John Darnton - Experimento

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Un cadáver mutilado, sin rostro ni huellas dactilares ha aparecido en extrañas circunstancias… Un thriller de máxima actualidad sobre la clonación y la manipulación genética, donde se mezcla la ciencia más avanzada con el suspense más estremecedor.

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Desde el vestíbulo de la biblioteca, Jude había llamado a Richie Osner, el experto en informática del periódico que, cuando le daba la gana, era capaz de introducirse en cualquier sistema. Le dio el nombre del juez, salió a tomar un café y dar una vuelta y, cuando regresó, miró su correo electrónico. Osner había estado a la altura de su prestigio.

Jude repasó los registros a los que su compañero había logrado acceder. Entre ellos había tres meses de recibos de la tarjeta de crédito del juez que lo retrataban como a un hombre muy gastador, aficionado al ala delta y a los coches de carreras. Por su selección de libros y discos compactos parecía un amante de los bestsellers y de la música de cabaret. En su expediente como conductor no aparecía ninguna multa, lo cual no era sorprendente, teniendo en cuenta la poca afición que tenían los agentes de tráfico a multar a los coches que llevaban matrícula judicial. Había incluso una lista de las medicinas que le habían recetado a Reilly: diversos antibióticos, una dosis mensual de Pravachol, un medicamento para bajar el colesterol, y algo llamado Depakote. Jude tomó nota mental de que debía indagar qué clase de medicina era aquella.

Es tremendo, se dijo, lo mucho que hoy en día se puede averiguar sobre una persona con sólo sentarse ante un ordenador.

Y, lo más importante de todo, Osner había conseguido también las señas del domicilio del juez.

Jude encontró la dirección en una calle sin salida de los barrios residenciales de Tylerville. La casa del juez era la última de la calle, y formaba parte de una sucesión de residencias ostentosas que se valían de una mezcla de muros de piedra y macizos vegetales para evitar las miradas indiscretas del exterior. No pudo averiguar hasta qué punto era lujosa la mansión del juez, ya que ésta se hallaba rodeada por un muro encalado de tres metros de altura coronado por baldosas rojas. Jude no entendía cómo Reilly vivía en una mansión como aquélla con el sueldo de juez.

Colocados a intervalos estratégicos sobre la verde pradera junto al muro, se veían varios letreros de un servicio privado de vigilancia donde aparecía un pastor alemán agazapado, como a punto de saltar. En el muro había una gran puerta metálica, y junto a ella, metido en una especie de casilla de un palmo de alto, un timbre eléctrico.

Por un momento, pensó en llamar. Qué demonios, podía hacer ver que buscaba a alguien o que se había perdido. O incluso, olvidando toda cautela, podía pedir que el juez le recibiera y preguntarle directamente por qué se había puesto tan nervioso al verlo a él en la sala de audiencias. Sin embargo, un nuevo vistazo a los carteles del pastor alemán le hizo comprender que aquellas opciones no eran viables.

Calle abajo, por donde Jude había llegado, había tres hombres junto a un montón de tierra y cascotes resultado del agujero que acababan de cavar. El anagrama de un camión estacionado en las proximidades parecía indicar que los hombres trabajaban para la compañía de agua de la ciudad. Los tres obreros estaban fumando un cigarrillo, y no dejaban de mirar en su dirección; al periodista no le pareció detectar en ellos hostilidad, sino simple curiosidad.

Se acercó y, con la práctica adquirida durante su experiencia como reportero, se puso a charlar con ellos hasta que uno, el que con más insistencia lo había mirado, le preguntó si era detective. Una pregunta interesante. ¿Por qué habría supuesto el hombre tal cosa?

– No, no soy policía, sino reportero del Mirror. ¿Por qué pensó que podía ser un detective?

La respuesta le dejó de piedra, y constituyó también el único avance significativo que había logrado realizar en todo el día. Al darle la información, el obrero asumió la expectante actitud de quien se dispone a dar una noticia sorprendente.

– Bueno, desde hace unos días, por aquí no dejan de desfilar policías. Desde que encontraron el cadáver aquel en el vertedero. Por lo visto, el difunto llevaba una camisa roja. Días antes, nosotros vimos a un hombre con camisa roja merodeando por estos alrededores. Daba la sensación de que, lo mismo que usted, el tipo pretendía entrar en la casa del juez.

Tras cruzar el puente de la avenida Willis, Jude se desvió al carril derecho, y el coche con el faro mal reglado hizo lo mismo. Otros vehículos seguían el mismo camino, pero tener compañía no hizo que Jude se sintiera menos nervioso.

No te inquietes. ¿Por qué estás tan seguro de que el tipo te sigue?

Jude trató de tranquilizarse diciéndose que, a fin de cuentas, se hallaba en una vía urbana muy concurrida. El atajo por el que había tomado distaba de ser un secreto. ¿Qué te crees? ¿Que tú eres el único que lo conoce?

Hacía rato, se había detenido en una zona de descanso de la autopista para llamar a su casa y averiguar cómo seguía Skyler. La señal de llamada sonó tres veces, y Jude ya se disponía a colgar cuando oyó la voz de Tizzie. Aquello no lo había previsto. ¿Qué demonios estaba haciendo Tizzie en el apartamento?

A juzgar al menos por la voz, la joven parecía trastornada, confusa, incapaz de entender lo que ocurría. Lo cual, se dijo Jude, era lógico. ¿Cómo se habría sentido él si un buen día hubiese pasado por el apartamento de Tizzie y allí hubiera encontrado a una mujer que era su doble exacta? Era una situación propia de Dimensión desconocida. No pudo tranquilizar a Tizzie, pues él mismo estaba hecho un lío a causa de los acontecimientos del día: la reacción del juez al verlo, y luego la bomba que le había soltado el empleado del agua. Trató de explicarle lo mejor que pudo que Skyler había aparecido ante él como surgiendo de la nada, que el hombre necesitaba ayuda, que los dos estaban decididos a llegar hasta el fondo de aquel misterio. Antes de colgar, murmuró algo en el sentido de que ya le daría más explicaciones cuando llegara a casa.

A la altura del letrero que anunciaba la salida de la calle Setenta y uno, el coche seguía pegado a su cola. Accionó el intermitente de la derecha, miró el retrovisor y el corazón le dio un brinco. El otro coche también había puesto el intermitente. De pronto, notó que le sudaba la mano que mantenía sobre el volante. Miró de nuevo el retrovisor. El coche lo seguía a unos siete metros, y su señal de intermitencia era como un brillante parpadeo ambarino en la oscuridad. La salida estaba cada vez más cerca y Jude sólo disponía de unos instantes para tomar una decisión. En el último momento, giró bruscamente el volante hacia la izquierda. La rueda delantera derecha rodó sobre el pequeño bordillo divisorio y el coche volvió a la autopista. En el retrovisor, vio que el coche de detrás hacía lo mismo. Su piloto intermitente se apagó. Sigue pegado a mi cola.

Ahora Jude se sentía realmente atemorizado. No cabía duda de que lo seguían. Pisó a fondo el acelerador y sintió que la inercia lo empujaba contra el asiento. Y conducía tan de prisa que no se atrevía a apartar los ojos de lo que tenía delante para verificar si el otro vehículo continuaba tras él. Frente a sí había dos coches, uno en cada carril; rebasó a uno de ellos, se colocó junto al otro y aceleró a fondo dejando atrás a ambos vehículos. Echó un breve vistazo al retrovisor, pero vio en él tantas luces y tanto movimiento que no supo a ciencia cierta si el coche con el faro mal reglado lo seguía.

A los pocos momentos llegó a la siguiente salida, la de la calle Sesenta y tres. Giró bruscamente hacia la derecha, haciendo que el coche coleara, y aceleró a fondo. Al final de la calle se detuvo ante un semáforo en rojo y luego siguió por la Primera Avenida. Acompasó su velocidad al ritmo de los semáforos y, a setenta kilómetros por hora, llegó a la calle Setenta y cinco. En ella giró a la izquierda y recorrió dos manzanas hasta encontrar un hueco de aparcamiento frente a su edificio. Estacionó, apagó las luces y se quedó a la espera. Nada. Aguardó un poco más.

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