En la pantalla, Periandros seguía hablando, estableciendo los términos de la gran alianza que él y yo íbamos a forjar. Apenas escuchaba.
Entonces se abrió la puerta de mi dormitorio y Chorian entró a toda prisa. Le hice furiosas señas y se dejó caer rápidamente al suelo, fuera del ángulo de visión de la pantalla. Se arrastró hacia mí y garabateó una nota, que situó discretamente ante mis ojos:
Ignorad a esa cosa. Periandros está definitivamente muerto, y eso no es más que un doble. Y Lord Sunteil está aquí y desea hablar con vos de inmediato.
¿Sunteil? ¿En mi propio palacio?
Debí parecer extraordinariamente sobresaltado, porque incluso el pontificador doble akraki en la pantalla captó mi reacción y dijo:
—¿Os encontráis bien?
—Un asomo de indigestión…, lo tardío de la hora… Necesito pensar en vuestras proposiciones. Os llamaré más tarde…
—No podréis localizarme.
—Entonces llamadme vos. Al mediodía. ¿De acuerdo?
Desconecté la pantalla y me volví a Chorian.
—¿Es eso cierto? ¿Sunteil está aquí?
—Disfrazado, sí. Llegó hace cinco minutos. Dijo que hablaría sólo con vos.
—Tráelo aquí —dije —. Aprisa.
Entró un hombre viejo. Alguien había hecho un excelente trabajo de camuflaje con él. Parecía tener como doscientos veinticinco años, un anciano arrugado, encorvado, horrible…, una figura marchita y encogida, temblorosa y vacilante al andar, con unos pocos mechones de pelo blanco aferrados aún al calvo domo de su cabeza.
Era el náufrago absoluto, el total y terrible cataclismo del tiempo: un hombre al final de sus fuerzas, allá donde ninguna remodelación es ya posible. Y era absolutamente convincente. Pero tenía que ser falso. No había visto a Sunteil desde hacia ocho o diez años, pero no era posible que hubiera envejecido tanto tan rápidamente. Se hallaba en la flor de la edad cuando lo conocí…, sesenta años, quizá setenta como máximo.
Lo único que no había alterado eran sus ojos. Pude verlos resplandecer con torva viveza tras aquella terriblemente arrugada máscara: los auténticos ojos de Sunteil. Sus brillantes, vivos, perversos, inconfundibles ojos.
—Bien, Yakoub —dijo con voz temblorosa y falsamente senil —. ¡Así que al fin soy mayor que tú! —Avanzó tambaleante y aferró mi muñeca con una de sus manos, crispadas como garras —. ¡Sarishan, hermano! —dijo, y lanzó una carcajada áspera y chirriante —. ¡Sarishan! Éstos son extraños tiempos, ¿eh, Yakoub?
No me gustó su saludo en romani. O que me llamara hermano. Sunteil no era mi hermano.
—Tu aspecto es encantador, Sunteil. Debes haber pasado una mala noche.
—¿No es magnífico? Una remodelación a la inversa instantánea, un brillante envejecimiento. —Ahora hablaba con su voz normal, fuerte y profunda —. Cobran más por un envejecimiento que por la remodelación normal, ¿lo sabías? Aunque no creo que exista mucha demanda. Pero vale la pena. Nadie molesta a un viejo. Incluso en unos tiempos locos como éstos.
—Lo tendré en cuenta —dije —. Quizá todo el mundo deje de importunarme entonces, cuando parezca tan viejo como tú.
—¿Tú? Tú nunca tendrás este aspecto. Dime, Yakoub: ¿te has sometido alguna vez a una remodelación? Dicen que éstos son todavía tus auténticos rostro y cuerpo, que posees algún secreto para no envejecer nunca. ¿Es eso cierto? Dímelo. Dime.
—Los roms nunca envejecen, Sunteil. Vivimos eternamente.
—Entonces tienes que enseñarme el secreto.
—Demasiado tarde —deploré —. Elegiste los antepasados equivocados. Ya no hay remedio para ti. Si naces gaje, mueres gaje.
—Eres un hombre duro.
—Soy amable y gentil. El duro es el universo, Sunteil. —Estaban empezando a cansarme todos aquellos rodeos. Le miré fijamente y dije —: Esta visita me sorprende. Había oído que te ocultabas en alguna parte fuera de la ciudad. ¿Por qué te has arriesgado a venir a verme esta noche? ¿Qué es lo que quieres, Sunteil?
—Negociar —dijo.
—Tú eres un fugitivo. Yo soy un rey. Generalmente la negociación se hace entre iguales.
—Si tú eres un rey, yo soy un emperador, Yakoub.
—Yo soy un rey, sí, y nadie lo cuestiona —dije secamente —. El único otro aspirante a mi trono está muerto, y mi pueblo me reconoce como su soberano. Pero Naria es el emperador en estos momentos, si alguien lo es.
—¿De veras? Naria ocupa el palacio, sí. Los soldados borrachos lo proclaman por las calles, sí. Pero ocupar un palacio y ordenar disturbios en tu nombre no te hace el emperador de la galaxia. ¿Acaso les importa un comino a los demás mundos del imperio lo que están haciendo los soldados por las calles de la Capital? Todo lo que saben es que el trono está en disputa. Y Naria retiene ilegítimamente el poder.
—Pero lo retiene. Mientras que tú merodeas por ahí disfrazado a última hora de la noche, entrando y saliendo por las puertas laterales.
—Por el momento —dijo Sunteil —. Sólo por el momento. Naria puede ser echado tan fácilmente como lo fue Periandros.
—¿Estás planeando otro asesinato?
—¿Oh? —dijo Sunteil, sonriendo con la artera sonrisa de Sunteil en aquel apergaminado rostro —. ¿Fue asesinado Periandros? Creí que había sido picado por una avispa.
—Una avispa de metal que alguien envió volando a través de su ventana.
—¿De veras? Qué interesante, Yakoub. —Dejó que su mirada vagara por unos instantes hacia Chorian, que se encogió ligeramente, como si deseara hacerse invisible —. Pero si ése fue el caso, sospecho que Naria estará en guardia contra cualquier intento de hacerle algo similar a él.
—Entonces, ¿cómo piensas librarte de él?
—Tú me ayudarás —dijo Sunteil.
Dejé que el sorprendente insulto de aquella complaciente afirmación se deslizara de forma inofensiva por mi lado. No fue fácil.
—¿Ayudarte? —dije, intentando sonar inocentemente perpleja —.¿Cómo crees que puedo ayudarte, Sunteil?
—Dices que eres el rey. Sospecho que lo eres. Los toros de todas partes te obedecen. Ninguna astronave seguirá su camino en toda la galaxia si el baro rom da la orden adecuada. Los vuelos se detendrán en todas partes. Todo quedará inmóvil, y Naria caerá.
—Tal vez.
—No hay tal vez en esto. ¿Necesito decirte que los roms tienen al Imperio agarrado por la garganta? Sin comercio interestelar no hay Imperio. Sin los toros no hay comercio interestelar. Envía la orden, Yakoub: no más viajes estelares hasta que el legítimo emperador haya ocupado el trono. En seis semanas el comercio se asfixiará. Puedes hacerlo.
Sus ojos llameaban. Nunca había visto así a Sunteil antes. Estaba diciendo lo indecible, reconociendo abiertamente la realidad que todo el mundo fingía que no existía. Uno no necesitaba ser tan astuto como Sunteil para ver el nudo corredizo que los roms tenían en torno a la garganta del Imperio. Pero era un poder que habíamos decidido no invocar nunca. No nos atrevíamos. Podíamos cerrar la galaxia, sí. Pero somos muy pocos, y ellos son muchos. A su debido tiempo los gaje aprenderían a pilotar ellos mismos sus astronaves. Si los roms abandonaban su trabajo se produciría un terrible y caótico período de transición en el Imperio, y luego todo sería para los gaje como había sido antes. Y entonces nos matarían a todos.
Guardé silencio durante un rato. Luego respondí:
—Es posible que lo que dices sea cierto, Sunteil. Es posible que con mi ayuda puedas obligar al Imperio a aceptarte como su emperador. Pero es posible que no. ¿Y si Naria sobrevive al hundimiento del comercio Y conserva su trono? ¿Qué me ocurrirá a mí entonces? ¿Qué le ocurrirá a mi pueblo?
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