—Se halla ahora totalmente subvertido.
—Y esos chicos — comentó caviloso Carter —. Tendrían que comportarse como las brujas de antaño, haciendo estallar puertas, transportando coches de un sitio a otro, volcando pequeñas casas y mil diabluras parecidas. Y haciendo sonar voces y quejidos por todas partes.
—Tal es la idea original — le dijo Blaine —. Algo parecido a una fiesta de víspera de Todos los Santos, al viejo estilo, sólo que ahora lo seria como algo surgido del propio infierno. Y no se trataría sólo del perjuicio de las víctimas del plan, sino que todas las fuerzas del viejo oscurantismo quedarían sueltas por el mundo entero. Se volvería a la certeza de la existencia endemoniada de los duendes, los hombres-lobo y los fantasmas. Y en la imaginación popular, eso crecería más allá de toda imaginación. Al día siguiente aparecerían hombres y mujeres con la garganta abierta sobre las cercas de sus casas y harían una masacre incluso con los niños que encontraran a mano. No lo harían aquí, seguramente, donde tendría lugar la demostración, sino siempre en cualquier otro lugar. Y así, la gente creería. Se creerían todo cuanto se les dijera.
—Pero todavía — dijo Jackson — no puede usted criticar a esos chicos jóvenes demasiado duramente si quisieran hacerlo. Le digo a usted que no sabe de qué forma han quedado reducidos al aburrimiento y al ostracismo. Aquí los tenemos, al principio de sus vidas, viendo por todas partes levantarse rejas que los aprisionan, dedos que les acusan sin motivo…
—Ya, ya lo sé — añadió Blaine —, pero aun así, no hay otro remedio que detener eso. Tiene que haber una forma de detenerlo. Pueden ustedes usar la telepatía por teléfono. De una u otra forma…
—Sí, ya lo conocemos — dijo Andrews —. Precisamente es un dispositivo sencillo; pero bastante ingenioso. Lo empezamos a desarrollar hace un par de años.
—Úsenlo — afirmó Blaine con calor —. Llamen a todos los que puedan. Pasen esa urgencia máxima a cada uno de los que avisen, para que ellos a su vez continúen, advirtiéndolo por todas partes. Formen como una cadena de comunicación telepática.
Andrews sacudió la cabeza.
—No nos será posible comunicarnos con todos.
—Tiene usted que intentarlo — disparó Blaine impulsado por su entusiasmo enervante.
—Lo intentaremos, por supuesto — contestó Andrews —. Todos haremos lo que esté en nuestras manos. No piense que somos ingratos. Muy lejos de tal cosa. Le estamos agradecidos y nunca podremos pagarle este favor. Pero…
—Pero, ¿qué?
—No podrá usted permanecer aquí, Blaine — dijo Jackson —. Finn está sobre su pista, y el Anzuelo también, con toda seguridad. Y vendrán aquí a echar un vistazo, sin lugar a dudas. Tienen que figurarse que ha venido usted a refugiarse en Hamilton.
—¡Dios mío! — exclamó Blaine —. He venido aquí porque…
—Lo sentimos de veras, Blaine — le dijo Andrews —. Sabemos lo que piensa usted. Trataríamos de esconderle; pero si le encontraran…
—Bien, de acuerdo. Podrían, al menos, dejarme un coche.
—Demasiado peligroso. Finn estará vigilando los caminos. Y podría fácilmente localizar la matrícula.
—¿Y qué podría hacer entonces? ¿Las colinas, quizá?
Andrews afirmó con un gesto de cabeza.
—¿Podrían proporcionarme comida?
—Yo le daré lo que necesite, Blaine — afirmó Jackson.
—Y ni que decir tiene que podrá volver cuando lo desee — dijo Andrews —. Cuando todo esto haya pasado, seremos felices de tenerle entre nosotros.
—Muchísimas gracias — concluyó Blaine.
Blaine se quedó sentado en un paraje solitario, bajo un árbol que crecía en una estribación de uno de los grandes farallones y se quedó mirando fijamente a través del río. Una bandada de patos silvestres cruzaba el valle, formando un oscuro trazo contra el cielo, por encima de las colinas orientales. Era el tiempo en que ya comenzaban su paso las grandes bandadas de aves migratorias que huían de las zonas frías buscando otras más templadas, huyendo lejos del lugar en que anidaron en la primavera. Pensó que aquel territorio se había visto poblado por los búfalos y los osos, hacía ya tanto tiempo… pero ambas especies se habían perdido, especialmente los búfalos, quedando apenas algunos ejemplares aislados y perdidos de osos. El hombre los había barrido de la faz de la tierra en su salvaje persecución, suprimiendo prácticamente del mundo de la naturaleza animal las tres especies típicas, la volatería, el búfalo y el oso. Y muchas otras cosas además. Continuó pensando en la funesta capacidad del Hombre para destruir las especies vivientes del mundo animal, a veces por el temor a la furia destructiva y en parte por la ambición de la ganancia económica. Y aquello, también podría suceder con respecto a los paranormal-kinéticos, si triunfaba el diabólico plan cargado de odio de Finn. Allá abajo en Hamilton, harían todo lo posible; pero ¿sería suficiente? Disponían de treinta y seis horas en las cuales tenían que poner en marcha un vastísimo plan de aviso en cadena. Podrían suprimir los incidentes, pero ¿podrían evitarlos completamente? Aquello, bien pensado, parecía imposible. Aunque él debería ser el último en preocuparse, ya que le habían desplazado fuera de la ciudad. Su misma gente, en una ciudad en la que se sentía como en su propio hogar, le habían dejado marcharse por miedo. Se inclinó hacia la bolsa en que Jackson le había preparado la comida. La sacó y puso a un lado la cantimplora que le habían adosado al saco del alimento.
Hacia el sur, pudo apreciar el humo de las chimeneas distantes de Hamilton y a pesar de su sorda irritación por haber sido echado fuera de la ciudad, le pareció volver a sentir aquel extraño sentimiento hogareño que le había invadido cuando pisó la primera calle de la población. En el mundo existían muchísimas poblaciones parecidas a aquélla, sin duda, ghettos de última hora, donde las gentes paranormales vivían en paz y aisladas. Eran las únicas gentes que podían considerarse arrinconadas en la Tierra, esperando el día, si es que llegaba alguna vez, en que sus hijos o sus nietos pudiesen gozar de la libertad de pasearse libremente por la faz del mundo en igualdad de derechos y situación que las demás gentes consideradas simplemente como normales.
En aquellas poblaciones existía una riqueza fabulosa de capacidades perdidas y estériles, capacidades y genio que el mundo podría usar; pero que ignoraba a causa de la intolerancia y el odio que se había levantado contra la verdadera gente capacitada para ello. Y la lástima de todo aquello era que tal odio y tal intolerancia no hubiese nacido nunca, no podía jamás haber existido, de no ser por hombres como Finn, por los mojigatos fanáticos, por los egomaníacos y los duros y severos puritanos, hombres mezquinos que necesitaban hacer crecer el poder de levantarles de su propia pequeñez miserable y sórdida. «Siempre hubo un sentido de moderación en la humanidad», pensó Blaine. Pero tal sentido últimamente se había perdido totalmente. O se estaba por el hombre, o completamente contra el hombre. Parecía haber desaparecido todo término medio.
Se podía tomar el ejemplo de la Ciencia. La ciencia había fracasado en el sueño de siglos por la conquista del espacio, y la ciencia fue un desengaño en tal aspecto. Y con todo, los hombres de ciencia todavía trabajaban y continuarían haciéndolo tenazmente en beneficio de la humanidad. En tanto el Hombre exista, tendrá una absoluta necesidad de cultivar la ciencia. En el Anzuelo, había legiones de científicos trabajando incansablemente en descubrimientos y problemas que abarcaban a toda la Galaxia, y con todo eso, no obstante, en las mentes de las masas, la ciencia era algo despreciable y grosero.
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