John Darnton - Experimento
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Una de las alas descendió, el panorama cambió y Skyler pudo ver una inmensa extensión azul salpicada de motas blancas. Así que aquél era el aspecto que tenía el océano visto desde arriba. El joven se sentía dominado por una mezcla de temor y pasmo. Por el rabillo del ojo entrevió a un lado una masa verde que tardó unos momentos en identificar como tierra: sí, allí estaban las copas de los árboles, subiendo y bajando como los pliegues de una manta y, rodeándolas, las marismas. Era la isla, su pequeña isla. Y de pronto comprendió con un sobresalto casi doloroso que ya había dejado atrás su mundo. Se dirigía hacia el «otro lado», hacia una tierra que sólo conocía a través de la radio y de las historias de Kuta. Iba camino de Babilonia, como Baptiste la llamaba en sus diatribas contra la obsesión de Norteamérica por la religión y la superstición.
La idea le produjo un efecto euforizante y durante un buen rato el peligro y la anticipación lo mantuvieron despierto, pero luego, poco a poco, el agotamiento lo fue ganando. Bajó la cabeza, se cubrió de nuevo con la lona y se acurrucó en el reducido espacio. El zumbido del motor y los suaves vaivenes del aparato lo hicieron adormecerse, y el sueño le hizo perderse el viaje más importante de su vida.
CAPÍTULO 10
Jude se llevó una alegría cuando, a la mañana siguiente, Tizzie lo llamó para decirle que le había gustado su artículo. Como muchos periodistas, él decía menospreciar su profesión. No estaba bien visto mostrar idealismo hacia nada, y menos aún hacia el Mitror. Pero por dentro el sentimiento era distinto. Jude creía que los periódicos trataban de cumplir una saludable función social y que, de cuando en cuando, incluso lo conseguían.
– En primer lugar, has reproducido los datos con exactitud, lo cual tiene su mérito -dijo la joven-. Y, además, tu estilo me gusta. Directo y al grano, sin andarte por las ramas.
– Bueno, a ti te gusta mi estilo y a mí me gusta el tuyo. La cosa no va mal.
Antes de que ella colgase, Jude hizo acopio de valor y la invitó a cenar. Para su sorpresa, tras una breve vacilación, ella aceptó. Y así empezó la relación entre ambos. Ahora los dos caminaban por el paseo marítimo entarimado de Brighton Beach. Por un lado, las olas batían contra la parda arena, y por el otro, se veía una mezcolanza de tiendas de todo tipo: puestos de souvenirs, pastelerías rusas, locales de comida basura. Y, además, infinidad de personas, en su mayoría de edad avanzada, que tomaban el sol o charlaban en una docena de idiomas distintos. Jude y Tizzie acababan de almorzar en Primorsky, un restaurante ruso que se alzaba a la sombra del tren elevado, y que era uno de los lugares favoritos de Jude. En cuanto uno ponía el pie en él, todo le recordaba a Moscú: desde las botellas de vodka sin tapón y las ensaladas de remolacha hasta los cabellos cardados y las indumentarias chillonas de las rechonchas mujeres. Primorsky nunca defraudaba.
Estrictamente hablando, aquello no era una cita, sino más bien una tarde de domingo que ambos habían decidido pasar juntos. Sólo se conocían desde hacía una semana. Tizzie nunca había estado en Brighton Beach y Jude, que conocía bien la zona debido a una serie de reportajes que había publicado el Mirror acerca de la mafia rusa, se había ofrecido a hacer de cicerone.
Estaban sentados uno al lado del otro en un banco. Tizzie tenía la mirada perdida en el océano.
– Esto ayuda a ver las cosas en perspectiva, ¿no te parece? -preguntó ella indicando el océano con leve movimiento de cabeza.
– ¿A qué te refieres?
– Pues a todo. El trabajo, el amor, los padres, los amigos, la capa de ozono.
Como ya le había ocurrido anteriormente en varias ocasiones, a Jude le resultó difícil entender las palabras de la joven.
– ¿Estás preocupada por algo? -preguntó.
– No -dijo ella. Y luego se corrigió-: Bueno, sí.
– Cuenta.
– No hay mucho que contar. Se trata de mis padres. Son mayores y están delicados de salud, sobre todo mi padre. Me resulta muy doloroso porque durante toda la vida había pensado que siempre los tendría junto a mí.
Jude asintió con la cabeza y, como su compañera, él también quedó con la vista en el mar. Las gaviotas planeaban en lo alto y el aire olía fuertemente a sal.
– Por eso tuve que irme el otro día, cuando me estabas entrevistando. Trataba de conseguir asistencia médica para ellos, pero por conferencia telefónica resulta difícil.
– ¿Dónde viven tus padres?
– En Wisconsin. En una ciudad llamada White Fish Bay que se encuentra en las proximidades de Milwaukee. Un sitio precioso, con praderas verdes y casas blancas de madera. Me encantó pasar allí la infancia. Soy hija de los barrios residenciales. Tuve la típica niñez idílica norteamericana.
– Lo dices con sarcasmo.
Tizzie se echó a reír.
– Esto no es justo -dijo-. Tú ya me has entrevistado y sabes un montón de cosas acerca de mí, mientras que yo apenas sé nada acerca de ti.
– No hay gran cosa que saber.
– De todas maneras, cuéntame -le pidió ella colocando una mano sobre la de él-. Explícame, por ejemplo, cómo fue que te pusieron ese nombre tan raro. ¿De dónde se lo sacaron tus padres?
Él hizo una breve pausa pensando en contestar con una broma, pero no se le ocurrió ninguna.
– Aunque te parezca extraño -dijo-, no lo sé. Y no puedo preguntarles a ellos -añadió al tiempo que ella lo miraba con extrañeza-. Los dos han muerto.
Tizzie le puso la mano sobre el brazo.
– Lo lamento. ¿Cómo sucedió? ¿Qué edad tenías cuando murieron?
Jude tomó aliento y comenzó a contar. Y, para su sorpresa, le resultaba sorprendentemente fácil hablarle a la joven de su vida. Al principio lo hizo con voz neutra, excluyendo voluntariamente todo sentimentalismo, eludiendo la autocompasión; pero poco a poco fue poniendo en el relato más ardor. Le contó la historia de su vida y le explicó también cómo se había sentido él en cada momento. Le habló de su peculiar infancia, y de sus primeros años en Arizona. Sus padres -y de esto él sólo tenía un vaguísimo recuerdo- eran miembros de una especie de secta que tenía su sede en las montañas del desierto. Corrían los años sesenta, y por entonces aquel tipo de cosas era frecuente.
Tizzie asintió con la cabeza y Jude le contó que sus padres se habían conocido allí.
– Me dijeron, aunque no sé quién, y quizá sólo lo haya imaginado, pero creo que es cierto, que mis padres contrajeron matrimonio en la casa del cabecilla de la secta. Supongo que era uno de esos tipos que querían construir una sociedad perfecta lejos del mundanal ruido, pero terminó gobernando su secta como un tirano enloquecido. El caso es que nací allí. Luego murió mi madre. Creo que fue por causas naturales, aunque no conozco los detalles.
– ¿Qué edad tenías tú por entonces?
– Como cinco años. No recuerdo a mi madre. Ni siquiera su rostro, y tampoco tengo fotos de ella.
Jude miró a su compañera y luego volvió la vista hacia el mar. Así le resultaba más fácil hablar.
– Lo más extraño es que yo trataba con todas mis fuerzas de recordar su rostro. Y cuando lo hacía, hace ya años que he dejado de intentarlo, no lograba evocar ninguna imagen suya. Pero en ocasiones recordaba una fragancia. O, más que una fragancia, un olor. Y, aunque resulte extraño, ese olor no era bueno, sino fuerte, acre. Como de antiséptico.
En este punto, Tizzie le puso una mano en el antebrazo.
– El caso es que mi padre se fue de la secta -continuó Jude-. No sé qué sucedió exactamente, pero probablemente él se sintió enormemente afectado por la pérdida de su compañera… Al menos, eso es lo que siempre he creído. Es lógico suponerlo, si él sentía afecto por mi madre. Y supongo que lo sentía, aunque el matrimonio fuera acordado por otros. Nos trasladamos a Phoenix. Y luego mi padre también murió, en un accidente de automóvil. En un cruce de carreteras, su coche chocó con otro cuyo conductor iba borracho.
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