—Eso suena bien.
—Es la verdad.
—¿Lo es?
—No —dije al cabo de un momento, con una voz distinta. Algo se había roto bruscamente en mí. Una extraña sensación, pero una sensación liberadora. ¿Por qué mantener secretos con Valerian? Ábrete, deja que brote la verdad —. Es mentira —dije.
Lo era. Por supuesto que lo era.
Había temido muchas cosas, grandes y pequeñas, como cualquiera, aunque siempre había sido capaz de dominar mi miedo. Cuando había intentado decirle a Valerian que nunca había tenido miedo lo único que había conseguido era hacer mucho ruido.
Y también estaba empezando a comprender —tras el primer momento de furia, tras el primer hormigueo de orgullo— que Valerian tenía razón, que él no me estaba engañando cuando creía ver miedo en mí. Porque temía una cosa por encima de todo lo demás, y la temía terriblemente. No a la muerte. No a Shandor. No al hecho de estar sentado allí, prisionero. Ni siquiera a la guerra civil entre los roms. Era algo que temía tanto que nunca había sido capaz de hablar de ello con otra persona. Ni siquiera a mí mismo para enfrentarme directamente a ello. Era algo que había mantenido encerrado durante años en la más profunda oubliette de mi alma.
Valerian dijo:
—¿Por qué no me cuentas de qué tienes miedo, Yakoub?
Vacilé. Resultaba muy duro para mí.
—Nunca se lo he dicho a nadie.
—Dímelo a mí. ¿Qué es lo que temes?
—¿Por qué debería decírtelo, Valerian?
—Porque así quizás yo pueda ayudarte a dejar de tener miedo, sea lo que sea lo que temes.
—Nadie puede conseguir eso.
—Quizás yo pueda. Dímelo.
Flotó muy cerca de mí. El sisear y el crepitar de su aura espectral resonaron como truenos en mis oídos.
Inseguro, dije:
—Temo…, temo…
—Adelante, Yakoub.
Estaba empapado de sudor. Había como una mano en mi garganta, ahogando mi voz.
De pronto sentí que las palabras escapaban de mi boca en un ronco y entrecortado torrente.
—Lo que temo, Valerian, es que la Estrella Romani sea una mentira.
—¿Qué?
—Que toda la historia no sea más que un mito —dije. Me sorprendió oír brotar de mis labios las temidas palabras. Pero de alguna forma me tranquilizó decirlas. Ahora estaba hablando más libre y regularmente —. Que la estrella roja a la que rezamos no tenga maldita cosa que ver con nosotros. Que nunca llegáramos de aquel lugar, que la dilatación nunca haya ocurrido, que si alguna vez llegamos allí descubramos que se trata sólo de otro planeta deshabitado.
Valerian guardó silencio unos instantes, pensando, frunciendo el ceño.
—Entonces, ¿eso es lo que temes?
Asentí. Me sentí mucho mejor tras haberlo dicho al fin.
—¿Por qué? —preguntó.
—Porque he dedicado toda mi vida a la Estrella Romani. Porque todo este lunático plan mío está enfocado a una cosa y sólo una cosa, que es llevarnos de vuelta al Mundo Natal, volver a establecernos en el lugar al que pertenecemos, el lugar en el que no seremos intrusos ni extraños ni alienígenas. Me he lanzado de cabeza hacia la Estrella Romani, ¿entiendes? Sólo vivo para el día en que ponga mi pie en aquel lugar, ¿te das cuenta, Valerian? ¿Y si no es allí? ¿Y si algún día descubro que todo eso no es más que una estupidez, que realmente nacimos de la Tierra como los gaje, que en realidad no somos más que gaje de curiosa aspecto que hablamos un viejo y curioso lenguaje, que la Estrella Romani no es más que la poética fantasía de alguien…?
—No. Las cosas no son así —dijo Valerian. Sonaba confiado. Hice una pausa, sudoroso, asombrado.
—¿No?
—Toda la historia es cierta, todo está en el Swatura. Créeme. La vida que llevamos allí, las grandes ciudades, los presagios, la dilatación del sol. Las dieciséis naves que partieron hacia la Gran Oscuridad y nos trajeron hasta la Tierra.
Ahora estaba hablando con un Valerian distinto, ya no fanfarroneaba, los alardes habían quedado atrás. Tranquilo, serio, intenso. Apenas le reconocí.
—¿Cómo es posible que sepas eso?
—Porque he estado allí —dijo —. He visto las colinas quemadas. He visto los valles fundidos. He tenido las cenizas de la Estrella Romani entre mis manos, Yakoub.
Le miré, sin creer ni una palabra. Sólo estaba intentando decirme lo que sabía que yo necesitaba desesperadamente oír.
—No puedes haber hecho eso.
—¿Por qué no? Es un lugar, ¿no? Yo poseo una astronave, ¿no? ¿Qué puede impedirme ir a echar una mirada?
—¡Pero está prohibido! —exclamé —. Es un sacrilegio absoluto para cualquiera poner el pie en la Estrella Romani hasta después de la tercera dilatación, hasta que recibamos la llamada, hasta…
—Yakoub —dijo —, no seas ingenuo. No suena bien viniendo de ti.
Lo dijo gentilmente, casi tiernamente. Estaba sonriendo. Había algo como avergonzado en aquella sonrisa, y también una cierta condescendencia.
Me di cuenta de que temblaba incontrolablemente.
—¿Lo dices en serio? ¿Has estado literalmente allí?
Suavemente, Valerian dijo.
—¿Cuándo me han importado un comino las reglas, Yakoub?
Había desaparecido antes de que me diera cuenta de lo que estaba ocurriendo. Pensé que simplemente se había desvanecido de la visibilidad por unos instantes, pero no, se había ido. Dejándome a solas con mi desconcierto.
Rugían tifones en mi alma. Huracanes, maremotos, temblores de tierra. Colgaba de mi cordura por la punta de los dedos.
Le había dicho a Valerian lo único que me había esforzado por impedir que nadie supiera, ni siquiera yo mismo, desde el día en que aquella sucia y venenosa idea se había infiltrado en mi mente. Aquello impensable, lo único realmente impensable: hoy no sólo lo había pensado, sino que lo había dicho. Pero eso no era todo.
Lo que él me había dicho: su propio pequeño secreto, que me había ofrecida a guisa de intercambio…
Estaba asombrado. ¿Un viaje a la Estrella Romani? ¿Un descenso al santo de los santos, al planeta prohibido, violando el sagrado Mundo Madre? ¿Antes de que hubiéramos recibido la llamada para el regreso? Sorprendente. Increíble. Sólo Valerian podía haber hecho algo así. ¡Ahora lo despreciaba por ello! ¡Y cómo lo envidiaba también! ¿Una blasfemia tan casual, una alegre trasgresión de las creencias más sagradas de los roms? Contra la propia Ley. «Es un lugar, ¿no? Yo poseo una astronave, ¿no?» Y, además, hablarme de ello de una forma tan casual. Al rey, podía llevarle delante del kris por eso. Incluso ahora, aquí en mi prisión, una palabra mía y sería desgajado para siempre de la raza. Lo crucificarían. Lo masacrarían.
Por supuesto, no iba a apelar al kris contra él. Él lo sabía, o de otro modo no hubiera dicho una palabra. No importaba cuáles hubieran sido sus indiscreciones, siempre le había protegido, de alguna forma. Era como una parte de mí, desvergonzado, inexcusable e incontrolable, pero una parte de mí pese a todo. No mutilas tu brazo simplemente parque se adelante y le pellizque las nalgas a una mujer mientras tu atención está dirigida a otro lado.
Pero pese a todo…
¿La Estrella Romani? ¡La Estrella Romani!
—He visto las colinas quemadas —había dicho —. He visto los valles fundidos. He sostenido las cenizas de la Estrella Romani entre mis manos, Yakoub.
Me sentía enfermo de envidia y añoranza, de ira y alegría. Estaba furioso con él por no haberme pedido que fuera con él, cuando había emprendido su blasfema expedición. Me hubiera negado a ir, por supuesto…, de hecho le hubiera amenazado con encarcelarle de por vida si intentaba realizar el viaje, y Dios y todos Sus demonios saben que hubiera cumplido mi amenaza. Pero me hubiera gustado que me lo hubiera pedido. Hubiera deseado estar allí. Ver con mis propios ojos que todo aquello era real, deslizar aquellas cenizas entre mis propios dedos. Podía sentir como una especie de bilis en la garganta, mi anhelo de haber ido con él. No era extraño que protegiera a Valerian. Soy tan desenfrenado como él. Peor aún. Yo finjo que respetaré las leyes. Y la Ley. Él hace lo que le place y no finge. ¿Qué hombre es más moral, el pirata o el hipócrita?
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