— Palabras valientes — se burló Oso Loco —. Es evidente que los granjeros son más valientes con los de su propia especie… aunque bastante sumisos entre los hombres verdaderos.
El intelectual, que ya había soportado demasiado los insultos del nómada decidió retirarse temprano.
Los soldados permanecieron ante el fuego del Consejo para discutir con Hongan Os la guerra que se acercaba; pero la guerra, después de todo, no era asunto de thon Taddeo. Menos cuando el mecenazgo de este monarca resultaba útil, como lo había sido en diversas ocasiones, las aspiraciones políticas de su ignorante primo estaban lejos de su interés en dar nueva vida al conocimiento en aquel mundo oscuro.
El viejo ermitaño se detuvo en el borde de la meseta y vio acercarse la nube de polvo por el desierto. El ermitaño mascaba, murmuraba palabras y reía silenciosamente al viento. Su piel pálida había sido quemada hasta tener el color del cuero envejecido por el sol, y su barba hirsuta tenía manchas amarillas en la barbilla. Llevaba sombrero de paja y un taparrabo de un tejido basto que parecía arpillera. Su única vestimenta, a no ser por las sandalias y un odre de piel de cabra.
Observó la nube de polvo hasta que cruzó el pueblo de Sanly Bowitts y enfiló de nuevo por la carretera que pasaba junto a la meseta.
— ¡Ah! — resopló el ermitaño, y sus ojos empezaron a arder —. Su imperio será multiplicado y no habrá fin para su paz; él se sentará sobre su reino.
De pronto bajó por el arroyo como un gato con tres patas, empleando su báculo, saltando de piedra en piedra y deslizándose la mayor parte de su recorrido. El polvo levantado en su rápido descenso se alzó como un penacho en el viento y se desvaneció.
Al llegar al pie de la meseta se ocultó entre los mezquites y se sentó a esperar. Pronto oyó al jinete acercándose en un trote perezoso y empezó a arrastrarse hacia la carretera para poder atisbar entre los arbustos. El pony apareció en una curva, envuelto en un tenue manto de polvo. El ermitaño corrió a la carretera y alzó los brazos.
— Olla allay! — gritó; y al detenerse el jinete se precipitó a apoderarse de las riendas y a mirar ansiosamente al hombre que iba en la silla.
Sus ojos brillaron un momento.
— Porque un Niño ha nacido para nosotros y un Hijo nos es dado… — Pero entonces el fruncimiento ansioso se convirtió en tristeza —. ¡No es Él! — murmuró irritado hacia el cielo.
El jinete había echado hacia atrás su capucha y reía. El ermitaño lo miró parpadeando furioso por un momento. Entonces lo reconoció.
— Oh — gruñó —. ¡Tú! Creí que ya estarías muerto. ¿Qué haces por aquí?
— Te he traído de vuelta tu presente, Benjamín — dijo dom Paulo. Tiró de una correa y la cabra de la cabeza azul salió trotando de detrás del pon¡. Baló y tiró de la soga al ver el ermitaño —. Y pensé en hacerte una visita.
— Este animal pertenece al poeta — gruñó el ermitaño —. La ganó legalmente en un juego de azar, aunque hizo trampa miserablemente. Devuélvesela y permíteme que te aconseje que no te mezcles en timos mundanos que no son asunto tuyo. Buenos días. — Y se dio vuelta hacia el arroyo.
— Espera, Benjamín. Toma tu cabra o se la regalaré a un campesino. No pienso tenerla vagando por la abadía y balando en la iglesia.
— No es una cabra — dijo agriamente el ermitaño —. Es la bestia que vio vuestro profeta y fue hecha para ser montada por una mujer. Te sugiero que la maldigas y la lleves al desierto. Te darás cuenta, sin embargo, que tiene la pezuña partida y rumia.
Empezó de nuevo a retirarse.
La sonrisa del abad se desvaneció.
— Benjamín, ¿de verdad vas a regresar a esa colina sin ni tan siquiera decirle hola a un viejo amigo?
— Hola — gritó el viejo judío y siguió avanzando con indignación. Después de unos pasos se detuvo para mirar a su espalda —. No tienes por qué poner esa cara compungida — dijo —. Hace cinco años que no te tomas el trabajo de pasar por este camino, «viejo amigo».
— ¡Conque de esto se trata! — murmuró el abad. Desmontó y fue apresuradamente tras el viejo judío —. Benjamín, yo habría venido, pero no he tenido tiempo.
El ermitaño se detuvo.
— Bien, Paulo, ya que estás aquí…
De pronto se echaron a reír y se abrazaron.
— Me alegro, viejo gruñón — dijo el ermitaño.
— ¿Yo, gruñón?
— Bueno, me imagino que yo también me vuelvo maniático. Este último siglo ha sido de prueba para mí.
— Me han dicho que tiras piedras a los novicios que vienen por estos alrededores para sus vigilias de cuaresma en el desierto. ¿Es verdad? — Miró al ermitaño con burlona reprobación.
— Sólo guijarros.
— Miserable viejo.
— Vamos, vamos, Paulo. Una vez uno de ellos me confundió con un lejano pariente mío… llamado Leibowitz. Pensó que me había enviado para entregarle un mensaje… o lo pensó alguno de vuestros pícaros. No quiero que suceda de nuevo, así es que a veces les tiro guijarros. ¡Ja! No me confundirán de nuevo con ese pariente, porque dejó de ser pariente mío.
El sacerdote lo miró extrañado.
— Je confundió con quién? ¿Con san Leibowitz? ¡Vamos, Benjamín! Vas demasiado lejos.
Benjamín lo repitió con un sonsonete burlón:
— Me confundió con uno de mis parientes lejanos llamado Leibowitz, y por eso les tiro piedras.
Dom Paulo parecía totalmente perplejo:
— San Leibowitz murió hace doce siglos. Cómo pudo… — se calló y observó astutamente al viejo ermitaño —. Vamos, Benjamín, no empecemos de nuevo con ese cuento. No has vivido doce siglos…
— ¡Tonterías! — le interrumpió el viejo judío —. No dije que hubiese sucedido hace doce siglos. Fue tan sólo hace seis siglos. Mucho tiempo después de que vuestro santo muriese; por eso fue tan ridículo. Claro que en aquellos días vuestros novicios eran más devotos y más crédulos. Creo que aquél se llamaba Francis. Pobre tipo… Lo enterré más tarde. Les dije a los de Nueva Roma dónde tenían que desenterrarlo; y de esta forma fue como recuperasteis su cuerpo.
El abad miró al anciano con la boca abierta mientras caminaban por los mezquites hacia el hoyo de agua, conduciendo al caballo y la cabra. ¿Francis? Francis. ¿Se trataba del venerable Francis Gerard de Utah? A quien una vez un peregrino había revelado el lugar de un viejo refugio en el pueblo, como decía la historia… pero aquello fue antes de que el pueblo estuviese allí. Y hacía unos seis siglos, sí, y… ¿ahora aquel vejete decía ser el peregrino? A veces se preguntaba de dónde había sacado Benjamín el suficiente conocimiento de la abadía para inventar tales cuentos. Quizá del poeta.
— Esto ocurrió durante mi anterior carrera, claro — siguió diciendo el viejo judío —, y quizá tal error fue comprensible.
— ¿Anterior carrera?
— Vagabundo.
— ¿Cómo esperas que crea tales absurdos?
— ¡Vaya! Pues el poeta me cree.
— ¡Sin duda alguna! El poeta no creerá nunca que el venerable Francis conoció a un santo. Esto sería superstición. Al poeta le agrada más creer que te vio a ti… hace seis siglos. Una explicación sencilla y natural, ¿eh?
Benjamín simuló una sonrisa. Paulo le vio bajar una resquebrajada taza de piel por el pozo, vaciarla en su odre y bajarla de nuevo en busca de más. El agua era turbia y viva, con trepidantes incertidumbres, como la corriente de la memoria del viejo judío. «¿Era incierta su memoria? ¿No jugaría con nosotros?», se dijo el sacerdote. A no ser por su delirio de ser más viejo que Matusalén, el viejo Benjamín Eleazar parecía estar en su juicio, a su amargado modo.
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