Arthur Clarke - La ciudad y las estrellas

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Los hombres habían construido ciudades antes, pero ninguna como Diaspar. Diaspar: porque Diaspar tenía una leyenda. Era la última ciudad construida en la Tierra por el poder de quienes también pudieron conquistar las estrellas. Pero la grandeza de Diaspar acabó desapareciendo. Desde los más oscuros límites del Universo los Invasores atacaron el imperio creado por el hombre y lo confinaron otra vez a la Tierra. Quien fuera que abandonara la Tierra caería bajo la ira de los Invasores. Esta era la leyenda de Diaspar. Una leyenda de un billón de años…

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«Sin embargo, la estabilidad, no es suficiente. Conduce demasiado fácilmente al estancamiento, y de ahí a la decadencia. Los diseñadores de la ciudad, tomaron muy elaboradas precauciones para evitarlo, aunque esos edificios abandonados sugieren que no lo consiguieron del todo. Yo, Khedrom el Bufón, soy una parte de ese plan. Una parte muy pequeña, tal vez. Me gusta pensar de otra forma; pero nunca puedo estar seguro.

— ¿Y cuál es esa parte? — preguntó Alvin, todavía sumido en la incomprensión de todo aquello, volviéndose un tanto exasperado.

— Digamos que yo introduzco una cantidad calculada de antemano de desórdenes en la ciudad. Explicar mis actuaciones, sería destruir su efectividad. Júzgame por mis acciones, aunque sean pocas, más bien que por mis palabras, que son muchas.

Alvin jamás se había encarado antes con nada parecido a Khedrom. El Bufón era una personalidad real, un personaje que levantaba la cabeza y los hombros por encima de la generalidad de las gentes que conocía y se apartaba del nivel uniforme que era lo típico en Diaspar. Aunque parecía no poder tener esperanzas en descubrir precisamente cuáles eran sus obligaciones y cómo las llevaba a cabo, aquello era lo menos importante. Alvin sintió, que lo que importaba era que existía alguien a quien pudiese hablar, aprovechando un respiro en el monólogo, y a quien pudiera preguntar y de quien recibir respuestas de los problemas que le tenían confuso y embrollado desde hacía tanto tiempo.

Ambos volvieron a través de los corredores de la Torre de Loranne y emergieron junto al desierto camino móvil. Hasta que no se hallaron una vez más en las calles, no se le ocurrió a Alvin que Khedrom nunca le preguntó qué había estado haciendo al borde de lo desconocido. Sospechó que Khedrom lo sabía y que estaba interesado, pero no sorprendido. Algo le dijo que sería muy difícil sorprender a Khedrom.

Se intercambiaron sus números índices, al objeto de poder llamarse recíprocamente cada vez que lo necesitaran. Alvin se hallaba realmente ansioso de saber más cosas del Bufón, aunque supuso que su compañía le aburriría de ser demasiado prolongada. Antes de volverse a ver, Alvin deseó encontrarse con sus amigos y particularmente con Jeserac, para hablarle respecto a Khedrom.

— Hasta la próxima dijo Khedrom, desapareciendo prontamente de su vista.

Alvin se encontró en cierta forma molesto. Cuando se encuentra a alguien que no está presente en carne y hueso si no una mera proyección de sí mismo, era lo más cortés el haberlo puesto en claro desde el principio. Aquello le situaba por su ignorancia en una considerable desventaja. Probablemente, Khedrom había permanecido tranquilamente en su hogar todo el tiempo… dondequiera que su hogar pudiera hallarse. El número que le había dado aseguraba que cualquier mensaje le llegaría; pero no revelaba dónde vivía. Aquello al menos, estaba de acuerdo con las costumbres normales de la ciudad. Se podía dar el número índice a cualquier persona conocida o amiga; pero la verdadera dirección quedaba descartada y sólo a disposición de los íntimos amigos.

Mientras volvía hacia el corazón de la ciudad, Alvin estuvo sopesando las cosas que Khedrom le había dicho respecto a Diaspar y su organización social. Era extraño que nunca se hubiera encontrado con nadie que hubiera parecido insatisfecho con su modo de vivir. Diaspar y sus habitantes habían sido diseñados como parte de un plan grandioso; una y otros formaban una perfecta simbiosis. A través de sus dilatadas vidas, las gentes de la ciudad jamás parecían aburridas. Aunque su mundo fuese algo diminuto a escala comparada con el existente en edades pasadas, su complejidad resultaba abrumadora y sus riquezas, maravillas y tesoros, más allá de cualquier cálculo. Allí, el Hombre, había reunido todos los frutos de su genio, todas las cosas que habían sido salvadas de las ruinas del pasado. Todas las ciudades que habían existido sobre la Tierra, se decía, habían dado algo a Diaspar antes de la llegada de los Invasores, su nombre había sido conocido en todos los mundos que el Hombre había perdido. En la construcción de Diaspar se había vertido toda la destreza y todo el arte, en sus mil matices imaginables, del Imperio. Cuando los grandes días de esplendor llegaron a su fin, hombres de genio habían refundido la ciudad y le habían suministrado las máquinas que la hicieron inmortal. Cualquier cosa que pudiese haber sido olvidada, Diaspar la reviviría, sosteniendo a los descendientes del Hombre seguros y protegidos contra la corriente indefinible del Tiempo.

No habían logrado nada, salvo la supervivencia y con ello estaban contentos. Había millones de c osas en que ocupar sus vidas entre la hora en que surgían, ya completamente formados y adultos de la Sala de la Creación y la hora en que con sus cuerpos, ya carcomidos por la vejez, retornaban a los Bancos de Memoria de la ciudad. En un mundo en donde todos sus hombres y mujeres poseen una inteligencia que una vez marcó la altura del genio, no podía existir el peligro del aburrimiento. Las delicias de la conversación y sus argumentaciones, las intrincadas fórmulas de intercambio social, ello sólo era suficiente como para ocupar una gran porción de la duración de toda una vida. Aparte de aquello, y más allá, estaban los grandes debates formales en que la totalidad de Diaspar escuchaba fascinada a sus más altas inteligencias, reunidas en un combate incruento alcanzando las cimas más elevadas de la filosofía, nunca conquistadas del todo y cuyo desafío era un eterno aliciente.

No existía ningún hombre o mujer sin que tuviese algún interés intelectual absorbente. Eriston, por ejemplo, empleaba la mayor parte de su tiempo en prolongados soliloquios con el Computador Central, que virtualmente gobernaba la ciudad y que así y todo estaba dispuesto siempre a enfrentarse con discusiones simultáneas con cualquiera que deseara compulsar su sabiduría contra él. Durante trescientos años Eriston había estado intentando la construcción de paradojas lógicas que la máquina no podía resolver. No esperaba hacer serios progresos en tal sentido antes de haber gastado varias vidas.

El interés de Etania se inclinaba más por la naturaleza de lo estético. Diseñaba y construía, con la ayuda de organizadores de materia tridimensionales, entrelazando modo los de tan bella complejidad, que constituían problemas extremadamente avanzados en topología. Sus trabajos podían ser vistos por todo Diaspar, y algunas de sus creaciones habían sido incorporadas en los suelos de los grandes salones de coreografía, cuando eran utilizados como base de evolución de nuevos ballets y motivos sobre la danza.

— Tales ocupaciones podrían haber parecido algo árido a aquellos que no poseyesen el intelecto preciso para apreciar sus sutilezas. Pero no había nadie en Diaspar que no pudiese comprender algo, al menos, de lo que tanto Eriston como Etania trataban de hacer.

El atletismo y diversos deportes, incluyendo muchos de ellos que sólo eran posibles gracias al control de la gravedad, hacían las delicias de los primeros siglos de la juventud. Para la aventura y el ejercicio de la imaginación, las Leyendas proveían todo lo que cualquiera pudiese desear. Ellas constituían el inevitable producto final de aquel deseo de realismo que comenzó cuando los hombres empezaron a reproducir las imágenes en movimiento y a registrar los sonidos, y después a usar las técnicas para entresacar y revivir escenas de la vida real o producto de la imaginación. En las Leyendas, la ilusión era perfecta porque todas las impresiones de los sentidos implicados eran alimentados directamente en la mente y cualquier sensación de conflicto era descartada. El fascinado espectador, era apartado de la realidad mientras duraba la aventura; era como si viviese un sueño y con todo, creyendo hallarse despierto.

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