Robert Sawyer - El experimento terminal

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El doctor Hobson ha creado un monstruo. O mejor dicho, tres. Para probar sus teorías sobre la inmortalidad y la posible existencia de vida tras la muerte, Hobson ha ideado tres simulaciones informáticas de su propia personalidad. Con la primera, de la que se ha eliminado toda referencia a la existencia física, intenta analizar como sería una posible vida tras la muerte. Con la segunda, de la que se elimina toda referencia al envejecimiento y a la muerte, Hobson pretende estudiar la inmortalidad. La tercera, sin alteraciones, es el control de referencia del experimento. Sin embargo, las tres simulaciones escapan del ordenador de Hobson, huyen a la red informática mundial y viven su propia vida. Una de ellas es un asesino y comete crímenes que tal vez Hobson ha imaginado…
Finalista del Premio HUGO 1996.

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—Seguro que se daría cuenta si comiese algo de eso.

—Bien, sí. Pero también hay tiramina en el extracto de levadura, en extractos cárnicos como Marmite o Oxo. Y también en extractos de proteínas hidrolizadas como los que se usan habitualmente para sopas y salsas.

—¿Ha dicho salsas?

—Sí… tendría que haberlas evitado.

Sandra buscó en su bolsillo el pequeño trozo de papel manchado… el recibo de Food Food de la última cena de Rod Churchill. Se lo pasó por encima de la mesa de cristal a la doctora Miller.

—Eso fue lo que comió la noche de su muerte.

Miller lo leyó y luego negó con la cabeza.

—No —dijo—. Hablamos sobre Food Food la última vez que estuvo aquí. Me dijo que siempre pedía su salsa baja en calorías… dijo que lo había comprobado y que no tenía nada de lo que se suponía que debía evitar.

—Quizás olvidó especificar baja en calorías —dijo Sandra.

Miller le devolvió el recibo.

—Lo dudo detective. Rod Churchill era un hombre muy meticuloso.

Becky Cunningham llegó a Carlo's con diez minutos de antelación. Peter se puso en pie. No sabía qué tipo de recibimiento esperar: ¿una sonrisa, un abrazo, un beso? Al final recibió los tres, con el beso consistiendo en una larga caricia sobre la mejilla. Peter se sorprendió al sentir que el corazón se le aceleraba un poco. Ella olía de maravilla.

—Petey, tienes un aspecto maravilloso —dijo ella, sentándose en la silla frente a él.

—Tú también —dijo Peter.

En realidad, Becky Cunningham nunca había sido lo que se diría una mujer hermosa. Agradable, sí, pero no hermosa. Tenía una cabellera castaña hasta los hombros, un poco más corta que la moda actual. Pesaba veinte libras más que lo que las revistas de moda llamarían ideal, o diez libras más de lo que un árbitro menos severo sugeriría. Su rostro era ancho, con archipiélagos de pecas en ambas mejillas. Sus ojos verdes parpadeaban cuando hablaba, un efecto aumentado por la red de líneas que habían aparecido en los bordes desde la última vez que Peter la había visto.

Absolutamente maravillosa , pensó Peter.

Pidieron el almuerzo. Peter siguió el consejo de la recepcionista y tomó tortellini. Hablaron de muchísimas cosas, y hubo tantas risas como palabras. Peter se sintió mejor de lo que se había sentido en semanas.

Peter pagó la cuenta. Dejó una propina del veinticinco por ciento y luego la ayudó a ponerse el abrigo… algo que no había hecho por Cathy en años.

—¿Qué vas a hacer hasta que salga tu vuelo? —preguntó Becky.

—No lo sé. Ver monumentos, supongo. Lo que sea.

Becky lo miró a los ojos. Aquél era el punto de separación natural. Dos viejos amigos se habían encontrado para almorzar, habían rememorado los viejos tiempos, intercambiado historias de varios conocidos. Pero ahora era momento de ir cada uno por su camino, seguir con sus vidas separadas.

—No tengo nada importante que hacer esta tarde —dijo Becky, todavía mirándole directamente a los ojos—. ¿Te importa si voy contigo?

Peter rompió el contacto visual durante un momento. No podía pensar en nada que quisiese más en el mundo.

—Eso sería… —y, después de una breve pausa, decidió no censurarse—, perfecto.

A Becky le bailaban los ojos. Se puso a su lado y pasó el brazo debajo del de él.

—¿Adonde te gustaría ir? —le preguntó.

—Es tu ciudad —dijo Peter con una sonrisa.

—Lo es —dijo Becky.

Hicieron todas las cosas que no habían interesado a Peter antes. Vieron el cambio de la guardia, visitaron algunas pequeñas boutiques, el tipo de tiendas a las que Peter nunca iba en Toronto; y acabaron paseando por la sala de dinosaurios del Museo Canadiense de Historia Natural, maravillándose ante los esqueletos.

Era como estar vivo, pensó Peter. Era exactamente como solía ser.

El Museo de Historia Natural estaba, muy apropiadamente, situado en una gran extensión arbórea. Para cuando salieron del museo, eran alrededor de las cinco y estaba oscureciendo. Corría una brisa fría. El cielo estaba despejado. Caminaron hasta llegar a unos bancos bajo un grupo de enormes arces, ahora, a principios de diciembre, desnudos de hojas.

—Estoy agotado —dijo Peter—. Me levanté a las cinco y media para coger el avión.

Becky se sentó a un extremo del banco.

—Échate —dijo—. Hemos caminado durante toda la tarde.

La primera idea de Peter fue rechazar la idea, pero entonces decidió, ¿por qué demonios no? Estaba a punto de estirarse en la parte libre del banco cuando Becky habló.

—Puedes usar mi regazo de almohada.

Lo hizo. Ella era maravillosamente suave, cálida y humana. Él la miró. Ella colocó cuidadosamente un brazo sobre su pecho.

Era tan relajante, tan tranquilizante. Peter pensó que podría quedarse así durante horas. Ni siquiera notaba el frío.

Becky le sonrió, una sonrisa sin condiciones, una sonrisa de aceptación, una sonrisa hermosa.

Por primera vez desde el almuerzo, Peter pensó en Cathy y Hans y en lo que su vida se había convertido en Toronto.

Comprendió, también, que finalmente habían encontrado un ser humano de verdad —no un simulacro generado por ordenador— con el que podría hablar sobre aquello. Alguien que no le consideraría menos hombre porque su mujer le había engañado, alguien que no le pondría en ridículo, que no se reiría. Alguien que lo aceptaba, que se limitaría a escuchar, que entendería.

Y en ese momento Peter comprendió que no necesitaba hablarle a nadie sobre aquello. Ahora podía lidiar con ello. Todas las preguntas tenían respuestas.

Peter había conocido a Becky cuando los dos estudiaban en el primer año de la Universidad de Toronto, antes de que Cathy apareciese en escena. Había habido una atracción extraña entre ellos. Ambos carecían de experiencia y él, al menos, era virgen en aquel momento. Ahora, sin embargo, dos décadas más tarde, las cosas eran diferentes. Becky se había casado y divorciado; Peter se había casado. Sabían sobre el sexo, sobre cómo se hacía, sobre cuándo sucedía, cuándo era el momento adecuado. Peter supo que fácilmente podría llamar a Cathy, decirle que la reunión se había alargado y que iba a pasar la noche allí, decirle que no volvería hasta mañana. Y luego él y Becky podrían ir a su apartamento.

Podría hacerlo, pero no iba a hacerlo. Ahora tenía la respuesta a esa pregunta sin plantear. Dada la misma oportunidad que Cathy había tenido, él no engañaría, no traicionaría, no se vengaría.

Peter le sonrió a Becky… podía sentir cómo la herida en su interior comenzaba a cicatrizar.

—Eres una persona maravillosa —le dijo—. Algún tipo va a ser muy afortunado al estar contigo.

Ella sonrió.

Peter exhaló, dejando que todo se fuese, todo expulsado lejos de él.

—Tengo que ir al aeropuerto —dijo.

Becky asintió y sonrió de nuevo, quizá, sólo quizás, un poco triste.

Peter estaba listo para volver a casa.

35

Sandra fue por la avenida Don Valley hasta Cabbagetown, aparcando en la primera tienda Food Food en la esquina de Parliament con Wellesley. Según la guía, las oficinas centrales de procesado de pedidos estaban localizadas en la parte alta de aquella tienda. Sandra subió la inclinada escalera y, sin llamar, simplemente entró en la habitación. Había dos docenas de personas que llevaban auriculares telefónicos de cabeza sentadas frente a terminales de ordenador. Todas parecían estar muy ocupadas recibiendo pedidos, aunque sólo eran las dos de la tarde.

Una mujer de mediana edad con pelo rubio metálico se acercó a Sandra.

—¿Puedo ayudarla?

Sandra enseñó la placa y se presentó.

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