Robert Silverberg - La estrella de los gitanos

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En el año 3159, la humanidad ha conquistado las estrellas, y los otrora despreciados gitanos son hoy mimados y respetados, porque solo ellos pueden llevar a buen puerto las astronaves en sus largos saltos estelares.
Pero los gitanos tienen también otros talentos,. Arrastrados por su tradición errante, siguen vagando, pero hoy no solo a través del espacio, sino también del tiempo: su facultad de espectrar les permite trasladarse a las más remotas épocas, y volver al viejo y ya desaparecido planeta Tierra para contemplar su vida pasada, desde el esplendor de la antigua ciudad de Atlantis hasta el horror de los campos de exterminio nazis.
Y los gitanos mantienen un antiguo sueño: volver a su mundo de origen. Porque ellos nunca fueron nativos de la Tierra. Y así, contemplan desde el cielo de los mil mundos por los que se hallan ahora dispersos la Estrella Romani, de la que tuvieron que huir precipitadamente para salvar sus vidas, y anhelan el día en que podrán regresar a su hogar. Y quien mas lo anhela es Yakoub, el Rey de los Gitanos, un personaje mezcla de Falstaff y Ricardo Corazón de León, que abdicó de su trono para poner las cosas en su sitio y ahora tiene que volver a él para cumplir con el último destino de la raza rom.

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¿Qué tipo de comida era la que aquellos robots dementes habían empezado a traerme de pronto? Bien, era comida francesa. ¿Y a quién conocía cuya mayor pasión era cocinar a la manera clásica francesa? Oh, Julien de Gramont, pretendiente del trono de Francia y ayudante especial de Su Señoría Periandros en la corte imperial. Sí. Por supuesto.

De alguna forma Julien se había infiltrado en aquel lugar y estaba preparando soberbias comidas para mí que eran en realidad otros tantos mensajes. Lo que pretendían decirme todos aquellos caussoulets y ragouts y terrinas y salsas era que tenía amigos en el lugar. Y que la ayuda estaría pronto en camino.

Siete:

EL DECIMOSEXTO EMPERADOR

Empezamos estúpidos. Toda lo que tenemos al principio es la sabiduría innata del cuerpo, que nos dice por qué lado comer y por qué lado defecar y no mucho más. Pero hemos sido puestos aquí para luchar con la entropía, y, entropía es igual a estupidez. En consecuencia, estamos obligados a aprender. Nuestro trabajo es procesar información y conseguir el control de ella: es decir, ser cada vez más listos a medida que seguimos adelante.

Si soy tan estúpido cuando tengo veinte años que cuando tenía dos, si soy tan estúpido cuando alcanzo los cien que cuando tenía cincuenta, entonces no estoy haciendo mi trabajo. Estoy ocupando tiempo y espacio sin ninguna finalidad, e igual podría ser un trozo de roca.

Por supuesto, llega un momento en que incluso el más listo de los hombres deja de ser más listo y empieza a volverse de nuevo estúpido. Puede que se necesiten doscientos años para que le ocurra esto, pero le ocurrirá. Me he reconciliado con la inevitabilidad de eso, creo. Todo lo que significa es que al final gana la entropía, lo cual es algo que sabíamos desde un principia. No importa. El hecho de que luchemos en una batalla perdida no nos disculpa de luchar. El gran logro humano es posponer el momento de la derrota tanto como sea posible.

1

Lo que no sabía era que en el imperio se habían producido algunos cambios importantes. El viejo emperador había muerto al fin —sin nombrar sucesor—, y los tres grandes lores estaban efectuando sus movimientos. Así que ahora el caos estaba entre los gaje al igual que entre los roms.

Encerrado en mi acogedora celda, no supe nada de todo aquello. Mis únicos visitantes ahora eran los silenciosos robots que seguían trayéndome comidas cada vez más elaboradas. Ni siquiera recibía espectros. En vez de noticias del exterior, lo que recibía era suprêmes de voluille, noisettes d’ogneau, grenadins de boeuf. Mi cintura empezó a ensancharse. Mientras tanto, más allá de las paredes de mi prisión, toda la estructura precariamente equilibrada que había mantenido junta a la raza humana durante los mil años de expansión por la galaxia estaba despedazándose en un gran y triunfante estallido de codicia y estupidez.

¡Imaginen! ¡Reyes y emperadores, aquí en el siglo XXXII! Como si estuviéramos viviendo en la Edad Media. Pompa y circunstancia, fanfarrias y panoplias. Coronas y cetros. Guerras de sucesión. Suena infantil, ¿verdad? ¿Pero qué sistema, les pregunto, hubiera funcionado mejor? ¿Una democracia? ¿Un parlamento de mundos? No me hagan reír. Todo eso funciona bien a pequeña escala, quizá. Dentro de un solo país, digamos. Observarán que en su tiempo la Tierra nunca consiguió tener una democracia representativa que funcionara más o menos bien a escala de toda un continente, sin hablar ya de todo el planeta. Así que, ¿cómo podría conseguirse a escala galáctica? Nos desplazamos espectacularmente en nuestras astronaves más rápidas que la luz, pero las comunicaciones entre los sistemas solares aún sufren fuertes intervalos. El parlamento siempre estaría con seis semanas de retraso con respecto a saber lo que estaba ocurriendo. El presidente galáctico no estaría al corriente de nada. Y hay centenares de mundos habitados, ¿no? Miles. Necesitaríamos un parlamento que ocupara la mitad del tamaño de una ciudad para albergar a todos los delegados. Imaginen la barahúnda, Lo que se necesita es una figura simbólica, una especie de estandarte animado que mantenga juntos a todos los mundos. Sabíamos lo que estábamos haciendo cuando revivimos la monarquía. Por supuesto, esto no es en absoluto la Edad Media, y la monarquía que instauramos no se parece en nada a la de los tiempos antiguos. Básicamente, el emperador es un mensaje que es enviado simultáneamente a todos los mundos de la galaxia. Su misma existencia dice: Somos humanos, somos miembros de una misma familia. El emperador es como un poema, si entienden el significado. Cuando habla, puede que no comprendas el sentido literal de lo que dice, pero recibes el impacto a algún otro nivel.

¿Qué es lo que están diciendo? ¿Que por qué molestarse en intentar mantener unida la trama de los mundos? ¿Que por qué no simplemente dejar que cada planeta viva en un bendito aislamiento, envuelto en su acogedora sábana de años luz? ¿Sin nada de la intrincada y costosa arquitectura del Imperio?

Bien, ése es un concepto medieval, si alguna vez he oído alguno. Y ni siquiera en la antigua Tierra medieval fue posible hacer que funcionara, aunque ciertamente lo intentaron. No había forma de que ninguna nación se mantuviera aislada de las demás naciones por mucho tiempo. Las más débiles que lo intentaron terminaron siendo sojuzgadas inevitablemente de una u otra forma. Las fuertes podían hacer que la política aislacionista funcionara durante un tiempo, pero más pronto o más tarde se encerraron en sí mismas e iniciaron la decadencia, y empezaron a resbalar por un lento e irreversible declive. Sólo cuando la gente de la Tierra aceptó alguna noción de su interdependencia empezaron a alcanzar algo parecido a la civilización. Como dijo el antiguo poeta gaje: Ningún hombre es una isla, completo en sí mismo. Cada hombre es una pieza del continente, una parte del conjunto; si una mota de tierra es arrastrada por el mar, Europa es la que menos. Exactamente. Europa fue uno de sus más famosos continentes, pequeño pero muy importante. El mismo poeta dijo: La muerte de cualquier hombre me disminuye. Por consiguiente, nunca envíes a saber por quién doblan las campanas; doblan por ti. Sí, exactamente. Es lo mismo para las naciones. Y es lo mismo para los mundos.

Ahora nos hemos dispersado por las estrellas, llenando muchos mundos con nosotros mismos y con los animales de la vieja y muerta Tierra que trajimos con nosotros para hacernos compañía, vacas y caballos y serpientes y ranas. Nos hemos diseminado como una marea incontenible por todo un universo que probablemente se consideraba perfecto sin nosotros, y hemos abrumado grandes sectores de él. Y sin embargo, y sin embargo, pese a todo nuestro tremendo impulso, no somos más que un pequeño hilo oscuro tendido a lo largo de la Vía Láctea. Si alguno de nosotros intentara permanecer aislado, estaría perdido. Así que nos tendemos hacia fuera —nosotros que no somos más que muchas cuentas esparcidas oscilando en este gran océano de noche, si no les importa cambiar de metáfora, y si un rey no puede cambiar de metáfora, me gustaría saber quién puede—, e intentamos mantenernos conectados los unos con los otros. Y eso es el Imperio; y por eso existe un emperador; y por eso, cuando el emperador muere, todos nos hallamos al borde del caos.

Puede que hayan observado que en el transcurso de desatar toda mi pasión sobre ustedes no me he detenido a trazar distinciones entre gaje y roms. Por supuesto. Tenemos nuestras diferencias, sí —¡los gaje no sospechan siquiera lo grandes que llegan a ser!—, pero también tenemos nuestras similitudes, y nunca me permitiré olvidar eso tampoco. Ellos son humanos y nosotros somos humanos. Este océano en el que derivamos es muy amplio, y nosotros somos muy pequeños; y todos necesitamos la totalidad de los aliados que podamos conseguir. El gaje es el enemigo, sí; así se nos enseñó desde nuestra infancia. Pero el gaje es también el único amigo. Es un asunto desconcertante. Los asuntos más fundamentales de la vida son así. Nosotros los roms nos hemos mantenido aparte, una isla en el enorme mar gaje, porque si no hubiéramos hecho eso hubiéramos estado perdidos, y, sin embargo, hemos unido nuestras manos con ellos, tanto como nos ha sido posible, porque si no hubiéramos hecho eso también hubiéramos estado perdidos. Somos un Reino fuera del Imperio, pero también pertenecemos al Imperio. Eso no resulta fácil de comprender. Pero tampoco resulta fácil de conseguir. Pero les diré esto: Que la muerte del emperador gaje nos disminuye a todos, incluso a nosotros los toros. Ningún hombre es una isla.

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