Era la víspera de la fiesta de Todos los Santos, la imagen que lo representaba.
En la mente de Blaine quedó firmemente expuesta aquella idea, rodeada de un horror extrahumano, como si hubiera sido añadida al paso inacabable de un film de ideas. La víspera de Todos los Santos, la suave noche de fin de octubre, con sus montones de hojas de árboles humeando en las calles de las poblaciones, alumbradas por las luces callejeras o la gran iluminación natural del plenilunio, por encima de las copas desnudas de los árboles, con una luna más grande de lo que jamás había recordado, como si quisiera aproximarse más a la Tierra para espiar y divertirse con el espectáculo. Un coro de voces chillonas, agudas y excitadas, corrían a lo largo de las calles, llenándolo todo con su parloteo y el animado conjunto de sus bailes y danzas, y sus correteos de nerviosos pies, yendo de un lado a otro, mientras que los grupos vestidos de hadas o duendes de los bosques hacían su alegre ronda, gritando su alegría y llamando a todas las puertas. Las luces de las casas estaban encendidas en todo; los portales como una alegre invitación a la fiesta de la chiquillería, que con sus sacos al hombro, se divertían hasta la saturación, y que engrosaban más y más con los regalos de los vecinos a medida que transcurría la noche Blaine recordó con todo detalle la alegre fiesta tradicional, como si hubiera sido ayer, en que siendo un chico feliz, recorría con sus amiguitos toda la ciudad gozando de la típica fiesta anual. Pero, desgraciadamente, aquello había quedado ya demasiado lejos. Aquella hermosa fiesta de la infancia había existido antes de que el temor se hubiera esparcido como una mala semilla, cuando lo mágico todavía era un capricho y una maravillosa diversión y se hallaba placer en ello y los padres no sentían temor alguno, dejando a sus hijos gozar de la víspera de Todos los Santos, que llegaba para feliz acontecimiento de la chiquillería.
Y ahora, la fiesta de la víspera de Todos los Santos resultaba inimaginable. Ahora era una noche de terror, en que las gentes, asustadas, tenían que poner dobles cerrojos en las casas, tapar la chimenea y colgar en el dintel dobles signos fetichistas para alejar los malos espíritus.
«Había sido una gran lástima», pensó Blaine. Era algo hermoso y tan divertido para la infancia. Recordaba especialmente aquella noche en que él y Charline Jones habían ido a llamar a la ventana del viejo Chandler y el anciano, gruñendo y simulando una rabia que no sentía, se había asomado con una escopeta en la mano… Salieron disparados con tanta prisa que cayeron de bruces en una pequeña zanja llena de agua de la casa del vecino Lewis.
Y aquí estaba ahora otro tiempo, sombrío, amenazador y lleno de fúnebres presagios, idea que a Blaine no se le podía apartar de la mente…
Se despertó entumecido, temblando de frío y confuso, sin recordar dónde se hallaba. Se fijó en las ramas que tenía encima y le parecieron algo que no había visto nunca antes. Tenía el cuerpo dolorido y se quedó mirando fijamente hacia las ramas de los árboles que tenía sobre él, hasta que al fin se aclaró su mente y supo dónde estaba.
Y por qué.
Nuevamente le asaltó el pensamiento de la fiesta de la víspera de Todos los Santos. Dio un respingo que le hizo darse con la cabeza contra las ramas de los árboles achaparrados que le habían servido de cobijo. Porque había algo más que la víspera de Todos los Santos.
¡Estaba el complot, la maquinación infernal de aquel día!
Se sentó un momento, helado y temblando de frío, mientras la rabia y el temor le rebullían en la sangre. Era algo diabólico y tan simple… era algo propio de una mente como la de Lambert Finn, imaginando una especie de asechanza criminal y sanguinaria como aquella. Era algo que no podía permitirse que ocurriera, ya que, de producirse, una nueva avalancha de hostilidad pública surgiría de nuevo contra los parakinos, y una vez surgida la acción brutal y sin control no habría leyes que lo restringieran. Podría ser el bárbaro comienzo de una matanza sin piedad, que podía costar la vida a miles de parakinos. Tal plan, concebido para la víspera de Todos los Santos, tendría como consecuencia una tormenta de público ultrajado como quizás nunca se había recordado antes, o escasas veces en la historia.
«Y existía una sola oportunidad», pensó Blaine. Tenía que llegar a Hamilton, ya que era la ciudad más próxima en que pudiera encontrar ayuda. Sin duda alguna, las gentes de Hamilton le prestarían toda su colaboración, ya que Hamilton era una población completa de parakinos, que vivía prácticamente del sufrimiento y de la incomprensión de los demás. De ocurrir una cosa así, Hamilton entero moriría y sería borrado del mapa.
Y la víspera de Todos los Santos, según sus cálculos, era dos días más tarde. Pensándolo nuevamente bien, vio que estaba equivocado: era el día siguiente. Si empezaba en aquel momento su acción, tenía delante dos días para tratar de evitarlo.
Salió del escondite en que había pasado la noche y ya el sol apuntaba sobre las colinas del este. En el fresco de la mañana, flotaba un aire puro, aunque frío, y una paz; absoluta le rodeaba por todas partes. Se frotó las manos y se golpeó los brazos para entrar un poco en calor.
Hamilton sería alcanzado andando hacia el norte, a lo largo del río, y según había calculado desde el motel de Plainsman, tendría que recorrer sobre una o dos millas de distancia. Se puso a andar de soslayo subiendo la ladera, y entre sus movimientos y el calor del sol naciente se reunieron para devolverle la fuerza y la agilidad que necesitaba. Llegó a un banco de arena situado a la margen del río y se adentró en él. El agua estaba allí pardusca con la arena y la arcilla. Blaine se encaminó hasta el borde y se agachó, bebiendo en el hueco de las manos, un agua sucia mezclada con arena. Cuando cerró la boca, los dientes le chirriaban con el roce de las partículas arenosas. Pero, al menos, era agua. Trató de refrescarse la cara y la cabeza para despejarse totalmente. Se quedó un momento agachado, comprobando la soledad y la paz que le rodeaban, como si aquel fuera el día siguiente al comienzo de la Creación del mundo, como si todo fuera nuevo, como si aún no hubiese comenzado el drama del hombre, con sus pasiones, sus odios, su ambición y cuantos pecados y desdichas habían plagado a todo el género humano.
Algo que aplastó el agua se oyó en la lejanía como un ruido insólito y Blaine se puso en pie rápidamente. No se veía nada por el momento, ni en el río, ni hasta donde le alcanzaba la vista, ni procedente del pequeño bosquecillo de sauces de una isla existente en el río más allá del banco de arena. «Sería un animal», pensó. Quizás un visón, una rata almizclera, una nutria, o a lo mejor algún oso, o tal vez un pez de gran tamaño…
El chocar sobre el agua le llegó nuevamente a sus oídos y repentinamente un bote apareció a lo lejos a su vista viniendo de la isla de sauces y en su dirección. A proa de la pequeña embarcación iba un hombre envuelto en una capa oscura, moviendo el remo con cierta dificultad. El peso del ocupante arqueaba el bote hacia delante y el pequeño motor fuera borda que llevaba trabajaba en falso la mayor parte del tiempo. A medida que el bote se aproximaba, Blaine comenzó a distinguir algo familiar en el aspecto de aquella persona.
En alguna parte había visto a aquel hombre que tan pesadamente movía el remo del bote, y sus vidas habían tomado contacto por primera vez, sin recordar exactamente dónde. El navegante saltó fuera de la embarcación cuando la proa quedó encallada suavemente en el banco de arena.
—Dios le guarde, hijo — dijo —. ¿Qué tal se encuentra usted esta mañana?
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