Robert Silverberg - La estrella de los gitanos

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En el año 3159, la humanidad ha conquistado las estrellas, y los otrora despreciados gitanos son hoy mimados y respetados, porque solo ellos pueden llevar a buen puerto las astronaves en sus largos saltos estelares.
Pero los gitanos tienen también otros talentos,. Arrastrados por su tradición errante, siguen vagando, pero hoy no solo a través del espacio, sino también del tiempo: su facultad de espectrar les permite trasladarse a las más remotas épocas, y volver al viejo y ya desaparecido planeta Tierra para contemplar su vida pasada, desde el esplendor de la antigua ciudad de Atlantis hasta el horror de los campos de exterminio nazis.
Y los gitanos mantienen un antiguo sueño: volver a su mundo de origen. Porque ellos nunca fueron nativos de la Tierra. Y así, contemplan desde el cielo de los mil mundos por los que se hallan ahora dispersos la Estrella Romani, de la que tuvieron que huir precipitadamente para salvar sus vidas, y anhelan el día en que podrán regresar a su hogar. Y quien mas lo anhela es Yakoub, el Rey de los Gitanos, un personaje mezcla de Falstaff y Ricardo Corazón de León, que abdicó de su trono para poner las cosas en su sitio y ahora tiene que volver a él para cumplir con el último destino de la raza rom.

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—¿Y Sunteil? ¿Y Naria? ¿Estuvieron los dos de acuerdo con la rápida y decisiva acción de Periandros?

Por un momento, sólo por un momento, los ojos de Julien se apartaron de los míos. Aquel momentáneo destello de debilidad fue la más maldita de todas las revelaciones.

—No exactamente —dijo.

—¿No exactamente?

—De hecho, no en absoluto.

—¿Ninguno de los dos?

—Ninguno.

—¿Ambos reclaman el trono?

Julien asintió. Creí que iba a estallar en lágrimas.

—Así que no sólo tenemos un Decimosexto, sino también un Decimoséptimo y un Decimoctavo. ¿Todos a la vez?

—No, mon ami. Sólo hay un Decimosexto.

—¿Pero no sabemos cuál de los tres es?

—El emperador es el antiguo Lord Periandros, Yakoub.

—Eso es lo que tú dices. Porque estás del lado de Periandros desde que tenías seis años. ¿Pero es su pretensión mejor o más fundamentada que la de Naria o Sunteil?

—Se halla en posesión de la Capital.

—Nueve décimos de la ley, ¿eh? Bien, Shandor estaba en posesión de nuestra capital hasta que tú lo echaste de ella. ¿Y si Sunteil invade la Capital del mismo modo?

Ahora Julien se agitaba visiblemente. Un pequeño músculo se contrajo rígidamente en su elegante mejilla gala.

—¿O los dos? —sugerí —. Después de hacer un trato. Arrojemos una moneda: si sale cara el emperador soy yo, si sale cruz el emperador eres tú, pero arrojemos fuera al hijo de puta de Periandros. ¿Qué entonces?

—Vivimos una época terrible, Yakoub.

—Tienes toda la razón.

—El emperador desea ayudarte porque sabe que tú puedes ayudarle a él, sí. Estamos entrando en una estación de caos y llamas. Tú y el emperador, lado a lado, podéis impedir que ocurra lo peor.

—Creo que podríamos. Pero sería lo mismo si me aliara con Sunteil o Naria.

—Ellos no te rescataron, Yakoub. Y no están en la Capital ahora. Créeme, Yakoub. Lord Periandros es el emperador. Lo consiguiera como lo consiguiera, ahora lo es. Sunteil y Naria son insurgentes. Pretenden encabezar insurrecciones contra el emperador reinante. Si te inclinas por uno cualquiera de ellos dos, Yakoub, no estarás impidiendo el caos, sino fomentándolo.

—¿Y si prefiero a Sunteil? ¿O a Naria?

—¿Por qué deberías? Ambos te desagradan. Lo sé.

—No tengo nada bueno que decir de Naria, de acuerdo. Sunteil es un caso distinto.

—¿Puedes hallar algo bueno que decir de ese fenixi?

—Es retorcido y peligroso, sí. Pero tiene encanto. Periandros está absolutamente desprovisto de encanto, Julien. Deberías saberlo por ti mismo.

—El encanto no es la cualidad primaria que buscamos en un emperador.

—Pero como rey tengo que tratar con el emperador constantemente. ¿Deseo tratar con alguien tan opaco y rígido y carente de humor y autoritario, cuando podría cruzar mi acero con el alegre Sunteil?

—Estás mostrándote frívolo, Yakoub.

—Soy un hombre frívolo.

—¡Eres el hombre menos frívolo de esta galaxia! —exclamó, con una fuerza y un vigor rabiosos que no había oído en él desde hacía mucho —. Y todo esto es una estupidez. Periandros se ha nombrado emperador. Bien, es emperador, te guste o no. Los otros dos son rebeldes. El emperador te ha proporcionado la libertad y te ofrece apoyarte en el cisma dentro de los roms. Puedes aceptarlo o rechazarlo, es tu elección. Pero si decides tender tu mano a uno de los rebeldes, destruirás la poca estabilidad que ha conseguido alcanzar el Imperio en estos días difíciles. Y puede que descubras que el emperador, en su esfuerzo por reedificar esa estabilidad, decida tender su mano hacia alguna otra persona.

—¿Te refieres a Shandor? ¿Es eso una amenaza, Julien?

—Es la afirmación de un hombre realista, nada más.

—Suena como una amenaza.

—Soy tu amigo, Yakoub. Tú lo sabes ¿Cuánto tiempo ha pasado desde los viejos días en Iriarte? ¿Cuando tú eras un descubreplanetas para la kumpania de tu esposa y yo era el despachador de la compañía? Yo estaba allí cuando te casaste con Esmeralda, ¿recuerdas? Cuando te dieron el pan y la sal, ¿quién tenías a tu lado? Y cuando nació Shandor, ¿a quién le pediste que fuera su padrino? Y yo ni siquiera soy toro; pero tú me lo pediste, y yo hubiera aceptado si el padre de ella hubiera estado de acuerdo. ¿Has olvidado todo eso?

—No he olvidado nada —dije —. Sin embargo, tu lealtad hacia Periandros es más bien extraña.

—No tan extraña, hay un respeto mutuo entre los dos. Subestimas a ese hombre porque consideras que el estilo akraki no es de tu gusto.

—Te reconoce como rey de Francia, ¿es eso?

El color llameó en las mejillas de Julien, y pareció a punto de estallar en lágrimas de rabia.

—¿Qué tiene que ver eso con todo lo demás?

—Francia, pienso a veces, es más importante para ti que cualquier otro lugar del universo que aún exista.

Se tranquilizó. Necesitó un cierto esfuerzo.

—Nunca comprenderás lo que significa Francia para mí. Es como vuestra Estrella Romani, Yakoub: el gran lugar perdido, la única madre auténtica. ¿Por qué te resulta tan difícil comprenderlo?

¿Así que sabía lo de la Estrella Romani? Aquello me sobresaltó. Nunca antes había oído pronunciar aquel nombre a unos labios gaje. Evidentemente Julien había estado prestando mucha más atención a las palabras privadas de sus amigos roms de lo que ninguno de nosotros sospechaba. Aquel conocimiento me trastornó. Pero no me sentía con ánimos para enfrentarme a aquel asunto ahora.

Dije, irritado:

—La Estrella Romani aún existe. Algún día regresaremos allí. Pero tu Francia…

—Ah, ¿así que esa es la distinción, Yakoub? Tu fantasía es real, mientras que la mía no.

—¿Fantasía?

—Te lo suplico, mon ami , no enturbiemos la discusión con esos asuntos secundarios…

—¿Crees que la Estrella Romani es un mito? ¿Una fábula?

Hizo un gesto inconcreto con las manos.

N’importe, mon cher . No importa eso. Dejemos a un lado esa discusión por el momento. Por el momento, Yakoub. Dices que mí lealtad a Periandros es extraña, que es algo relacionado con el hecho de que él reconozca mi pretensión a mi propio y antiguo trono. De hecho, a él no le importa en absoluto mi pretensión. Solamente le preocupa el Imperio. Soy leal a él, por usar tus palabras, porque creo que es el más adecuado para gobernar. También creo que tú, tú, eres el más adecuado para gobernar, ¿eh, Yakoub? Bien . Ya basta de esta charla, mon cher . Sal de esta celda, ahora. El palacio es tuyo. Te lo devolvemos. Shandor se ha ido. Ocupa tu sitio en tu trono, y prepararé una comida más para ti, como celebración. Y luego quiero que pienses en todo lo que hemos dicho. Y después espero que vengas conmigo a la Capital, y te presentes delante de nuestro nuevo emperador. ¿D’accord? ¿Eh? ¿Eh, mon ami ? Piensa en todas esas cosas. Sólo piensa, Yakoub.

3

Esta vez se superó a sí mismo con el banquete. Ni siquiera puedo empezar a listar todas las exquisiteces y los mundos de los que provenían, o los raros vinos, y las sensaciones que despertaron en mí. Allá donde va Julien, llena las dimensiones circundantes con las suficientes delicias almacenadas como para aturdir a una docena de gourmets, y aquella noche las decantó todas hacia mí. Si la comida hubiera podido persuadirme, Periandros hubiera tenido mi alianza sin un parpadeo.

Pero primero tenía que pensar, sí. Y había mucho en lo que pensar.

La muerte del viejo Decimoquinto, para empezar. La muerte de cualquier hombre me disminuye, etcétera. Pero ésta me golpeó de una manera particularmente fuerte. Mi colega. Mi contemporáneo, más o menos. Un enorme trozo de mi pasado arrancado de mí. Había trabajado largo y bien con el Decimoquinto, era una presencia reconfortantemente familiar, mi contrapartida, mi yo real opuesto. Y ahora había desaparecido.

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