Walter Miller - Cántico a San Leibowitz

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Después de la hecatombe nuclear el Venerable Leibowitz, muerto seiscientos años antes, va a ser canonizado. De la antigua civilización no quedan otros vestigios que los conservados por la Orden Albertiana, cuyos monjes consumen sus vida en la interminable tarea de iluminar e interpretar las obras del Venerable para reconstruir sobre ellas el mundo tal como fue.
Son muchos los misterios que perduran. Por ejemplo, el documento que reza:
. Es un enigma. Pero los monjes saben que la luz se hará algún día y que, con ella, la antigua cultura retornará.
¿Ridículo? ¿Grotesco?
Bien, si nuestro civilizado y orgulloso mundo sucumbe un día ante una catástrofe de proporciones millones de veces superiores a las del hundimiento del mundo clásico, ¿qué ocurrirá? ¿Qué quedará de nuestra civilización? ¿Cómo y por quién serán conservados, interpretados y aprovechados los vestigios tecnológicos que heredarán los hombres del mañana?

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— ¿Hiciste qué? ¿Por qué?

El padre Cheroki, con su estola, miró al penitente que se arrodillaba de perfil ante él, bajo la abrasadora luz del sol en pleno desierto; no dejaba de preguntarse cómo era posible que un joven como aquél — no demasiado inteligente por lo que hasta el momento había podido deducir — se las arreglaba para encontrar ocasiones, o casi, de pecado, a pesar de estar completamente aislado en la yerma extensión, lejos de cualquier distracción o aparente fuente de tentación. Los motivos de desasosiego que un muchacho podía encontrar en aquel sitio debían ser pocos, armados como iba con sólo un rosario, un trozo de pedernal, un cortaplumas y un libro de oraciones. Por lo menos así le parecía al padre Cheroki. Pero esta confesión le tomaba demasiado tiempo y deseaba que el muchacho terminase con ella. Su artritis le molestaba de nuevo, pero debido a la presencia del Santo Sacramento en el altar portátil que llevaba consigo en sus rondas, el sacerdote prefería quedarse de pie o arrodillarse junto al penitente. Había encendido un cirio ante la pequeña urna que contenía la eucaristía, pero la llama era invisible a la luz del sol o la brisa la había apagado.

— Pero el exorcismo está permitido en estos días sin autorización superior. ¿Qué es lo que confiesas? ¿Haberte enfadado?

— También.

— ¿Con quién te enfadaste? ¿Con el viejo o contigo mismo por haber aceptado la comida?

— No… no estoy seguro.

— Pues decídete — se impacientó el padre Cheroki —. 0 te acusas o no te acusas.

— Me acuso.

— ¿De qué? — suspiró Cheroki.

— De abusar de un sacramento en un arranque de ira.

— ¿Abusar? ¿No tenías ningún motivo racional para sospechar de influencia diabólica? ¿Tan sólo te enfureciste y le rociaste con ella? ¿Como echándole tinta en los ojos?

Captando el sarcasmo del prior, el novicio se removió y dudó. La confesión era siempre difícil para el hermano Francis. Nunca podía encontrar las palabras correctas para sus malas acciones, y al tratar de recordar sus propios motivos, se confundía sin remedio. Ni el padre le ayudaba al tomar como base el «o — lo — hiciste — o — no — lo — hiciste», aunque, evidentemente, o bien lo había hecho o bien no.

— Creo que por un momento perdí los estribos — dijo finalmente.

Cheroki abrió la boca con la evidente intención de seguir con el tema, pero lo pensó mejor.

— Ya veo. ¿Qué más?

— Pensamientos glotones — dijo Francis, después de un momento.

El prior suspiró.

— Creí que ya habíamos terminado con ello, ¿o te refieres a otro momento?

— Ayer. Fue ese lagarto, padre, tenía rayas azules y amarillas y unas ancas tan magníficas, gruesas como el pulgar y regordetas. Me puse a pensar que debían de tener el mismo sabor que el pollo, bien asadas y crujientes por fuera, y…

— Está bien — le interrumpió el sacerdote. Sólo una sombra de revulsión cruzó su vieja cara. Después de todo, el muchacho pasaba muchas horas al sol —. ¿Te complaciste en esos pensamientos? ¿No trataste de librarte de la tentación?

Francis enrojeció.

— Traté… de apresarlo, pero se escapó.

— Así que no fue sólo de pensamiento sino también de hecho. ¿Sólo esta vez?

— Pues… sí, sólo esta vez.

— Bien, de pensamiento y obra, deseando comer carne durante la vigilia. Por favor, trata de ser lo más específico que puedas al respecto. Creí que habías examinado a fondo tu conciencia. ¿Hay más?

— Bastante.

El prior dio un respingo. Tenía aún que visitar varias ermitas, sería una cabalgada larga y calurosa y le dolían las rodillas.

— Por favor, sigue con ello lo más aprisa que puedas — suspiró.

— Impureza, una vez.

— ¿Pensamiento, palabra u obra?

— Pues estaba ese súcubo y ella…

— ¿Súcubo? Ah…, nocturno. ¿Dormías?

— Sí, pero…

— Entonces, ¿por qué lo confiesas?

— Por lo que sucedió después.

— ¿Después de qué? ¿Cuando despertaste?

— Sí, seguí pensando en ella, volví a imaginar todo, de nuevo.

— Muy bien, pensamiento concupiscente deliberadamente alimentado. ¿Lo sientes? Bien, ¿qué más?

Aquello era lo usual que oía una vez tras otra, postulante tras postulante, novicio tras novicio, y le parecía al padre Cheroki que lo menos que el hermano Francis podía haber hecho era numerar sus acusaciones una, dos, tres, de un modo claro y ordenado, sin todos esos circunloquios y sugerencias, pero al muchacho parecía dificultársele todo lo que pensaba decir. El sacerdote esperó.

— Creo que me ha llegado la vocación, padre, pero…

Francis se humedeció los resecos labios y miró un insecto que se había posado sobre una roca.

— ¿Lo ha hecho? — La voz de Cheroki fue apagada.

— Me parece que sí, pero ¿pequé, padre, si cuando lo encontré consideré la letra con desprecio?

Cheroki parpadeó. ¿Letra? ¿Vocación? De qué se trataba…, estudió unos segundos la expresión seria del novicio y después frunció el ceño.

— ¿Habéis estado tú y el hermano Alfred intercambiando ciertas notas? — preguntó, severo.

— ¡Oh, no, padre!

— Entonces, ¿de qué letra hablas?

— De la del bendito Leibowitz.

Cheroki se quedó pensativo. ¿Había o no en la abadía alguna colección de documentos antiguos, algún manuscrito escrito personalmente por el fundador de la orden? ¿Alguna copia original, quizá? Después de un momento de reflexión, decidió afirmativamente: quedaban algunos papeles cuidadosamente guardados bajo llave.

— ¿Te refieres a algo ocurrido en la abadía? ¿Antes de venir?

— No, padre, sucedió ahí — señaló hacia la izquierda —. Tres túmulos más allá, cerca del cactos alto.

— ¿Dices que es algo que tiene que ver con tu vocación?

— Sí, pero…

— Claro que — dijo secamente Cheroki — no es posible que intentes decirme que has recibido, del bendito Leibowitz, muerto, fíjate bien, desde hace por lo menos seiscientos años, una invitación escrita para que profeses tus solemnes votos y que no te ha gustado su letra. Discúlpame, pero ésta es la impresión que me has dado.

— Pero es que se trata de algo así, padre.

Cheroki empezó a farfullar, y, alarmado, el hermano Francis extrajo un pedazo de papel de la manga y se lo tendió al sacerdote. Estaba reseco por los años y manchado. La tinta estaba desvanecida.

— «Una libra de pastrami — pronunció el padre Cheroki, pasando velozmente sobre las palabras poco familiares —, una lata de kraut, traer a casa para Emma.» — Se quedó mirando fijamente al hermano Francis durante unos segundos —. ¿Quién ha escrito esto?

Francis se lo dijo.

Cheroki se quedó pensativo.

— No es posible, mientras estés en estas condiciones, que hagas una buena confesión, y no estaría bien que yo te absolviese sin que tu mente esté centrada. — Al ver respingar a Francis el sacerdote le tocó un hombro con un gesto tranquilizador —. No te preocupes, hijo, hablaremos de ello cuando estés mejor. Entonces escucharé tu confesión. Por el momento… — Miró nervioso la urna que contenía la eucaristía —. Quiero que reúnas tus cosas y regreses de inmediato a la abadía.

— Pero, padre, yo…

— Te lo ordeno — dijo apagadamente el sacerdote —, vuelve de inmediato a la abadía.

— Sí… sí, padre.

— Por ahora no pienso absolverte, pero puedes hacer un buen acto de contrición y ofrecer dos decenas de tu rosario como penitencia. ¿Quieres mi bendición?

El novicio asintió, intentando reprimir las lágrimas. El sacerdote lo bendijo, hizo una genuflexión ante el Sacramento y colgó de nuevo la vasija de oro en la cadena que pendía de su cuello. Después de guardarse el cirio en un bolsillo, dobló el altar y lo ató en su sitio detrás de la silla de montan Le hizo a Francis una seria inclinación, montó y se alejó en su mula para completar la ronda de las ermitas de vigilia. Francis se dejó caer sobre la arena caliente y lloró.

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