Esperar. Todas las transmisiones indicaban que las naves del sistema, fuera cual fuera su clase, avanzaban lo más deprisa posible hacia la Estación de Urtur: para algunas el viaje era sólo cuestión de días, para otras harían falta semanas; pero ese gesto, por sí solo, ya les indicaba a los kif que los mahe estaban dispuestos únicamente a defender la estación de Urtur, abandonando el resto del sistema al capricho de los kif. Las naves que habían salido del salto estaban ya refugiadas en la estación: iban armadas pero como mínimo una pertenecía a los stsho y su armamento eran tan escaso como prácticamente inexistente su voluntad de combatir.
Si ella estuviera en el lugar de ese capitán kif las naves que habían entrado en el sistema no se librarían de verse molestadas. Todas las procedentes del vector sospechoso en el que se ocultaba una nave hani se verían sometidas a registro, para asegurarse de que la astucia hani no llegara al extremo de camuflarse entre el resto del tráfico que se dirigía hacia el interior del sistema. Comprobaría sus transmisiones de identificación y las haría pasar por el examen del ordenador; abordaría las naves. En fin, no se mostraría precisamente amable. Y todas deberían pasar por una inspección visual. No existía casi ningún parecido entre una mercante de salto, con sus enormes toberas, y un rechoncho procesador de minerales cuyo sistema de propulsión se limitaba al interior del sistema y que apenas si era capaz de moverse con las bodegas llenas.
Sólo los mineros que tuvieran la mala suerte de ir justo por la zona probable en que se ocultaba la Orgullo se verían detenidos y sus registros serían examinados al mismo tiempo que su ordenador sería puesto prácticamente del revés. La tripulación pasaría un mal rato si no ofrecía voluntariamente toda la información de que disponía. Siempre que los kif actuaran según su costumbre.
—Alguien acaba de saltar, capitana.
La voz de Tirun en el comunicador. Pyanfar apretó al instante la tecla de réplica, retorciéndose velozmente en su asiento.
—¿Quién? ¿Dónde?
—Lo único que tenemos es el fantasma característico del salto. No lo sé. Bastante lejos hacia el exterior del sistema, y hace ya tiempo. No tengo más datos pero casi encaja con nuestro horario.
—Dame la imagen.
Tirun la transmitió a su pantalla. En el nadir, con una recepción muy borrosa; demasiada masa estelar por en medio…
—Tienes razón —le dijo a Tirun—, es imposible saberlo.
—¿Cierro? —le preguntó Tirun.
—Cierra —le dijo Pyanfar, desconectando su propia pantalla y contemplando abatida los mapas y las cifras que, por muchos juegos que intentara hacer con ellas, seguían diciéndole lo mismo: no había modo de abandonar Urtur con un solo salto, por muy reducida que fuera su masa actual.
Ese salto-fantasma que habían recibido hacía un momento podía haber sido alguien cuya intentona para conseguirlo se había visto coronada por el éxito. Quizá muchas más naves habían dado ese salto para acabar perdiéndose entre las masas de gas y polvo cósmico que rodeaban a Urtur.
Pero lo más probable era que esa nave fuera de los kif y que se estuviera desplazando para preparar una emboscada en el punto de salto más lógico de los que podían usar.
Maldito Akukkakk. Recordó sus achatados ojos negros con los círculos rojizos a su alrededor, el rostro grisáceo y huesudo, aquella voz tan distinta del habitual tono quejumbroso de los otros kif. Un sabor amargo le llenó la boca.
¿Cuántos son?, se preguntó, atrayendo hacia sí el disperso montón de mapas, intentando pensar de nuevo como un kif, preguntándose dónde podría colocar las naves que le quedaban en Urtur ahora que, tal y como debía haberlo pensado él, comprendía lo que intentaban hacer.
Esa migración hacia el interior que estaba haciendo cada vez más segura la estación le daba también a ese Akukkakk un campo libre en el que operar. En el cuadrante lleno de masa estelar que podía estar ocultando a la Orgullo había un número finito de puntos opacos, un número cada vez menor de fugitivos que podían confundirle: una cifra que manejar, aparte de su nave y el resto de naves kif que hubiera hecho venir a la zona.
En Punto de Encuentro había otras cuatro naves kif, alguna de las cuales o quizá todas le habían acompañado. Podía haber un número igual en Urtur cuando llegó la Hinukku. Digamos que ocho naves. No era imposible, ciertamente.
Repitió sus cálculos y se apartó de la mesa, agitando las orejas para oír el reconfortante sonido de los anillos.
Bien, bien; al menos conocía cuáles eran sus opciones o, mejor dicho, sabía que no les quedaba opción. Se habían metido en un juego condenadamente malo. Se levantó de la silla que había estado ocupando desde hacía ya muchas horas, estirando su cuerpo dolorido, y pensando que debía ser el momento de que Chur y Geran empezaran de nuevo su turno. Y Hilfy; no había tenido noticias de ella. Quizás a la chiquilla le había costado bastante dormirse después de las malas noticias que te había dado. Si había estado durmiendo, tanto mejor.
Pyanfar salió al corredor y caminó por él más allá de la arcada, hasta la zona en penumbra del puente. Casi todas las luces estaban apagadas y las pantallas vacías trazaban manchas oscuras allí donde todo habría debido estar lleno de intermitentes. Vio un punto de luz que no esperaba, una consola encendida en la parte del puente que rodeaba al terminal principal del ordenador. Alguien ha vuelto y la ha dejado conectada, pensó, yendo hacia ella para apagarla; y se encontró con Hilfy, sentada ante la consola con toda su atención concentrada en el traductor, la mano izquierda sosteniéndole la frente y la mano derecha suspendida sobre el teclado. La pantalla que tenía delante estaba llena de símbolos mahendo’sat y por el altavoz brotaban los patéticos intentos del Extraño para expresarse de un modo inteligible. Pyanfar frunció el ceño dando un paso hacia ella y Hilfy, percibiendo el movimiento, se volvió a toda prisa para desconectar el altavoz del puente. Pyanfar se apoyó en el respaldo de su silla para observar la hilera de símbolos que aparecían en la pantalla en tanto que Hilfy se apresuraba a levantarse.
Ir, intentaba decir el Extraño. Ése era el símbolo que aparecía en la pantalla. Yo Ir.
—Se suponía que estabas descansando —dijo Pyanfar.
—Me harté de tanto descanso.
Pyanfar señaló con la cabeza hacia la pantalla, en la que ahora se veía la Figura Andando.
—¿Qué tal le va a esa criatura?
—Es un macho.
—Criatura o macho, ¿qué tal le va?
—No muy bien con la pronunciación.
—¿Has intentado complementar sus lecciones? ¿Has estado hablando con él?
—No puede distinguirme de la máquina —Hilfy tenía las orejas pegadas al cráneo, esperando una reprimenda—. En el segundo manual hace falta alguien para ayudarle, son todo frases. Alguien debe darle el pie. He conseguido que aprenda más vocabulario: nos hemos metido ya en los conceptos abstractos y he conseguido entender algo en cuanto a la construcción de sus frases por los errores que comete él con las nuestras.
—Ya. Y, por casualidad, entre tantos errores, ¿has conseguido obtener un nombre? ¿Su especie? ¿Alguna indicación sobre su lugar de procedencia, unas coordenadas?
—No.
—Bien, ya me lo esperaba. De todos modos, has hecho bien. Ya lo acabaré descubriendo.
—Setecientas cincuenta y tres palabras, todo el primer manual. Chur le enseñó cómo se cambiaba la cassette del teclado y luego él lo hizo todo, sin problemas, y se metió en el segundo libro, intentando hacer frases. Pero no consigue pronunciar bien, tía, eso es lo mejor que puede hacer.
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