– Se habrán escapado de un canódromo…-dice Ginés-o de un camión que los transportaba. A lo mejor chocó, en el apagón, y…
Ginés se queda fascinado mirando a María. La chica sonríe con cierto asombro, rodeada ahora por cuatro o cinco perros que alargan la cabeza hacia sus manos, pues otros ejemplares han venido a sumarse al anterior, atraídos por aquello-fuese lo que fuese-que aparentemente estaba recibiendo su compañero.
– Amparo-dice Ginés, apartando la vista de la escena-. ¿Sabes si hay algún canódromo por…?
Ginés enmudece. Amparo está inmóvil, con los brazos a la altura de la cabeza, petrificada por el pánico, cerrando los ojos en una contracción de todas sus facciones, abriéndolos de vez en cuando para mirar hacia abajo y ver que la tortura no ha acabado, que el horror sigue fluyendo a su alrededor. En realidad, lo que la rodea, a la altura de sus caderas, no es más que una profusión, una abundancia tal vez excesiva, un oleaje de lomos curvos y ondulantes, en los que se marcan una a una las vértebras. Pero las aguas, en su avance, las aguas pardo grisáceas, se abren y rodean a la aterrorizada mujer sin apenas tocarla.
– Mujer…-dice Ginés-, no hacen nada.
Pero él mismo empieza a sentir cierta inquietud al ver el ámbito entero de la gasolinera invadido por los galgos, olisqueantes, curiosos; al ver la aglomeración, mucho más apretada y bulliciosa, que se produce en torno a la papelera, en la que convergen los afilados hocicos, y también en el lugar en que estaba el bocadillo, ya invisible, tapado por un rebullir de cuerpos inquietos, bruscos, generando los primeros ladridos secos, agudos, como la anatomía de sus emisores.
Pero sobre todo le inquieta a Ginés la acumulación en torno a María, las bocas cada vez más codiciosas, más atrevidas, los primeros dientes que presionan la mano, todavía sin apretar, como si la sopesasen, como si el mordisco camuflado, al descuido, no hubiera sido más que un travieso exceso de confianza. Ginés mira el rostro de María, y comprende que la chica empieza a tener miedo; y al mismo tiempo se da cuenta de que en su bicicleta, a sus espaldas, está ocurriendo algo parecido, y que los perros, amontonados, pugnan por meter la cabeza en una de las alforjas de la bici, cuya tapa de lona Ginés tuvo la precaución de cerrar.
– Chicas-dice Ginés lentamente, sin alzar la voz, esforzándose en controlar su nerviosismo-, vamos a subir a las bicis… despacio… despacio… sin hacer movimientos bruscos…
María empieza a darse la vuelta lentamente, para quedar de nuevo de cara a su bicicleta. Su movimiento de rotación produce una agitación nerviosa, un vago movimiento de protesta en la piña de cuerpos que gusanean a su alrededor, en el panorama de hocicos levantados hacia el cielo y dientes al descubierto.
– Dame la mano… ¡ Dame la mano!-dice entretanto Ginés, alargando su brazo, tendiendo un puente hacia Amparo que está bloqueada, petrificada, incapaz de salir de su inmovilidad. Finalmente, Ginés consigue atrapar su mano y empieza a tirar de ella, y Amparo se desplaza rodeada de perros, apartando sus cuerpos al avanzar, como el bañista que entra en el mar y se estira de puntillas, y esconde el estómago, intentando hurtarlo el mayor tiempo posible al contacto del agua demasiado fría.
Amparo va con los ojos cerrados, con el rostro crispado por una mueca de repulsión y sufrimiento; sólo mira para abajo fugazmente, de vez en cuando; pero Ginés la va guiando y la deja al lado de su bicicleta, y allí Amparo se sobrepone un poco, porque los galgos han ignorado precisamente su bici, que es la única que no lleva alforjas, y la menor densidad en la presencia canina le permite subir a la bicicleta y ponerse en disposición de salir.
María, entretanto, lo tiene un poco más difícil. Ha empuñado el manillar, y ahora está intentando pasar una pierna al otro lado del asiento. Pero su rostro revela una tensión máxima y un titánico esfuerzo de autocontrol, porque los canes que la rodean cada vez son más exigentes, más atrevidos, cada vez su renuente acercamiento se parece más a la agresividad, y ya los dientes sujetan un pie, una muñeca, ya un colmillo se ha enganchado y tira del pantalón, atravesando, de momento, tan sólo la tela.
Ginés ve el sufrimiento de María, pero tiene problemas más perentorios que resolver: su propia bicicleta está hasta tal punto rodeada de perros, es tan denso el confuso hormiguear en torno a la fatídica alforja, que sencillamente le resulta imposible acceder a la bici sin apartar de alguna manera ese conglomerado de cuerpos animales, de patas y lomos y cuellos en movimiento.
Ginés se queda anonadado por unos instantes, sin saber qué hacer. Parece mentira que los galgos no hayan despedazado ya la alforja a dentelladas; es como si su natural delicadeza les impidiera ser más expeditivos. Pero al mismo tiempo resulta terriblemente inquietante y amenazador pensar que sólo hay una fina membrana que separa la contención de la masacre, y que esa membrana se está tensando hasta la exasperación, y sólo hace falta una sutil aceleración, un movimiento más brusco, para que se desate todo el poder contenido de la jauría.
Entonces ocurre algo inesperado. La bicicleta de Ginés pierde el equilibrio como resultado de los tirones que sufre la alforja, cae hacia un lado, y los galgos se apartan bruscamente, rehuyendo el impacto de la estructura de acero. Ginés aprovecha el momento de confusión de los perros y se lanza sobre su bici, y se sube encima, no sin antes haber abierto y sacado de la alforja el recipiente de plástico cuyo contenido tanto atrae a los animales.
– ¡Vamos! ¡Arranquemos ahora!-grita Ginés.
– ¡No puedo!-dice María gritando, sollozando.
Ha conseguido sentarse en la bici, incluso poner un pie en el pedal, pero da la impresión de que los perros la retienen, la clavan al suelo tirando con los colmillos de los calcetines, de los cordones de sus bambas, y que en verdad le resulta materialmente imposible hacer girar los pedales. Lo cierto es que no puede arrancar, y en cambio corre el peligro de caer hacia un lado, maniatada a su bicicleta.
Entonces Ginés, levantando los brazos-porque los galgos a los que asustó la caída de la bici han vuelto ya, y le están rodeando, y alzan las cabezas hacia su codiciada presa-, saca el medio emparedado de su envase de plástico, y lo lanza lo más lejos que puede, en la dirección contraria a la que señalan las bicicletas.
– ¡Ahora!-grita, al tiempo que deja caer todo su peso sobre los pedales.
En la jauría se ha producido un movimiento general, un replegarse y converger hacia el lugar en el que ha caído el bocadillo. Los ciclistas lo aprovechan para salir, pedaleando con todas sus fuerzas, hacia el lugar en el que la salida de la estación de servicio converge con la carretera. Pero al notar el movimiento de huida, algunos galgos, los más alejados del festín y también-por lo tanto-los más cercanos a María, vuelven hacia ella y persiguen con sus fauces los pies en movimiento, y uno de ellos se queda unido a la bici, con la cabeza describiendo círculos, con los colmillos enredados en los cordones, mientras que otros, con acercamientos rápidos como picotazos, intentan morder las piernas indefensas, cubiertas tan sólo hasta la mitad de los muslos por el pantalón de ciclista.
Entonces María lanza un grito desesperado, un chillido desgarrado y desgarrador, profundamente animal, que estremece a Ginés y Amparo y además tiene la virtud de asustar a los tres animales que todavía la acosaban, que se separan bruscamente de ella y quedan atrás en cuestión de segundos.
Ahora las bicis ya pisan la carretera, ya enfilan la bajada que providencialmente les espera, en dirección a La Capital, ya empiezan a coger velocidad, cada vez más velocidad; y las piernas siguen empujando los pedales con todas sus fuerzas, y nadie se atreve a mirar atrás, y tan sólo Ginés, con la voz deformada por el esfuerzo, le pregunta a María una y otra vez «¿Estás bien? ¿Estás bien? ¿Te han mordido?». Hasta que María, sin dejar de pedalear, abandona su enigmático silencio y dice, con una mezcla de rabia y amargura:
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