John Darnton - Experimento
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Fue hasta el lado derecho de la cama, se metió dentro de ella y se cubrió con la sábana hasta la barbilla. Notó el fresco tacto del algodón sobre la piel. Estiró las piernas y miró al hombre que dormía a su lado en la penumbra. Estaba vuelto hacia el otro lado, por lo que sólo podía verle la espalda. Incluso en reposo, los músculos de aquella espalda parecían fuertes, viriles. Tizzie se arrimó a Jude, le puso un brazo en torno al cuerpo, los pechos contra la espalda y las piernas entre las de él. Quedaron como dos cucharas en el interior del cajón de los cubiertos.
Jude se removió profundamente dormido. Tizzie se apretó aún más contra él. Alzó una pierna y la reposó sobre el muslo de Jude, que estaba sorprendentemente cálido. La joven sintió de nuevo aquella extraña mezcla de amor maternal y carnal. Él volvió a agitarse en sueños. Luego su respiración se acompasó y Tizzie se separó de él retirándose a su lado de la cama.
Se dijo que probablemente estaba soñando. Ociosamente, se preguntó qué se sentiría haciendo el amor con alguien que estaba soñando que hacía el amor. Luego giró sobre sí misma y se quedó de costado, con el extremo de la sábana hecho un reguño bajo la barbilla. Poco a poco, fue quedándose dormida.
Un rato más tarde -como estaba adormilada, no le fue posible calcular cuánto tiempo había transcurrido-, sonó el timbre del teléfono, que repicaba sobre la mesilla más próxima a ella. ¿Por qué no contestaba Jude? Contrariada por el hecho de que hubieran interrumpido su siesta, alargó una mano y descolgó. ¿Quién demonios llamaría a aquellas horas? Se incorporó sobre un codo y se llevó el receptor a la oreja. De una forma vaga, se dio cuenta de que el cuerpo que descansaba a su lado se removía, saliendo de las profundidades del sueño.
– Dígame -contestó.
La familiar voz que sonó al teléfono hizo que se despabilase por completo.
– ¿Tizzie? -preguntó Jude-. ¿Qué estás haciendo ahí? -Como la joven no respondió inmediatamente, él dijo-: Soy yo. Jude. ¿Eres tú, Tizzie?
– Sí -repuso ella con un hilillo de voz y mirando al hombre tendido a su lado que, ya despierto, la miraba con los ojos muy abiertos.
Ver a Jude allí y escuchar al mismo tiempo su voz por el teléfono resultaba tan inconcebible que el asombro la había dejado muda.
– Tizzie -siguió la voz telefónica-. A estas alturas ya debes de haberlo visto. Comprendo que estarás hecha un lío y te costará creer lo que sucede.
Al fin ella logró articular unas palabras.
– Y que lo digas -murmuró.
Jude no estaba seguro de cuándo se había dado cuenta de que unos faros lo seguían. Recapitulando, se dijo que fue en el South Bronx, cuando se apartó de Major Deegan para enfilar el puente de la avenida Willis, un atajo que le ahorraría tres dólares y medio en peaje, pero que también suponía circular un rato por calles apartadas.
En realidad, no había prestado mucha atención porque se hallaba absorto en sus pensamientos, dándole vueltas y más vueltas al rompecabezas con el que se enfrentaba. Lo mirase como lo mirase, no lograba encontrarle el menor sentido a todo aquello. Hacía unas horas, se había dirigido a New Paltz con el nombre de un difunto como única información, y sospechando únicamente que el asesinado tenía alguna relación con la gente con la que estaba implicado Skyler. Ignoraba lo que podía encontrar, pero había albergado la esperanza de que, investigando en el pasado de la víctima, tal vez averiguaría algo o encontraría alguna pista que le permitiera seguir las indagaciones. ¿Y qué había sucedido? Que regresaba a Nueva York sintiéndose aún más confuso que al principio. Resultaba que el muerto, a fin de cuentas, no estaba muerto, sino vivito y coleando y que, además, era un juez famoso. Entonces… ¿quién era el hombre al que asesinaron y mutilaron? ¿Y por qué su ADN era idéntico al del juez? Y, el mayor de los misterios, ¿por qué el juez -al que Jude no había visto en su vida- se mostró tan inquieto al verlo entrar en la sala de audiencias? Este último enigma era especialmente desconcertante y resultaba una prueba más de que Jude se estaba metiendo de cabeza en una extraña trama de la que no sabía absolutamente nada. Era como si uno entrase en un cine con la película por la mitad… y se encontrase con su propia cara proyectada en la pantalla.
Jude había invertido el resto del día en tratar de desentrañar el misterio. Volvió a consultar con McNichol, quien se sintió doblemente molesto por aquella segunda intrusión. Jude no deseaba incomodar al temperamental forense, no fuera a ser que se negase a hacerle el pequeño favor que le había pedido. Sólo le preguntó lo suficiente para cerciorarse de que McNichol estaba seguro al ciento por ciento de los resultados del análisis de ADN de la víctima.
– Mire -le había dicho el forense-, es imposible que hubiera una equivocación. Algunas de las identificaciones son parciales u ofrecen dudas, pero ésta no. Ésta estaba clara como el agua.
Después Jude decidió investigar al juez. Se dirigió a la biblioteca local, se instaló con su ordenador en el «área de trabajo informático» y conectó con Nexis para obtener el expediente computerizado de recortes de prensa. Le sorprendió lo voluminoso que era, tratándose de alguien tan joven como el juez, que no debía de tener más de treinta años, la misma edad que Jude. Había numerosos artículos acerca de los diversos casos que Reilly había juzgado. El hombre parecía tener el don de acaparar los asuntos importantes que se producían en la parte norte del estado. Había casos de abuso sexual, demandas referidas a asuntos de jurisdicciones escolares, reclamaciones por impago de impuestos, e incluso una demanda por unos implantes de pecho de silicona. Encontró unas cuantas reseñas aparecidas en la prensa local, entre ellas una firmada por Gloria, y lamentó más que nunca que la relación con ella se hubiese agriado antes siquiera de comenzar. La reportera podría haberle sido útil.
Sacó su cuaderno y comenzó a anotar los detalles: nombres de sociedades a las que el juez pertenecía, como la Lions, la Rotarians y la Association Century de Nueva York; organizaciones judiciales como el Colegio de Abogados norteamericano y el Colegio de Abogados de Ulster County; y varias organizaciones cívicas, como el Grupo de Conservación del valle del Hudson, el Consejo para la Mejora de los Hospitales de Poughkeepsie, y Los Amigos de la Organización de Investigaciones Neurológicas de Nueva York. Había artículos de la sección de Sociedad, y fotos tomadas en fiestas y reuniones sociales. En una de las imágenes más claras aparecía un sonriente «Juez Joseph P. Reilly, junto a su esposa, durante la gala del Sagrado Corazón en beneficio de los disminuidos físicos». Copió la foto en su ordenador y luego la imprimió. Había incluso un breve artículo publicado por el New York Times el 2 de junio de 1998, con ocasión del ingreso del juez en un grupo llamado Comité de Jóvenes Dirigentes en pro de la Ciencia y la Tecnología en el Nuevo Milenio, que el periódico describía como una asociación de «personalidades destacadas menores de treinta y cinco años, procedentes del mundo de los negocios, la ley, la ciencia y la política», cuyo propósito manifiesto era «abrir las puertas a la innovación científica y marcar las prioridades tecnológicas para el próximo siglo».
Nuestro juez pueblerino está resultando ser un pez gordo, se dijo Jude.
Jude miró el retrovisor. Los faros que llevaban un buen rato siguiéndolo por Deegan -y que eran inconfundibles debido a que uno de ellos estaba un poco alto y lo deslumbraba ligeramente- efectuaron el mismo giro que él. Cuando Jude se detuvo ante un semáforo, el otro coche también se detuvo, aunque manteniendo una separación de más de diez metros. En las proximidades no se veía ningún otro coche. Inconscientemente, Jude reparó en ello, pero apenas le dio importancia, pues seguía enfrascado en el recuerdo de lo ocurrido durante la tarde.
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