—Sí. Lo sé. Por eso precisamente estoy aquí.
—Mientras continúes reclamando el trono pones en peligro toda nuestra nación.
—Yo podría decirte lo mismo, Shandor.
—Había un hueco en el gobierno. Ya no lo hay. Con tu obstinación fomentas la disensión, arrojas dudas sobre la legitimidad del gobierno rom, minas la estabilidad de todo…
—Por supuesto que lo hago. No necesitas decírmelo.
—Eres un viejo malicioso.
—No. Tú lo eres. —Me eché a reír —. Vete, Shandor. Déjame tener un poco de paz.
—¡Si me voy, te pudrirás aquí hasta el final de los tiempos!
—¿Le harías eso a tu propio padre?
—¿ Eres mi padre?
—Y mancillas la memoria de tu madre también, por lo que veo. Eres realmente un excremento sin el menor valor, ¿lo sabías? Maldigo el pequeño instante de placer que te trajo al universo. Maldigo la alegría que sentí entre los muslos de Esmeralda. —Dije esto calmadamente, incluso dulcemente —. No voy a hacerte rey, Shandor, no importa lo que bufes y gruñas. Tampoco me asustas amenazándome con retenerme en este hermoso hotel tuyo. E, incidentalmente, no hay forma alguna en que puedas convertir esta celda en un lugar a prueba de espectrar. ¿No te das cuenta? Si puedo respirar, puedo espectrar. Allá donde esté. En cualquier momento. —Cerré los ojos y espectré, entonces y allí, delante de él. De regreso a Xamur, algo así como un siglo antes. Para ver a mi joven y querida esposa, para ver a mi encantador primogénito recién nacido. Shandor estaba echando humo cuando regresé, una fracción de segundo más tarde —. Tu madre fue una mujer espléndida, Shandor. Acabo de hacerle una visita. Para decirle lo mucho que la quise. Y para que sepa la maravillosa persona que ha resultado ser su hijo mayor. ¿Por qué no vas a visitarla también? Sé que le encantará verte.
—¡Vas a pudrirte aquí para siempre, viejo! —gritó venenosamente Shandor.
Shandor nunca supo mantener sus promesas. Algo así como una semana más tarde, sus robots vinieron a por mí y me transfirieron sin advertencia previa a una celda mucho mejor acondicionada en un nivel superior del edificio. Seguía sin haber ventanas, pero no había ratas, ni protozoos gigantes, ni moho volátil. Tampoco serpientes. Eché en falta las serpientes, un poco. Tenían una cierta elegancia, y eran inofensivas. La nueva celda era más cálida y seca, y tenía un camastro mucho más cómodo. El suelo era una sólida losa de oro. Había habido períodos en la historia en que uno se hubiera sentido orgulloso de verse encerrado en una celda donde el suelo fuera una losa de oro, supongo. Bien, eso estaba bien. Pero no podía olvidar nunca que aquello era Galgala, donde el oro no es mucho más valioso que el cartón, y que podía tener un suelo de oro en la celda de mi prisión sin que por ello dejara de ser una celda de una prisión. Casi siempre iba descalzo. El oro era suave y casi parecía como si cediera bajo mis pies, de esa forma particular en que el oro suele dar esa impresión. Empecé a grabar líneas en él para llevar la cuenta del tiempo. Normalmente, ¿saben?, no me importa en absoluto llevar la cuenta del tiempo, y mezclo alegremente décadas enteras de cronología sin ver el menor problema en ello. Pero, allá en mi confinamiento, estaba empezando a preguntarme cuánto tiempo debía llevar ya. Un tiempo considerable, como descubrí más tarde.
De todos modos, Shandor no había cumplido su promesa de dejarme pudrir en aquella húmeda oubliette. No era tan estúpido como para pensar que se había ablandado. Los Shandor de este universo no conocen el significado de esa palabra. No, probablemente sólo había cambiado de opinión respecto a la eficacia de dejarme pudrir. Quizás había decidido que yo era tan viejo y correoso que me había vuelto resistente a la putrefacción, como esa rara madera amarilla de Gran Chingada, que puede pasarse quinientos años sumergida en un pantano de mungarthangar sin cambiar en absoluto. O quizás imaginó que era una mala política para el Reino que se descubriera que mantenía a su anciano padre encerrado en un cubil de serpientes y ratas. No lo sé. Es posible que hubiera imaginado alguna estrategia completamente nueva, que le hiciera sacar ventaja de mantenerme en una celda mucho más confortable. No veía cuál podía ser esa estrategia, pero no me importaba.
Polarca llegó espectrando y dijo:
—¿Y bien? ¿Te gusta un poco más ésta?
—Nunca viste la anterior —respondí.
—Por supuesto que la vi. Vine tres veces. Las tres estabas durmiendo. Como un bebé, roncando. Ni siquiera te importaba tener una especie de rata sentada sobre tu pecho.
—Hubieras podido decir hola.
—Parecías tan relajado —dijo Polarca.
—Oh, eres un maldito bastardo. ¿Qué ocurre ahí fuera?
—¿Cuándo?
—En este momento.
—¿Cómo quieres que lo sepa? No vengo de ahora.
—¿De cuándo vienes, entonces?
—Sabes que no puedo decirte eso.
Hubiera deseado estrangularle.
—El Reino está en un apuro, mundos enteros se tambalean, tu más viejo y más querido amigo está sentado impotente en una mazmorra, ¿y tú decides atenerte estrictamente a las reglas?
—Son reglas importantes, Yakoub Tú lo sabes. ¿Necesito realmente recordártelo? Cuando empiezas a abusar del espectrar para pasar información hacia atrás en el tiempo, todo el universo empieza a descomponerse.
—Ya se está descomponiendo de todos modos. Pero tú puedes ayudarme.
—No. Creo que no puedo.
—Entonces, ¿por qué te molestas en venir? ¿Sólo para torturarme?
—Me gusta ver el brillo de tus ojos. Pareces tan sexy cuando estás aburrido.
—¡A ti te daré sexo, exasperante hiena!
—Ah. Ah. Domina tu genio, Yakoub. Recuerda tu presión sanguínea.
—Vas a volverme loco. ¿Me merezco eso? ¿Un hijo como Shandor y un amigo como tú?
—Pero yo soy tu amigo. No sabes lo bueno que soy contigo. Y no quiero que pienses que no te estoy ayudando. —Su manto de espectro parpadeó y sufrió algunos curiosos cambios electromagnéticos, el equivalente espectral a un largo y sufriente suspiro —. De acuerdo. Escúchame, Yakoub. Tu petición me hace sangrar el corazón. Va en contra de todas las reglas, pero voy a dejarte saber el futuro de todos modos. —Derivó más cerca de mi oído e inclinó la cabeza y bajó la voz a un nivel confidencial, insinuante — . Todo va a ir bien —susurró.
—¿De veras?
—Todo. La curva fundamental de nuestro destino racial. El Reino, el Imperio, la Estrella Romani. Todo. Nunca digas que tu viejo amigo Polarca no te ayuda. Ahora puedes darme las gracias.
—¿Es a eso a lo que tú llamas ayudar?
—¿Es a eso a lo que tú llamas agradecimiento?
—¿Agradecimiento por qué?
—Mírate, frunciéndome el ceño. Te dije lo que deseabas saber, ¿no? ¿Acaso no hallas consuelo en saberlo? ¿No te sientes aliviado? Eres un desagradecido hijo de puta.
Le fruncí el ceño aún más.
—¿De qué me sirve tu gran revelación? No es el vago destino final lo que me preocupa. Es lo que ocurrirá ahora. ¿Voy a vivir? Dame detalles, ¿quieres? Quiero saber qué hay escrito para ahora, lo que ocurrirá a continuación, no lo que va a ocurrir dentro de un millar de años.
—¿Quieres que cometa pecados?
—¿Es un pecado ayudar a tu rey?
—Deberías sentirte avergonzado. Manipularme de este modo. Y esa desagradable indolencia. ¿Toda tu vida has resuelto tus asuntos por ti mismo, y ahora quieres que te haga un esquema?
—Todo lo que quiero es unos cuantos datos.
—Esto es absolutamente chocante.
—Eres un cerdo testarudo, Polarca.
—¿ Yo , testarudo? ¿Yo?
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