace cada vez más entrecortado a causa del esfuerzo. Amparo, incluso María, la miran de reojo y luego miran a Ginés, como esperando algo de él. Pero Ginés sigue pedaleando con el mismo ritmo inalterable.
– Has hecho…-dice Nieves después de unas cuantas respiraciones-has hecho lo que haría un hombre… y eso es previsible, otro… otro hombre lo puede predecir… puede anticipar tus pasos uno a uno… Nosotras… nosotras somos mujeres…
Amparo mira alternativamente, con rápidos movimientos de cabeza, a Nieves y a Ginés. Ginés sigue pedaleando tercamente, con la vista fija en la carretera. Mientras se desarrolla la conversación, el grupo no ha dejado de avanzar, y el cambio de rasante cada vez está más cerca, apenas a unas decenas de metros.
– Ginés…-dice Amparo-a lo mejor deberíamos…
Amparo se interrumpe. Ginés se ha levantado del sillín y empieza a pedalear con más ímpetu, dejando caer todo el peso del cuerpo en cada pedalada. Las tres mujeres que le siguen, instintivamente, se han aplicado con renovada fuerza a los pedales, para no separarse de él.
– Muy bien-dice Ginés elevando el tono gradualmente, como si el volumen de su voz estuviera relacionado con la aceleración que está imprimiendo a la bicicleta-. Has hecho… has hecho un verdadero esfuerzo de… de imaginación. Nos… nos has impresionado a todos; nos has hecho… nos has hecho pensar, nos has hecho… ¿Y todo eso por qué?… ¿Por qué precisamente ahora quieres que nos paremos? ¡¿Por qué?!
– ¡Porque yo soy la siguiente, joder… porque yo soy la siguiente!
– ¡Acabáramos!-dice Ginés, dejándose caer de nuevo sobre el sillín. Acaban de superar el cambio de rasante. Una perspectiva descorazonadoramente parecida a la anterior se despliega ante su vista. Pero al menos hay un buen tramo de bajada suave, unos cuantos centenares de metros hasta que la carretera se vuelva a empinar de nuevo. Todos han dejado de pedalear, simultáneamente, mientras las bicicletas, como efecto de la bajada, empiezan parsimoniosamente a adquirir velocidad.
– No sabemos quién será el siguiente-dice María-, no sabemos, ni siquiera, si habrá un siguiente.
– Sí, sí que lo sabemos-dice Nieves-, lo sabemos, claro que lo sabemos; yo al menos lo sé… Le insulté, me… me burlé de él, una vez… no sé cómo… cómo no he ido yo antes que Maribel…
– ¿Tú?-dice Amparo con incredulidad-, ¡pero si tú siempre fuiste… siempre le trataste muy bien! Le escuchabas, yo… yo no tenía tanta paciencia.
– Menos aquel día-dice Nieves.
»Fue al final…-añade, rompiendo el silencio de expectación que se ha creado-, una de las últimas veces, en uno de esos guateques que… que hacíamos en casa de Rafa…
Nieves se interrumpe, como si dudara o cogiera fuerzas para continuar. María aprovecha la pausa para introducir un irónico inciso:
– Me muero por saber la cosa tan terrible que ocurrió en un guateque…
– Estaba tumbado en el suelo, de cara al suelo-prosigue Nieves, obviando el comentario-, en aquella moqueta…
– ¿Quién? ¿Quién estaba tumbado?
– El. Estaba con Maribel, y con Rafa, porque había el altavoz y Rafa… no sé si había alguien más. Entonces Rafa y Maribel aún no salían, y yo… yo me fijé en que él… Andrés, estaba muy cerca de Maribel, casi pegado a ella… Llevaban un rato hablando, y cuando se levantaron… él tenía una erección…
– ¡El Profeta… empalmado!-exclama Amparo, mirando un momento para atrás, hacia Nieves, mientras las bicicletas siguen avanzando.
– ¡No seas bruta!
– Pero… ¿estabais desnudos?-pregunta María.
– No, hombre, no-dice Amparo-. Y tú… ¿estás segura?-añade, dirigiéndose a Nieves.
– Nadie se dio cuenta, porque había poca luz, pero… era evidente, y además él intentaba… disimular…
– Pero entonces…-dice Ginés-insinúas que Maribel…
– ¡No, ella no! Ella hablaba con Rafa.
– ¿Y ya está?-dice María-. ¿Eso es todo?
– Sí, ya ves qué tontería. Podía haberme callado… al fin y al cabo… pero, la verdad, me dio rabia, no lo pude evitar; me dio rabia por la hipocresía, porque él siempre iba de… de santurrón, y presumía… presumía de estar por encima…
– Pero mujer-dice Ginés-, eso a veces, en los hombres… no siempre es por…
– Ya, ya…-dice Amparo-. Piensa mal y acertarás, sobre todo tratándose de hombres.
– Pero ¿qué le dijiste-dice María-al tipo ése?, ¿qué…?
– ¡Chist, callad!-dice Ginés-. ¿Qué es eso? ¿No oís?
Las voces cesan de golpe. Las cuatro bicicletas ruedan por su propio impulso, con sus ciclistas mudos, inmóviles, la mirada fija en la carretera pero sin verla, cerrada en sí misma, escudriñando el silencio con los oídos. No hay cigarras en el paisaje seco, con los árboles más cercanos a centenares de metros; se oye, en cambio, el vuelo de otros insectos menores, y el crepitar del piñón de las cuatro bicicletas. Pero hay algo más, otro componente de la calma que el oído no puede omitir, porque además va aumentando gradualmente, a medida que las bicicletas avanzan pendiente abajo: es como un lamento, un lamento inarmónico formado por una infinidad de voces, un grito inarticulado y grave, sonoro y vibrante, múltiple, como el que podría producir un fabuloso, un gigantesco instrumento de metal. Es un lamento, pero no parece humano, aunque tiene el inconfundible sello del dolor, y de la desesperación.
– ¡Dios mío…! ¿Qué será eso?
– Pero… ¿Dónde… de dónde viene?
– ¡No paréis! ¡No paréis!
– ¡Pero es que… cada vez se oye más!
Es cierto que cada vez se oye con más intensidad, y cuanto más cercano más horrible resulta el quejumbroso bramido. Las bicis siguen rodando, pero se acercan al seno que forma el siguiente cambio de rasante, y cada vez van más despacio, con los ciclistas inmóviles, petrificados por el espanto, incapaces de decidir si sería mejor pararse de golpe, dar media vuelta, o acelerar para salir cuanto antes de la zona. Lo más terrible, lo más desconcertante es no saber de dónde sale, qué origen tiene el monstruoso quejido que lo llena todo y que suena cada vez más fuerte, cada vez más fuerte.
No se ve nada alrededor. La vista es amplia, hasta el horizonte, pero el paisaje está quieto, no da ninguna pista, no muestra nada que no sea lo que los ciclistas vienen contemplando desde hace kilómetros. Pero «aquello» suena cerca, tiene que estar cerca.
Las bicicletas están a punto de pararse. Ahora el clamor ha alcanzado una intensidad insoportable, no tanto por el volumen como por su horrible resonancia. Pero en cambio, por primera vez, suena un poco más localizado, a la izquierda de la carretera. Todos los ojos miran con pavor en esa dirección. Nada: campos y más campos, algún árbol, un edificio alargado, un silo, probablemente de cereal, quietud, inactividad.
Las bicicletas se paran. Los pies se apoyan en el suelo, por puro instinto; los corazones laten en el pecho con desmesurada violencia; las bocas permanecen abiertas, lo mismo que los ojos, agrandados por el pánico. Nieves está a punto de desmayarse, de gritar ella misma, sobreponiéndose al estruendo.
– ¡La granja, es la granja-exclama de pronto María-, hay… hay animales, son los animales!
– ¿Qué granja? ¿Dónde hay una granja?
– ¡Allí, son vacas, seguro que son vacas… llevan días sin comer, nadie les ha dado de comer!
De pronto, todo parece adquirir un sentido. El edificio alargado tiene verdadero aspecto de granja, y los bramidos, aunque lo llenan todo, bien pueden proceder de allí. Probablemente, lo que contiene el silo que asoma tras el tejado es el pienso para los animales. Pero hace cuarenta horas que el motor que lo extrae no funciona, que nadie distribuye el pienso ni el agua por los pesebres.
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