No había nada parecido a la lealtad familiar: ahora su hijo anhelaba de tal modo su herencia Chanur que estaba dispuesta a conseguirla como fuera.
Los filósofos hani llamaban a eso mejoramiento de la especie: churrau hanim. La muerte de los machos no era nada, un mero cambio; la especie han se ajustaba a ello y los sobrevivientes engendraban a la siguiente generación de jóvenes. Un macho era tan bueno como cualquier otro, siempre que sirviera de modo eficiente a ese propósito.
Pero eso no era cierto, por todos los dioses: había jóvenes temerarios capaces de vencer a un contrincante muy superior a ellos gracias a que éste se encontraba en un mal momento pasajero, y había desafíos, como el planteado ahora a la casa de Chanur, en el que la relación numérica entre los contrincantes no era de uno a uno.
Y a veces, a veces, por todos los dioses, alguien amaba a uno de los contrincantes.
Logró dormir un poco mientras la nave seguía acelerando: se encontraba en una situación física tan incómoda que el sueño resultaba el mejor refugio y durante toda la confusión del salto su cuerpo logró convencerse de que le tocaba descansar, por difícil que ello resultara.
Finalmente una nueva sensación logró arrancarla de su sopor: la falta de peso y alguien tirando de ella entre una neblina luminosa.
—Vamos a bajar —dijo Haral, y Pyanfar buscó un asidero más seguro para estar preparada.
El descenso resultó bastante brusco, algo que Pyanfar ya había esperado. No tenían la menor idea de qué forma tenía la nave, pero estaba claro que no era una de las lanzaderas con alas, capaces de bajar en un suave planeo. La nave descendió entre sacudidas y estruendo, machacando la médula de los huesos que transportaba y haciendo vibrar la piel, los tejidos y los ojos de sus ocupantes hasta que éstas, aturdidas, se creyeron incapaces de hacer nada que no fuera aportar medio inconscientes el descenso y desear con ansia que al fin se viera algo, que hubiera algo con que ocupar las manos y alguna actividad en la que fuera nuevamente posible pensar de modo coherente.
En uno de esos instantes Pyanfar se limitó a cerrar los ojos, intentando calcular su posición probable: había llegado a la conclusión de que odiaba ser una pasajera. Por fin el ruido fue aumentando y las fuerzas que sacudían su cuerpo fueron modificándose. Dioses, el ruido. Deseó fervorosamente que ese estruendo infernal fuera el de los soportes de aterrizaje.
Bajaban en línea recta y la nave vibraba, rítmicamente.
Uno de los soportes tocó el suelo, seguido luego por los demás: una fuerte sacudida y luego otras más leves, seguidas finalmente por el silencio.
Pyanfar agitó las orejas con la repentina sensación de haberse quedado sorda y se volvió hacia sus aturdidas compañeras de viaje. El lugar había cambiado: la sección de pasajeros había girado nuevamente sobre su eje y, tras reorientarse, el pasillo central volvía a estar en una posición que permitía andar por él.
—Fuera de aquí —dijo Pyanfar—, veamos dónde hemos aterrizado.
Hilfy abrió el brazo acolchado que cerraba el compartimiento y el grupo salió al pasillo. Los mecanismos hidráulicos estaban funcionando con bastante ruido y cuando llegaron al pozo de control se encontraron con que la luz solar entraba a chorros por la escotilla abierta, bañando el suelo metálico.
Mientras las demás iban saliendo, Pyanfar se quedó unos instantes más para darle las gracias a la capitana Rau, que estaba saliendo del pozo, una vez convencida de que su nave había aterrizado sin más problemas.
—Si quieres venir… —dijo Pyanfar—… bueno, serás bienvenida a las tierras de Chanur. Si prefieres quedarte aquí, te traeremos más pasajeras apenas sea posible.
—Esperaremos —dijo Nerafy Rau—, Hemos bajado tan cerca como pudimos del punto que nos diste, Chanur. Tendremos la nave lista para el despegue y os estaremos esperando.
—Bien —dijo ella, creyendo también que eso era lo más conveniente. Pyanfar pasó bajo los conductos y se agarró a la escalerilla retráctil, bajando por ella hasta el suelo rocoso sobre el que se habían posado, oscurecido ahora por la masa sombría y triangular de la nave. El aire olía a piedra quemada y metal caliente; el casco de la nave se iba enfriando con ocasionales chasquidos y un arbusto cercano humeaba levemente.
Por la sombra que arrojaba la nave, Pyanfar pensó que era casi mediodía. Se reunió con las demás y miró hacia donde señalaba Chur: un grupo de edificios recortados sobre el horizonte que formaban la Residencia de Chanur; con la de Faha aún más lejos. Y las montañas que alzaban sus formas azuladas a la derecha eran los dominios de Mahn. Sí, realmente habían bajado muy cerca del punto indicado.
—Venid —dijo Pyanfar. La brusca visión de todo ese espacio abierto le había dejado algo aturdida y al ponerse en marcha tuvo que fijar la vista cuidadosamente en el suelo rocoso para no caer. El horizonte parecía estar fuera de sitio y los colores—, dioses, los colores… El mundo parecía recubierto por una brillante capa de abigarradas tonalidades compuesta de mil materias distintas: los olores de la hierba y el polvo, el contacto cálido del viento en la piel. Le pareció que sería capaz de emborracharse sólo con eso, como si ya fuera incapaz de soportar tantas sensaciones juntas. El espectáculo le hizo vacilar por un instante bajo un pánico irracional, como si hubiera caído de una realidad a otra.
—No estamos demasiado lejos —dijo Hilfy jadeando, recuperándose más deprisa que las demás por haber sido la que llevaba menos tiempo fuera del planeta—. Tienen que habernos oído. Debe saber que estamos aquí.
—Sí, debe saberlo —accedió Haral.
Y otros lo sabrán también, pensó Pyanfar, haciendo un esfuerzo de voluntad para andar más despacio. Aparecer exhausta, a la carrera. No, eso no sería nada inteligente. Tully había disminuido sus largas zancadas al mismo ritmo que ella y Ginas Llun, que se había quedado rezagada, logró reunirse una vez más con el grupo. El viento agitaba las melenas de todas, haciendo destacar aún más que ninguna la de Tully. El sol brillaba con una suave calidez: Pyanfar se dio cuenta de que estaban en otoño al ver la tonalidad oscura de la hierba y los colores de la tierra. Los insectos, asustados por su paso, iban tranquilizándose de nuevo a sus espaldas.
—Seguramente enviarán un vehículo —dijo Chur—. Si es que nos han visto.
—Sí —dijo Pyanfar confiando también en ello. Pero de momento ninguna columna de polvo se había dibujado en el horizonte—. Puede que en este momento tengan demasiado que hacer y si las cosas se están acelerando, quizá no sea buena idea salir ahora de la casa.
Nadie respondió a su observación. Realmente, no era necesario.
Pyanfar siguió andando un poco por delante de las demás. El terreno le resultaba familiar, lo había conocido desde niña. Llegaron a un arroyo y lo vadearon, mojándose hasta los tobillos: al llegar al otro lado Pyanfar vio que Tully cojeaba.
—Se ha cortado en el pie —dijo Chur, cogiéndole del brazo. Tully levantó el pie para examinárselo.
—Tendrás que seguir —dijo Pyanfar con voz implacable. Tully asintió, conteniendo el aliento, y siguió caminando.
Ya no estaban demasiado lejos. Llegaron al camino que conducía hasta las puertas, con lo que al andar resultaba más fácil, tanto para Tully como para el resto. Pyanfar se apartó la melena de los ojos y examinó el lugar, viendo los muros de piedra dorada de la Residencia Chanur extendiéndose a través del horizonte. No habían sido concebidos como defensa sino como protección contra las plagas de cosechas y jardines: las grandes llanuras morían mansamente en ellos como olas de hierba. Y detrás de los muros, más edificios hechos con la misma piedra dorada. Habrían debido ver ya algún vehículo: el aeropuerto quedaba detrás de ellas, al otro lado del camino, y por ahí habían debido de llegar todos los espectadores atraídos por el desafío, todos aquellos sin nada mejor que hacer. Sólo los aventureros de las colinas, los ermitaños y los que vinieran de los santuarios habrían decidido acercarse más sigilosamente, escondiéndose en el terreno colindante. Seguramente el camino había debido de rebosar de vehículos que habrían cruzado las puertas para acabar aparcando en los campos que había detrás de la mansión, donde siempre habían aparcado los visitantes.
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