¿La habría despreciado Dientes-de-oro a causa de su deserción, ya que siendo una hani no tenía más remedio que irse, a pesar de todas las razones que le aconsejaban justamente lo contrario? Ahora sentía vergüenza y por ello sospechaba que toda la especie hani no había logrado estar a la altura de las esperanzas mahe, esas esperanzas que les habían proporcionado dos naves de escolta. Quizás ahora mismo estuvieran notando en el espacio los restos destroza dos de sus aliados mahe mezclados con los de la mismísima Orgullo, con un kif esperando para convertir en vapor y chatarra este cascarón en el que ahora viajaban, junto con el cerebro hani que al fin había logrado comprender algo de crítica importancia para el futuro de su especie. Demasiado tarde.
Todo era una locura. El ángulo de ascenso hacía que a su cerebro no le llegara el oxígeno suficiente y estaba empezando a notar una especie de neblina gris en los ojos. Su espalda se había vuelto insensible, al igual que sus brazos y sus piernas, y la presión gravitatoria seguía aumentando.
El ruido de los motores cambió de tono. Estaban saliendo de la atmósfera y seguían acelerando. Pyanfar parpadeó varias veces y luchó por mover el cuello, viendo una confusa masa de indicadores que parpadeaban en la oscuridad a través de la que distinguió un estallido luminoso: era la pantalla de observación, que se había encendido. Pyanfar parpadeó de nuevo, intentando ver más allá del brazo de la copiloto, tras el que se perfilaba algo muy grande y bastante cercano a su posición.
—…Suerte —chasqueó una voz a través de su oído—, aquí la Orgullo de Chanur. Vamos a interceptar vuestro curso y efectuar el acoplamiento.
Tirun.
Si hubiera sido capaz de empezar a saltar y dar gritos de alegría lo habría hecho. Pero bajo el enorme peso de la gravedad que la inmovilizaba lo único que pudo conseguir fue una sonrisa lenta y dolorosa, mientras que el corazón le golpeaba las costillas como un martillo enloquecido y la sangre se agolpaba en sus extremidades.
Los motores de la Suerte se detuvieron y Pyanfar, ante el brusco alivio, dejó escapar un prolongado jadeo. La mano invisible que la había mantenido como clavada al sueldo del pozo se había esfumado y Pyanfar logró moverse, de un asidero a otro, con la práctica de quien lo ha hecho toda su vida, hasta llegar al tablero de comunicaciones, avanzando rápidamente con los pies por delante y doblándose luego otra vez para coger el micrófono.
—Deprisa, Tirun, por todos los dioses —le dijo. Y luego, dirigiéndose a la capitana Rau, añadió—: ¿Dónde están los kif? ¿Recibes alguna señal de ellos?
—Las pantallas de la estación no transmiten nada —le dijo la navegante Rau—. No es sólo Gaohn: también Harn y Tyo están fuera de señal. Estamos limitadas a nuestros propios aparatos y nada más.
—Conecta la señal de rescate —le dijo Pyanfar, mientras luchaba por confinar esas malas noticias en un rincón alejado de su mente—. La Orgullo puede guiarse por ella y sus aparatos automáticos se encargarán del resto.
—Mi consejo —dijo la capitana—, es que ahora sería mejor que aceptaras el mando, ker Chanur. Que los dioses nos ayuden, porque ahora no podemos distinguir a ninguna de esas naves con capacidad de salto que andan por ahí fuera…
—Mantén la velocidad lo más baja posible, sin variaciones, y ten preparada la nave para una buena sacudida. —Pyanfar volvió a toda prisa al refugio que le ofrecía su manta en el fondo del foso—, Las abrazaderas de la Orgullo se encargarán de la parte delicada. Nada de impulsores ahora, la Orgullo se está guiando mediante el ordenador.
—Dioses, la tenemos encima nuestro —dijo la copiloto.
—Acercándonos— la voz de Geran en el auricular—. No os mováis. Buena suerte.
Una alarma se disparó bruscamente y fue rápidamente desconectada en el tablero. Las pantallas se apagaron.
—Oh, dioses —dijo la navegante.
Pyanfar encogió el cuerpo, apretándose con todas sus fuerzas contra la manta.
Impacto: la Suerte se estremeció de un extremo al otro con un ensordecedor estruendo metálico y Pyanfar notó cómo su cuerpo rebotaba en la cubierta, casi haciéndole perder el asidero. Luego hubo un ruido menos prologando y el roce de las abrazaderas al afirmar su presa.
Ya estaba: un silencio tranquilizador y la ausencia total de gravedad.
—Tenemos problemas —dijo Tirun—. La escotilla ha saltado y hemos puesto un tubo al otro lado. Por el cuadro de mandos de los dioses, ¡tenéis que abandonar la nave! No podemos defenderos si…
—¡Haral! —gritó Pyanfar, volviéndose hacia el pasillo—. ¡En marcha, todos!
—Capitana —dijo Nerafy Rau.
—Vamos —le respondió Pyanfar, propulsándose con una mano hacia el asiento acolchado de la capitana y sosteniéndose en él precariamente, clavando los ojos en su rostro—. Todas vosotras debéis acompañarnos. Si hay alguna oportunidad de hacerlo luego, os devolveremos a vuestra nave. Si no es posible hacerlo, hay muchos kif con los que arreglar cuentas y toda esa gente de las estaciones… ¿Queréis morir aquí sin haber disparado ni un tiro?
—No —dijo la capitana Rau, empezando a soltarse de su puesto. Las demás siguieron su ejemplo. Pyanfar dio un salto en el aire y miró hacia el pasillo, viendo cómo una silueta ataviada con una camisa blanca se acercaba flotando por él, seguida muy de cerca por una marea de hani con armas. La capitana Rau salió del pozo yendo hacia la esclusa más cercana, Pyanfar fue hasta el tablero y cogió el micrófono mientras que el resto de la tripulación abandonaba los controles.
—¡Tirun! ¿Dónde están los kif?
—Sólo los dioses lo saben. La Mahijiru está protegiendo nuestra retaguardia; el resto será mejor explicarlo cuando hayáis subido a la Orgullo.
Pyanfar se vio bruscamente rodeada por los cuerpos de sus compañeras. La esclusa se abrió hacía dentro y un torrente de aire frío entró silbando por ella.
—Ahora vamos —dijo Pyanfar y, soltando el micrófono, le dio una patada al conducto más cercano y se precipitó entre el torrente de cuerpos, cayendo en el oscuro y paralizante frío que reinaba en el interior del tubo que la Orgullo había conectado con la otra nave. Sus miembros se quedaron rápidamente insensibles y el aliento era como mil alfilerazos en sus pulmones, en tanto que las lágrimas que brotaban de sus ojos parecían congelarse nada más haber nacido. Dolía, dioses, cómo dolía. Cuando llegó al casco de la Orgullo vio encenderse una luz verde, una baliza de seguridad, ardiendo como una lejana estrella capaz de guiarla a través de las tinieblas, indicando la situación del ascensor. Una cadena azul de luces más pequeñas puntuaba las tinieblas indicando dónde empezaba el cable de entrada rápida—. ¡Khym! —gritó Pyanfar, pensando en su falta de experiencia en el espacio—, Khym, las luces azules indican el cable. ¡Tully, ve hacia las luces azules!
—Ya los tengo —gritó más adelante la joven voz de Hilfy—, les he cogido a los dos.
Una puerta se abrió en el ascensor. Alguien había conseguido llegar hasta él. El lejano rectángulo se fue haciendo mayor, dibujando un perímetro de blancura cegadora por el que se precipitaba un torrente de siluetas oscuras que iban avanzando penosamente a lo largo del camino marcado con las luces azules: algunos se movían como si estuvieran nadando en el aire y otros utilizaban el cable para impulsar a los nadadores. Los cuerpos chocaban unos con otros pero seguían avanzando lentamente hacia la recámara del ascensor, donde cobraban repentinamente color e identidad. Pyanfar se encontró propulsada por fin al interior del recinto y unos segundos después una última silueta se materializó en mitad del resplandor blanco: la capitana Rau.
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