Chen le dedicó una amplia sonrisa.
—Hola, Sandra. ¿Qué puedo hacer por ti?
—Te llamo a propósito de la muerte hace un par de días de un tal Roderick Churchill.
—¿El profesor de gimnasia que se peinaba el cabello sobre la calva? Claro, ¿qué pasa?
—Anotaste la causa de la muerte como aneurisma.
—Uh… huh.
—Pero has puesto un signo de interrogación después. Aneurisma, signo de interrogación.
—Oh, sí. —Chen se encogió de hombros—. Bien, nunca puedes estar completamente seguro. Cuando Dios te reclama a veces simplemente le da al viejo interruptor en la cabeza. ¡Click! Aneurisma. Te mueres, así de simple. Parece que eso fue lo que le sucedió. El tipo ya tomaba medicación para el corazón.
—¿Había algo raro en el caso?
Chen hizo el sonido de cloqueo que pasaba por su risa.
—Me temo que no, Sandra. No hay nada infame en que un hombre de unos sesenta y tantos se caiga muerto… especialmente un profesor de gimnasia. Creen que están en buena forma, pero se pasan la mayor parte del día mirando como otra gente hace ejercicio. Este tío estaba comiendo comida rápida cuando murió.
—¿Hiciste una autopsia?
El examinador médico cloqueó de nuevo; en una ocasión alguien había sugerido que el nombre de Chen era una contracción de chicken hen (gallina).
—Las autopsias son caras, Sandra. Ya lo sabes. No, hice un par de pruebas rápidas en la escena del crimen, y luego firmé el certificado. La viuda, ahora lo recuerdo, se llama Bunny; ¿puedes creerlo? En cualquier caso, ella encontró el cuerpo. Su hija y yerno estaban con ella cuando llegué allí, oh, a la una treinta, o dos menos cuarto, de la mañana. —Hizo una pausa—. ¿Por qué te interesa?
—Probablemente no sea nada —dijo Sandra—. Sólo que el hombre que murió, Rod Churchill, era el padre de una de las compañeras de trabajo del caso de la castración.
—Oh, sí —dijo Chen, la voz llena de alivio—. Ése sí que es interesante. Carracci examinó ese caso; le dan todos los casos raros hoy en día. Pero Sandra, parece una conexión muy tenue, ¿no? Es decir, parece como si esa mujer, ¿cuál es su nombre?
—Cathy Hobson.
—Parece como si tuviese un mal año, eso es todo. Se le acabó la suerte.
Sandra asintió.
—Estoy segura de que tienes razón. Aun así, ¿te importa si voy, y le echo un vistazo a tus notas?
Chen rió de nuevo.
—Por supuesto que no, Sandra. Siempre es un placer verte.
Peter odiaba los funerales. No porque le molestase estar alrededor de gente muerta; uno no podía pasar tanto tiempo en hospitales como él sin encontrarse con varios de esos casos. No, era a los vivos a los que no podía soportar.
Primero, estaban los hipócritas: los que no habían visto al fallecido en años, pero que salían de la nada después de que fuese demasiado tarde para hacer algo bueno por el muerto.
Segundo, los plañideros, gente que se ponía tan impresionantemente emocional que ellos, en lugar del muerto, se convertían en el centro de atención. El corazón de Peter estaba con los familiares cercanos que tenían problemas para lidiar con la pérdida de alguien a quien amaban realmente, pero no tenía paciencia para los primos lejanos o los vecinos a cinco calles de distancia que se desmoronaban en los funerales, hasta que estaban rodeados por una muchedumbre de personas que intentaban confortarlos, adorando cada minuto.
Por su parte, como en todas las situaciones, Peter aspiraba a un cierto estoicismo… la parte que le correspondía de sus ancestros británicos.
Rod Churchill, como el hombre vanidoso que había sido, quería un ataúd abierto. Peter no lo aprobaba. A los siete años, había ido al funeral del padre de su madre. El abuelo era conocido por su larga nariz. Peter recordaba entrar en la capilla y ver un ataúd al fondo, con la parte superior abierta, y lo único visible desde aquel ángulo era la nariz de su abuelo que sobresalía por encima de la línea del borde del ataúd. Hasta este día, cuando pensaba en su abuelo, la primera imagen que le venía a la mente era la trompa del muerto, un pico solitario levantándose en el aire.
Peter miró a su alrededor. La capilla en la que se encontraba hoy estaba recubierta de madera oscura. El ataúd parecía caro. A pesar de las peticiones de donaciones a la Fundación de Corazón de Ontario en lugar de flores, había muchas coronas y un arreglo floral en forma de herradura enviada por los profesores con los que Rod había trabajado. Debían ser profesores del departamento de educación física; sólo esos tipos podrían ser tan tontos para no saber que una herradura significaba «buena suerte», algo poco apropiado para enviar a un hombre muerto.
Bunny se mantenía admirablemente, y la hermana de Cathy, Marissa, aunque lloraba intermitentemente, parecía que también estaba bien. Sin embargo, Peter no sabía qué pensar de la reacción de Cathy. Mantenía el rostro impasible mientras saludaba a la gente que se acercaba a presentar sus respetos. Cathy, que lloraba cuando veía películas tristes y que lloraba cuando leía libros tristes, parecía que no tenía lágrimas para su padre muerto.
No era mucho para empezar, pensó Sandra Philo. Dos muertes. Una claramente un asesinato; la otra por causas indeterminadas.
Pero ambas tenían a Cathy Hobson en común.
Cathy Hobson, que había dormido con el hombre asesinado, Hans Larsen. Cathy Hobson, hija de Rod Churchill.
Cierto, Larsen había estado relacionado con muchas mujeres. Cierto, Churchill pasaba de los sesenta.
Sin embargo… Después de que Sandra terminase el trabajo del día, condujo hasta la casa de los Churchill, en Bayview, al sur de Steeles. Estaba sólo a cinco kilómetros de la sede de la División 32… no era una gran pérdida de tiempo si todo resultaba no ser nada. Aparcó y se dirigió a la puerta principal. La familia Churchill tenía un escáner CEIH. Común hoy en día. Sobre la placa del escáner había un botón de timbre. Sandra lo pulsó. Un minuto más tarde, una mujer de pelo gris apareció en la puerta.
—¿Sí?
—Hola —dijo Sandra—. ¿Es usted Bunny Churchill?
—Sí.
Sandra le enseñó la placa.
—Soy Alexandria Philo, Policía Metropolitana. ¿Puedo hacerle algunas preguntas?
—¿Sobre qué?
—La… ah, muerte de su marido.
—Buen Dios —dijo Bunny. Luego—: Sí, por supuesto. Entre.
—Gracias… pero, antes de que me olvide, ¿puedo preguntarle qué huellas acepta el escáner CEIH? —Sandra señaló a la placa de vidrio azul.
—Las mías y las de mi marido —dijo Bunny.
—¿Alguien más?
—Mis hijas. Mi yerno.
—Cathy Hobson, y… —Sandra tuvo que pensar durante un momento— Peter Hobson, ¿no?
—Sí, y mi otra hija, Marissa.
Entraron.
—Siento molestarla —dijo Sandra, sonriendo con simpatía—. Sé que éstos deben ser momentos muy duros. Pero hay algunas preguntas que me gustaría aclarar, para poder cerrar el caso de su marido.
—Pensaba que el caso estaba cerrado —dijo Bunny.
—Casi —dijo Sandra—. Me temo que el examinador médico no estaba seguro al ciento por ciento de la causa de la muerte. La puso como un probable aneurisma.
—Eso me han dicho. —Bunny movió la cabeza—. No parece justo.
—¿Podría decirme si tenía algún problema de salud?
—¿Rod? Oh, nada serio. Un poco de artritis en una mano. Pequeños dolores ocasionales en la pierna izquierda. Oh, y tuvo un pequeño ataque al corazón hace tres años… tomaba medicación para eso.
Probablemente insignificante. Pero aun así…
—¿Todavía tiene las pastillas para el corazón?
—Supongo que todavía estarán en el armario de las medicinas en el piso de arriba.
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