Robert Sawyer - El experimento terminal

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El doctor Hobson ha creado un monstruo. O mejor dicho, tres. Para probar sus teorías sobre la inmortalidad y la posible existencia de vida tras la muerte, Hobson ha ideado tres simulaciones informáticas de su propia personalidad. Con la primera, de la que se ha eliminado toda referencia a la existencia física, intenta analizar como sería una posible vida tras la muerte. Con la segunda, de la que se elimina toda referencia al envejecimiento y a la muerte, Hobson pretende estudiar la inmortalidad. La tercera, sin alteraciones, es el control de referencia del experimento. Sin embargo, las tres simulaciones escapan del ordenador de Hobson, huyen a la red informática mundial y viven su propia vida. Una de ellas es un asesino y comete crímenes que tal vez Hobson ha imaginado…
Finalista del Premio HUGO 1996.

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—¿Le importaría enseñármelas? —preguntó Sandra.

Bunny asintió. Subieron al baño juntas y Bunny abrió el armario de las medicinas. Dentro, había Tylenol, un contenedor de hilo dental, Listerine, algunos de los pequeños champús que tienen en los hoteles, y dos frascos de medicinas de Shoppers Drug Mart.

—¿Cuáles son las pastillas para el corazón? —preguntó Sandra, señalando.

—Las dos —dijo Bunny—. Tomaba una desde su ataque, y había estado tomando la otra desde hacía varias semanas.

Sandra cogió los frascos. Los dos tenían pegadas pequeñas etiquetas impresas por ordenador. Uno decía que contenía Cardizone-D, que ciertamente sonaba a medicina para el corazón. La otra decía Nardil. Las dos habían sido prescritas por el doctor H. Miller. El frasco de Nardil tenía también una etiqueta fluorescente de color naranja: «Peligro: importantes restricciones dietéticas.»

—¿Qué significa esto de restricciones dietéticas? —preguntó Sandra.

—Oh, había una larga lista de cosas que se suponía no podía comer. Siempre éramos muy cuidadosos sobre eso.

—Pero, según el examinador médico, había estado tomando comida rápida la noche que murió.

—Es cierto —dijo Bunny—. Lo hacía todos los miércoles mientras yo iba a un curso. Pero siempre tomaba lo mismo, y nunca le había causado problemas antes.

—¿Sabe lo que había pedido?

—Carne asada, creo.

—¿Tiene todavía los contenedores?

—Los tiré —dijo Bunny—. Probablemente todavía estarán en la basura. El camión no ha pasado aún.

—¿Le importa si miro… y puedo quedarme con los frascos, por favor?

—Uh, sí. Por supuesto.

Sandra se metió los frascos en el bolsillo de la chaqueta y la siguió al piso de abajo. El contenedor de reciclado estaba dentro de una cesta de mimbre. Sandra revolvió dentro. Pronto encontró un pequeño trozo de papel con el pedido de Rod a Food Food impreso en él.

—¿Puedo quedarme también con esto? —dijo Sandra.

Bunny Churchill asintió.

Sandra se enderezó y se metió el trozo de papel en el bolsillo.

—Siento haberla molestado —dijo.

—Me gustaría que me dijese qué sucede, detective —dijo Bunny.

—Nada en absoluto, señora Churchill. Como le dije, sólo cabos sueltos.

34

Peter había volado a Ottawa para un encuentro en el Ministerio de Sanidad de Canadá, pero había durado poco tiempo. Podía haberse hecho por conferencia, pero a la ministra le gustaba demostrar su poder de vez en cuando, llamando a gente a la capital.

El trabajo en la onda del alma, por supuesto, no era el único proyecto de Hobson Monitoring. Aquel encuentro se había centrado en el todavía secreto Proyecto índigo: un plan para producir un sensor que pudiese distinguir categóricamente entre un fumador activo y uno que sólo hubiese sido fumador pasivo. De esa forma, al primero podrían negársele beneficios en los planes de salud y seguridad provinciales por cualquier enfermedad provocada o agravada por fumar.

En cualquier caso, al acabar pronto la reunión, Peter se encontró con un día inesperado para pasar en Ottawa.

Ottawa era una ciudad gubernamental, llena de burócratas sin rostro. No producía nada sino documentos y leyes, legislación y procedimientos. Sin embargo, tenía que ser un escaparate para mostrar a los líderes mundiales; no todo podía estar en Toronto. Ottawa tenía muchos buenos museos y galerías, y bastantes tiendas interesantes, el Canal Rideau (que se congelaba en invierno, lo que permitía a los funcionarios ir a trabajar en patines), y el espectáculo del cambio de guardia en el Parlamento. Pero Peter había visto todas esas cosas muchas veces antes.

Preguntó a la recepcionista si había un teléfono que pudiese usar, y ella lo dirigió a una oficina vacía. Con la congelación de contrataciones en la administración en su tercera década, había muchas de ésas. El teléfono era un viejo modelo de sólo audio. Bien, pensó Peter, si iban a gastar dinero de los contribuyentes en poner teléfonos en oficinas sin usar, era bueno que se pusiese en práctica algo de contención. Como la mayoría de los ejecutivos canadienses, se sabía de memoria el número 900 de Air Canadá. Estaba a punto de marcarlo para ver si podía cambiar el vuelo, pero de pronto se encontró marcando el 003.

Una voz dijo en inglés.

—¿Información de qué ciudad, por favor? —Luego la misma frase fue rápidamente repetida en francés.

—Ottawa —dijo Peter.

Los videófonos podían acceder a las guías telefónicas con pulsar unas teclas, y para los que no tuviesen tales cosas, era más barato, y más ecológico, tener asistencia gratuita.

Pero la mitad del tiempo, uno conectaba con un operador electrónico, pero Peter sabía por la entonación aburrida de las palabras que esa vez le había tocado un humano de verdad.

—Adelante —dijo la voz, comprendiendo la preferencia lingüística de Peter por la forma en que había dicho «Ottawa».

—¿Tiene información de Rebecca Keaton? —Lo deletreó.

—Nada bajo ese nombre, señor.

Oh, bien. Había sido una idea tonta.

—Gracias… —Un momento. Aunque ahora estaba soltera, había estado casada hacía unos años. ¿Cuál era el nombre del imbécil ese? ¿Hunnicut? No—. Cunningham —dijo Peter—. Pruebe con Rebecca Cunningham, por favor.

—Tengo una R.L. Cunningham en Slater.

Rebecca Louise.

—Sí, ésa debe de ser.

La aburrida voz humana fue reemplazada por un alegre ordenador, que leyó el número y luego añadió:

—Pulse la tecla de inicio para marcar el número ahora.

Peter pulsó el asterisco. Oyó un conjunto de tonos, y a continuación el teléfono sonando. Una. Dos. Tres veces. Cuatro. Oh, bueno…

—¿Hola?

—¿Becky?

—Sí. ¿Quiénes?

—Soy Peter Hobson. Estoy…

—¡Petey! Es maravilloso oír tu voz. ¿Estás en la ciudad?

—Sí. Tuve una reunión esta mañana en el Ministerio de Sanidad. Salí pronto y mi vuelo no sale hasta las siete de la tarde. Ni siquiera sabía si estarías en casa, pero pensé en llamarte.

—Trabajo de domingo a jueves. Estoy libre.

—Ah.

—El famoso Peter Hobson —dijo—. Te vi en The National.

Peter rió.

—Todavía el mismo de siempre —dijo—. Es bueno oír tu voz, Becky.

—Lo mismo digo.

Peter sintió que se le secaba la garganta.

—¿Estarías… estarías libre para almorzar hoy?

—Oh, me encantaría. Tengo que ir al banco esta mañana, de hecho estaba saliendo para eso, pero podría encontrarme contigo… ah, no sé, ¿demasiado pronto a las once y media?

En absoluto.

—Eso estaría bien. ¿Dónde?

—¿Conoces Carlo's en el Sparks Street Malí?

—Lo encontraré.

—Entonces nos veremos allí a las once y media.

—Perfecto —dijo Peter—. Me apetece mucho.

La voz de Becky estaba llena de calor.

—A mí también. ¡Adiós!

—Adiós.

Peter salió de la pequeña oficina y le preguntó a la recepcionista si conocía Carlo's.

—Oh, sí —dijo con sonrisa maliciosa—. Es un sitio de solteros por la noche.

—Voy a almorzar —dijo Peter, sintiendo la necesidad de explicarse.

—Ah, bien, a esa hora es mucho más tranquilo. Buenos tortellini.

—¿Me puede decir cómo llegar allí?

—Por supuesto. ¿Va en coche?

—Iré andando si no está muy lejos.

—Le llevará como media hora.

—No es problema —dijo Peter.

—Le dibujaré un mapa —dijo y lo hizo.

Peter le dio las gracias, cogió el ascensor hasta la planta baja y salió a la calle. El paseo sólo le llevó realmente veinte minutos; Peter era famoso por su vigoroso ritmo al caminar. Eso significaba que tenía cerca de media hora de espera. Encontró un puesto de periódicos a demanda, metió tres monedas, y esperó los veinte segundos que eran necesarios para imprimir la edición de hoy del Ottawa Citizen. Volvió a Carlo's. Estaba desierto.

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