– ¿Y por que tiene que ser de incivilizados aullar? Yo lo hago todo el rato.
– Esto únicamente viene a demostrar que tengo razón. De todas formas, se supone que tu eres el que defiende que estas criaturas son tan buenas como nosotros.
– Tan buenas, no: iguales, compatibles.
– Y sexualmente atractivas.
– Eso jamás lo he afirmado -protesto Matt.
– Bueno, pero no se puede negar que lo dabas a entender de una manera implícita. ¿Como, si no, nos habríamos prendado de ellos en un momento de delirio de…? ¿Como lo llamaste?
– ¿Imperialismo reproductivo?
– Exacto, imperialismo reproductivo. ¿Y cual es el otro termino que popularizaste? Todos mis alumnos lo sueltan en los exámenes.
– Flujo genético-respondió.
– Eso, flujo genético. Una expresión muy lograda. Se podría utilizar para un anuncio de Calvin Klein.
– Muy gracioso. ¿Y tu de donde sacaste todo eso de la guerra? Que los cazábamos, que los perseguíamos y que los arrojábamos por los acantilados. Y todas esas tonterías de que comían cerebros. Yo pensaba que todo esto se había acabado en los años cincuenta con Alberto Blanc. ¿De veras lo crees?
– No es que lo crea a pies juntillas -respondió Susan a la defensiva-, pero estoy abierta a creer que es una posibilidad.
– ¿Y las pruebas?
– En este caso no son necesarias. Bastan los indicios. Todos esos orificios en los cráneos…
– Tal vez se puedan explicar de otra manera.
– Si, tal vez los ametrallaron.
Matt busco al camarero con la mirada.
– Matt, ¿me dejas que te haga una pregunta totalmente en serio?
– Adelante.
Susan se quedó un momento callada.
– Cuando vivíamos juntos, ¿tuviste alguna aventura con una chica Neandertal?
Matt se rió. Aquella mujer todavía era capaz de sorprenderlo.
– Ella no quiso tener ninguna aventura conmigo. Me dijo que tenia los brazos demasiado cortos y la frente excesivamente lisa. ¿Por que me lo preguntas?
– Por nada, solo sentía curiosidad. Creía que tu teoría de las relaciones sexuales y el cruce de especies no era mas que una… una extrapolación basada en experiencias personales.
– Comprendo. Igual que la tuya sobre la guerra.
Apareció e] camarero con dos tazas llenas hasta la mitad de café turco; las dejo en la mesa con exagerada lentitud y no se fue hasta que las coloco con las asas a la derecha. Susan se quedó callada hasta que se hubo ido. Luego, con cara de asombro, dijo:
– Homo sapiens sapiens. ¿Sabes?, siempre me he preguntado por que nos hemos clasificado de sapiens sapiens.
– La respuesta es muy sencilla.
– ¿Ah si?
– Tu misma lo has dicho. Somos nosotros los que nos hemos autodenominado así.
– Que arrogancia la nuestra.
– ¿Pues como nos denominarías tu?
– ¿Que te parece algo así como Homo duplicitous? -Reflexiono un momento-. De hecho, el que mejor cuadra con la mayoría de los hombres que conozco ya ha sido utilizado: Homo erectus. ¿Que te parece?
– ¿Que me parece? Los juegos de palabras tan simples no me parecen muy divertidos.
– A mi tampoco.
El tono de su voz era ahora muy serio. Matt se la quedó mirando y comprobó que no sonreía. Su piel, en contraste con el escotadísimo vestido de algodón blanco que llevaba puesto, parecía muy oscura. Matt sabia que no usaba sostenes. Miro su mano, apoyada en la mesa, y de pronto sintió el impulso de cogérsela, pero Susan la retiro.
– Se esta haciendo tarde; deberíamos irnos -dijo.
Y regresaron en silencio al hotel.
La puerta estaba cerrada y tuvieron que llamar al timbre un buen rato. Al final acudió a abrirles un muchacho con un holgado camisón blanco. Las llaves de sus habitaciones, que eran de bronce y pesaban mucho, estaban atadas a un trozo de madera, una al lado de la otra. Subieron las escaleras sin decir ni una palabra. En el pasillo introdujeron a la vez las llaves en la cerradura y luego se miraron; la coincidencia les hizo sonreír.
La habitación de Susan era de reducidas dimensiones y desangelada. Había una lámpara cuya pantalla estaba agujereada y que dibujaba sombras en las paredes.
Se acercó al armario y lo abrió. Dentro había un espejo de cuerpo entero. Miro su imagen reflejada y se sorprendió.
En su rostro había una cierta tristeza pero a pesar de todo seguía siendo guapa. Se quitó el vestido de algodón por la cabeza. Tenia una piel tersa y sus pechos todavía eran firmes. Dejo caer las bragas hasta los tobillos y se las quito. Se irguió y miró su cuerpo desnudo en el espejo.
Se quitó los zapatos dando unas sacudidas con los pies, se tendió en la cama y se quedó mirando fijamente el techó.
Sintió una sensación de mareo y cerró los ojos. Abrió un poco las piernas, despacio, y empezó a acariciarse el vientre con la punta de los dedos. Oía la voz de Matt que grababa los acontecimientos del día en el magnetófono. ¿Que debía contar de ella?
Le parecía que la habitación daba vueltas a su alrededor.
Veía con claridad ciertas cosas -una grieta en el techó, el pomo de una puerta, un zapato volcado-, pero ninguna le servía para dominar la angustia ni para hacer que se sintiera segura. Abrió los ojos y levantó la cabeza hasta que las cosas dejaron de moverse. Volvió a tenderse y se relajo. Bajo la mano un poco mas, dibujando círculos muy lentamente, y cerró los ojos de nuevo.
De pronto oyó un frufrú y un ruidito sordo en la puerta.
Levantó la cabeza y vio que habían dejado un sobre.
Salto de la cama, se puso el vestido y abrió la puerta. El pasillo estaba vació. Rompió el sobre y sintió una punzada al reconocer aquella letra de trazos largos y enérgicos que resultaba tan difícil de leer.
Van halló un buen sitio, una ‹‹zona segura››, como habría dicho Eagleton. El sol de la mañana había calentado ya el papel alquitranado del tejado del hotel. Van estaba escondido detrás de la chimenea y nadie podía verlo. Dio una vuelta en cuclillas por una esquina con la finalidad de examinar la puertecita que había al otro lado del tejado. En el cielo solo había unos cirro-cúmulos que se desplazaban hacia el este y que no interferirían en la transmisión.
Abrió la mochila y saco una caja negra, tiro de los pestillos que tenia a los lados y levantó la tapa. El teclado estaba sucio de todos los dedos que lo habían utilizado antes que el. Era característico de aquella gente endosarle un ordenador portátil de segunda mano; ni siquiera le habían dado el ultimo modelo, que pesaba unos dos kilos menos que aquel.
Lo encendió, inclino la pantalla de microondas cara abajo formando un ángulo de cuarenta y cinco grados, tecleo CTERM con el fin de cargar el programa y selecciono la opción ROI para conectar con el satélite Región Oceánica India, uno de los cuatro que daban vueltas alrededor de la tierra. La barra indicadora de la intensidad de señal recorrió la pantalla: 14,8, la mas alta que había visto; introdujo el disco y tecleo su código de identificación de nueve dígitos. Mas letras. Se oyó un ligero zumbido, seguido de un prolongado silencio, que indicaba que las ondas habían emprendido el rastreo a través del espacio; espero el mágico apretón de manos que tendría lugar mas arriba de la estratosfera. Era curioso como durante aquellos instantes de espera siempre sentía una tensión soterrada. Cuando utilizaba la radio o el teléfono era muy distinto. Aquello debía de tener algo que ver con la enorme distancia espacial que recorrían los impulsos electrónicos, una distancia que el no había recorrido jamás en toda su vida. Volvió a sentir el antiguo deseo de encender un pitillo.
Mientras desayunaban, Van había detectado una cierta suspicacia en Matt y en Susan. No es que hubieran dicho o hecho algo que se lo hubiera dado a entender; de hecho, fueron mas bien sus esfuerzos por aparentar naturalidad, por ser amables, incluso, los que le pusieron en alerta. Era un zorro viejo a la hora de interpretar gestos minúsculos y de leer el lenguaje del cuerpo. En un momento dado los pillo intercambiando una mirada significativa. Se preguntó sin excesivo interés si finalmente se habrían acostado juntos. La verdad es que estaban hechos el uno para el otro: los dos eran tan incorregiblemente perfectos.
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