– Nos lleva al matadero-dice Amparo, con la misma escalofriante indiferencia de su última intervención-. Pero él tampoco se va a salvar. A lo mejor tú…
– ¡Basta ya!-grita María, en un inesperado estallido-. Si vas a venir con nosotros, te guardas tu mierda para ti, ¿vale?… Todos pensamos cosas malas, pero… nos jodemos, y no andamos rallando al personal, sobre todo cuando estamos así… así de jodidos.
Por unos instantes todos permanecen en silencio. Sólo se oye el canto de las cigarras, y la respiración agitada de María, que hace subir y bajar su pecho. Amparo, por su parte, esboza un mohín desdeñoso, y vuelve a concentrarse en su teléfono móvil.
– ¿Podremos llegar hoy a… a La Capital?-dice María, encarándose de nuevo con Ginés. En su voz parece haber una excesiva frialdad, pero tal vez sea fruto del esfuerzo por serenarse, después del rifirrafe con Amparo.
– El problema no es si llegaremos hoy: el problema es cuántos llegaremos-dice Amparo en voz baja, como hablando consigo misma.
María ha oído, un movimiento de sus ojos lo delata;
pero está de espaldas a Amparo y opta por ignorarla. Ginés también obvia el comentario.
– No sé si llegaremos-dice, en actitud dubitativa-, depende de a qué velocidad…
– Yo no pienso dormir otra vez al raso-dice Amparo.
– Si no llegamos, nos faltará muy poco…-dice Ginés-, hay una zona residencial bastante pija, está a diez o quince kilómetros de La Capital… Buscamos uno, un buen chalet que tenga piscina y…
– Venga, vamos-dice María-, no perdamos más tiempo… de todas formas no parece que haya mucha hambre.
El sándwich de Amparo yace en el suelo, casi entero, junto a la silla que ésta ocupaba. En su camino hacia las bicicletas, Ginés y María recogen los suyos, que habían dejado precipitadamente sobre sus respectivos asientos. Con una expresión adusta, de incomodidad, María se desvía hasta la papelera más cercana, y tira allí lo que queda de su emparedado.
– No valía nada-dice, como para justificarse, caminando de nuevo hacia las bicis.
Ginés, en silencio, pensativo, recupera el envase de plástico, de forma triangular, y mete allí su sándwich a medio consumir, y después lo guarda en una de las alforjas de su bicicleta.
Ya han puesto las bicicletas en posición vertical, cuando los dos, al mismo tiempo, miran hacia Amparo.
Amparo viene despacio, desganada, mirando al teléfono móvil como lo haría una hija adolescente llamada por sus padres, hastiada del viaje y las horas de coche, en un área de servicio de cualquier autopista. Pero Amparo tiene más de cuarenta años, y el pelo cano, y un rostro curtido en el que las patas de gallo blanquean pálidas, rosadas, cuando levanta las cejas.
– Seguro que era él-dice mirando todavía el teléfono, mientras lo devuelve al bolsillo-. Al principio pensé que era otra cosa, pero ahora me doy cuenta de que era él, que se divierte jugando con nosotros.
Amparo mira a sus compañeros, y la expresión que ve en sus caras le hace darse la vuelta inmediatamente. Hay un perro detrás de ella, junto a las sillas en las que estaban sentados. El perro se agacha cauto, temeroso, por detrás de las sillas, y estira el cuello lentamente, centímetro a centímetro, hasta llegar con el hocico al sándwich que ha dejado Amparo; lo olisquea y empieza inmediatamente a comerlo a bocados, pero con delicadeza, con timidez, como si se esforzase en pasar desapercibido.
– ¡Vaya! ¡Qué raros que son los galgos!-dice Amparo.
El perro, de color grisáceo, tiene todo el aspecto de un galgo de carreras: delgado, fibroso, con el hocico afilado y el espinazo curvo que sostiene una caja torácica ancha y redondeada en contraste con el vientre recogido, inexistente, y el remate de un rabo largo y filiforme que se esconde tímido entre las piernas, que busca el abdomen siguiendo el dibujo de la huidiza curva de la espalda.
– ¡Es un galgo de carreras!
– Son más grandes de lo que yo pensaba.
– ¡Mira, hay otro!
Distraídos como estaban mirando al primer animal, los tres ciclistas no han visto llegar al segundo, que ahora se acerca sigilosamente, hasta ponerse a la altura del afortunado devorador del bocadillo. Es un ejemplar de la misma raza que el primero, de la misma talla y con idénticas características físicas; sólo cambia el tono de su pelaje, que es efe un color pardo tirando a ocre. Con la misma suavidad en los movimientos, con la misma timidez, va acercando su cabeza a la merienda que el otro agita con sus mordiscos, hasta que al final, como al descuido, como quitándole importancia, atrapa y trasiega hacia su garganta, todo en el mismo gesto, un trozo mediano de emparedado que había caído al suelo. Entonces el primero, desmintiendo su apocada actitud, se eriza y gruñe por lo bajo, enseñando los dientes, en una amenazadora demostración de agresividad contenida.
El segundo galgo se ha apartado bruscamente, pero se queda a la expectativa a unos pasos de distancia, cebado por la dulzura de lo que ha probado, esperando obtener todavía alguna otra migaja. Mientras tanto, María y Ginés han dejado sus bicis recostadas de nuevo contra los surtidores. Los dos, lo mismo que Amparo, detenida a unos pasos de ellos, contemplan la escena en silencio, fascinados por la extraña anatomía de los animales, por su extrema delgadez entre estilizada y grotesca, por la ondulante levedad de sus movimientos.
Pero algo les distrae, un movimiento que sus ojos han captado vagamente, en un extremo de su campo de visión. El movimiento proviene de una de las papeleras: allí hay otro perro, otro galgo, en este caso negro, que rebusca en posición rampante, metiendo el hocico delgado, famélico, en una de las bocas de la papelera. Alzado sobre sus patas traseras, con su color negro y su cuerpo más estirado todavía, más rectilíneo, con sus poderosas ancas tensas por el esfuerzo, el animal tiene un aspecto cómico, pero también inquietante.
– Ha olido el bocadillo que has tirado-dice Ginés.
– No me gustan esos bichos-dice Amparo, frunciendo el ceño-. Me dan miedo.
– Buscan comida-dice Ginés.
– En la tienda quedaban cosas-apunta María.
– Sí-dice Ginés-, pero empaquetadas.
– Pues entremos y les sacamos… ¡ Ay! ¡ Qué susto!
María se ha sobresaltado al notar en su mano un extraño tacto, una caricia húmeda y cálida, que resulta ser el leve toque de un hocico, de una lengua que no pertenece a ninguno de los tres perros hasta ahora vistos, sino a un nuevo ejemplar, también negro pero con alguna mancha blanca, tan sinuoso, tan pintoresco, tan galgo como los otros tres. Amparo, que ya estaba al lado de sus dos compañeros, retrocede bruscamente al percibir la presencia del animal.
– ¿Adónde vas?-le dice María-. No hacen nada, mira: me lamía porque aún debo de oler al emparedado…
– Son de pura raza…-no puede menos que exclamar Ginés, al ver la extrema delgadez y al mismo tiempo la poderosa musculatura de los animales, su cabeza exageradamente alargada, puntiaguda, en la que los ojos sobresalen ligeramente saltones, como si no encontraran sitio para incrustarse en un cráneo tan estilizado.
– Pero… ¿por qué hay tantos?-dice Amparo, puerilmente quejosa, mientras que María, sonriente, juguetea con el galgo que la ha lamido. El animal parece más interesado en recoger los restos del aroma a comida que en recibir caricias, pues rehúye escurridizo la palma que intenta posarse sobre su cabeza, para después buscarla con la humedad de su hocico, devolviendo en cosquillas lo que ha rechazado en caricias.
– ¿Por qué… por qué hay tantos?
Lo cierto es que han aparecido algunos ejemplares más, añadiendo el marrón, el crema, un blanco sucio, ligeramente moteado, a la gama cromática de tonos cenicientos. No se sabe muy bien de dónde salen, pero siguen llegando, por separado o en pequeños grupos. Hasta que llega un momento en que se pierde la cuenta, y si al principio sorprendía la rareza de cada individuo, lo que empieza a asombrar ahora es el número, la entidad de lo que a todas luces ya es una jauría de ejemplares tan atléticos como, de momento, discretos y suaves en sus movimientos.
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