John Darnton - Experimento

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Un cadáver mutilado, sin rostro ni huellas dactilares ha aparecido en extrañas circunstancias… Un thriller de máxima actualidad sobre la clonación y la manipulación genética, donde se mezcla la ciencia más avanzada con el suspense más estremecedor.

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Mencionó las muertes de Raisin y Patrick, pero no entró en detalles, y no hizo la menor alusión a la muerte de Julia. Julia era suya y sólo suya. El amor que durante tanto tiempo había marcado su vida era algo personal e intransferible. No podía compartir con nadie el profundísimo dolor que le produjo la pérdida de Julia.

A Jude le costó un esfuerzo permanecer callado hasta que Skyler concluyó su relato, pues en la cabeza se le arremolinaban las preguntas. Pero ahora que ya estaba al corriente de los hechos básicos, le costaba romper su silencio. Se había llenado el vaso tres veces, y la agitación que lo había dominado desde el momento en que encontró a Skyler bajo la escalera ya había pasado. Se sentía más que un poco mareado y sus pensamientos no eran del todo coherentes.

– ¿Qué clase de hombre era ese tal Rincón?

– Un semidiós -respondió Skyler, pues había oído aquella palabra en la televisión y le pareció que era el término adecuado.

– ¿Alguna vez lo viste?

– No. Vino en una ocasión a la isla, pero no nos dejaron verlo.

Jude dio otro largo trago de whisky.

– O sea que nunca has estado en Arizona, ¿verdad?

El desconcierto que expresaban los ojos de Skyler fue suficiente respuesta.

– ¿No recuerdas si, de muy niño, jugaste en las galerías de una mina abandonada?

– No, no recuerdo nada de eso.

– ¿Y el desierto? ¿Un lugar que de día era muy caluroso y de noche muy frío?

– Sólo me acuerdo de la isla. Estoy seguro de que fue en ella donde pasé toda mi niñez.

– ¿Alguien te dijo alguna vez que tenías un hermano?

– No -respondió Skyler. Hizo una pausa y preguntó-. ¿Crees que somos hermanos?

En vez de contestar, Jude hizo una nueva pregunta:

– ¿Cómo es posible que no conocieras a tus padres y que no sepas nada sobre ellos? ¿No será que lo has olvidado?

– Uno no puede olvidar lo que nunca ha sabido. Lo cierto y verdad es que a todos nosotros nos criaron… Resulta difícil explicarlo. Los jiminis teníamos la sensación de que todos los adultos de la isla eran algo así como nuestros padres. De que todos ellos se ocupaban de velar por nosotros.

– ¿Y todos eran médicos?

– Todos no, pero muchos sí.

– Parece como si el sitio fuera una gran institución clínica. ¿Podía tratarse de algún tipo de centro médico?

– No sé a qué te refieres. La isla era, simplemente, el lugar en el que crecimos. Los mayores cuidaban de nosotros con esmero, y cuando surgía algún problema inmediatamente se ponían los medios para solucionarlo.

– Pero no os querían.

– Yo creía que sí, pues, de lo contrario, ¿por qué iban a cuidar tan bien de nosotros? Pero ya he dejado de creerlo.

Jude, sin saber qué decir, apuró de un trago el contenido de su vaso.

– Cuéntame más cosas acerca de esos ordenanzas, de los tipos que os vigilaban.

– Tú ya los has visto -respondió Skyler.

Jude comprendió inmediatamente a quién se refería. Al menos resultaba un pequeño alivio tener la certeza de que su paranoia tenía una firme base de realidad.

– ¿Te refieres al tipo del mechón blanco? -preguntó, y Skyler asintió con la cabeza-. Pero has hablado en plural. ¿Hay más de uno?

– Hay tres.

– ¿Tres?

– Sí, y se parecen muchísimo. Sólo es posible distinguirlos por el mechón blanco. Los tres lo tienen distinto.

Así que aquélla era la explicación del enigma, se dijo Jude. Así era como el tipo del metro había logrado adelantársele. Eran dos hombres en vez de uno. Pero… ¿tres? Clavó la mirada en Skyler.

– ¿Tres tipos iguales? ¿Trillizos idénticos? No sabía que existieran.

– No sé si son idénticos. Se parecen mucho, pero uno termina distinguiéndolos -explicó Skyler, y se encogió de hombros, como dando el asunto por zanjado.

– Cristo bendito.

Skyler lo miró con extrañeza.

– ¿Por qué no dejas de mencionar a Cristo? -preguntó.

– ¿A qué viene esa pregunta?

– Me extraña lo mucho que lo repites.

– Lo repito lo que me da la gana, y esta noche me da la gana de repetirlo muchas veces.

– Comprendo.

Jude se levantó, se dirigió a la sala y rebuscó en los estantes de su librería. Minutos más tarde regresó a la cocina y dejó sobre la mesa el voluminoso atlas que traía bajo un brazo.

– Muy bien, dices que creciste en una isla. A ver si conseguimos situarla. Fuiste a parar a Valdosta, ¿no? Eso está en Georgia.

Tras consultar el índice del atlas, lo abrió por las páginas que correspondían a la parte sur de Estados Unidos. Siguió con el dedo la línea de la costa, y se le cayó el alma a los pies al advertir la cantidad de islas existentes en la zona. Las había a docenas, y los islotes menores ni siquiera tenían nombres o, si los tenían, no figuraban en aquel mapa.

– Veamos… Valdosta… Valdosta… Aquí está.

Le sorprendió lo lejos de la costa que estaba la ciudad.

– ¿Cómo era el avión en que te fugaste?

Skyler evocó sus recuerdos: la cabina con los cuatro asientos, la gorra de béisbol del piloto, los diales con agujas fluctuantes, los números luminosos…

– Pequeño. Rojo y blanco.

– ¿De hélice o a reacción? -preguntó Jude con un punto de exasperación.

Skyler hizo un gesto de ignorancia.

– Ya sé lo que vas a decir ahora -afirmó.

– ¿Qué?

– Cristo.

– Muy gracioso. Apenas llevas aquí una hora y ya crees que me conoces.

Quince minutos más tarde, Jude decidió darse por vencido, al menos de momento. Había deducido que la isla debía de hallarse en las costas de Florida, Georgia, Carolina del Sur o, como máximo, Carolina del Norte. El número de islas existente en aquella parte del litoral norteamericano era apabullante. Además, Jude sabía que el atlas era incompleto y que en él se omitían infinidad de pequeños islotes. Él había estado en Pawley Island, frente a las costas de Carolina del Sur, e hizo una excursión en bote con un pescador local. Recordaba bien lo mucho que le sorprendió la cantidad de minúsculos islotes que salpicaban las aguas de las marismas.

Skyler no le había dado ni una sola pista. Lo único que sabía decir era que el avión lo había depositado en aquella pequeña ciudad de Georgia. Ni siquiera sabía cuánto había durado el vuelo, pues se había pasado casi todo el trayecto dormido, lo cual era tan absurdo que Jude se sentía inclinado a creerlo. El periodista se proponía conseguir información sobre la capacidad de los depósitos de combustible de distintos tipos de avioneta, y sobre la autonomía de vuelo de cada uno de los aparatos. Eso le permitiría trazar el radio máximo de la distancia recorrida. Con ello lograría al menos reducir la búsqueda de posibles candidatos a una zona de… ¿Cuánto? Quizá ochocientos kilómetros, aunque, para conseguir tal propósito, necesitaría disponer de más datos. Y, mientras tanto, debía decidir qué hacía con Skyler, quien parecía temer incluso por su vida.

– Esos tipos… ¿cómo los has llamado? Ordenanzas. Es un nombre muy peculiar, a saber a qué viene. Hace un momento has comentado que eran brutales. ¿Qué has querido decir?

– Simplemente eso. Los ordenanzas se ocupaban de nosotros. Cuando éramos pequeños, se mostraban cariñosos. Nosotros los teníamos por una especie de hermanos mayores. Pero más adelante me di cuenta de que los ordenanzas nos mantenían en la isla a la fuerza, y de que si intentábamos irnos de allí, nos perseguirían.

– ¿Para haceros qué? ¿Serían capaces de mataros?

– No lo sé.

– ¿Y para qué supones que te persiguen ahora? ¿Crees que quieren matarte?

Skyler se encogió de hombros y asintió con la cabeza.

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