Walter Miller - Cántico a San Leibowitz

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Cántico a San Leibowitz: краткое содержание, описание и аннотация

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Después de la hecatombe nuclear el Venerable Leibowitz, muerto seiscientos años antes, va a ser canonizado. De la antigua civilización no quedan otros vestigios que los conservados por la Orden Albertiana, cuyos monjes consumen sus vida en la interminable tarea de iluminar e interpretar las obras del Venerable para reconstruir sobre ellas el mundo tal como fue.
Son muchos los misterios que perduran. Por ejemplo, el documento que reza:
. Es un enigma. Pero los monjes saben que la luz se hará algún día y que, con ella, la antigua cultura retornará.
¿Ridículo? ¿Grotesco?
Bien, si nuestro civilizado y orgulloso mundo sucumbe un día ante una catástrofe de proporciones millones de veces superiores a las del hundimiento del mundo clásico, ¿qué ocurrirá? ¿Qué quedará de nuestra civilización? ¿Cómo y por quién serán conservados, interpretados y aprovechados los vestigios tecnológicos que heredarán los hombres del mañana?

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Pero las palabras no eran de paz. Las palabras eran buenas y prometían muchos despojos.

Unas semanas antes, el propio Oso Loco capitaneó una incursión al este y había regresado con cien caballos, cuatro docenas de rifles largos, varios barriles de pólvora negra, gran cantidad de proyectiles y un prisionero. Pero ni tan siquiera los guerreros que le acompañaron supieron que el escondrijo de armas fue colocado allí para él por los hombres de Hannegan o que el prisionero era en realidad un oficial de caballería texarkano, que en el futuro aconsejaría a Oso Loco acerca de la táctica probable de los laredanos durante la lucha que se avecinaba. El pensamiento de los comedores de hierba era imprudente, pero el pensamiento del oficial podía penetrar en el de los comedores de hierba del sur. Sin embargo, no conseguiría penetrar en el de Hongan Os.

Oso Loco estaba justificadamente orgulloso de sí mismo como negociante. Solamente se había comprometido a no dedicarse a guerrear contra Texarkana y a dejar de robar ganado en la frontera del este, pero sólo mientras Hannegan le proveyese armas y provisiones. El pacto de guerra contra Laredo fue un compromiso no mencionado del fuego, pero se adaptaba a la inclinación natural de Oso Loco y no se necesitaba un pacto formal. La alianza con uno de sus enemigos le permitiría luchar con un adversario aislado y tal vez pudiese recobrar los pastizales que en el siglo anterior habían sido usurpados y habitados por los hombres de las granjas.

La noche había caído y el aire frío se había apoderado de las Llanuras, cuando el jefe de los clanes penetró en el campamento. Sus huéspedes del este se sentaban arrebujados en sus mantas alrededor del fuego del Consejo con tres de los ancianos, mientras el acostumbrado anillo de niños curiosos bostezaba desde las sombras y atisbaba bajo los lados de las tiendas a los extranjeros.

En total eran doce extranjeros, pero se separaban en dos grupos distintos que habían viajado juntos, aunque aparentemente no les preocupaba la mutua compañía. Era evidente que el jefe de uno de los grupos era un loco. Aunque Oso Loco no tenía nada que objetarle a la locura — de hecho sus hechiceros la consideraban como la más intensa de las aflicciones sobrenaturales —, ignoraba que del mismo modo los granjeros considerasen la locura como una virtud en su jefe. Pero éste pasaba la mitad de su tiempo cavando la tierra del cauce seco del río y la otra mitad haciendo misteriosas anotaciones en un librito. Se trataba, sin duda, de un brujo y probablemente no era de fiar.

Oso Loco se detuvo sólo el tiempo necesario para ponerse su túnica ceremonial de piel de lobo y hacer que un hechicero le pintase la marca del tótem en la frente antes de unirse al grupo ante el fuego.

— ¡Asustaos! — gimió ceremoniosamente un viejo guerrero cuando el jefe de los clanes penetró en el círculo de luz producido por el fuego —. Asustaos porque el Poderoso camina entre sus hijos. Arrastraos, oh clanes, porque su nombre es Oso Loco, un nombre bien ganado, porque de joven venció sin armas a una osa enloquecida, y con sus manos, desnudas verdaderamente, la estranguló en las tierras del norte.

Hongan Os ignoró los elogios y aceptó una taza de sangre de manos de la anciana que servía al fuego del Consejo. Era sangre fresca, de un buey que acababan de matar y aún estaba tibia. La vació antes de volverse y hacerles una inclinación a los orientales que observaban el breve brindis con evidente desasosiego.

— ¡Ahhh! — dijo el jefe de los clanes.

— ¡Ahhh! — replicaron los tres ancianos junto con uno de los comedores de hierba que se atrevió a unírseles.

Los hombres miraron al comedor de hierba con disgusto.

El loco trató de disimular el error de su compañero.

— Dígame — dijo el loco cuando el jefe se hubo sentado —. ¿A qué se debe que su gente no beba agua? ¿Se oponen a ello sus dioses?

— ¿Quién puede saber lo que beben los dioses? — dijo gravemente Oso Loco —. Se dice que el agua es para el ganado y los granjeros, que la leche es para los niños y la sangre para los hombres. ¿Tendría que ser de otro modo?

El loco no se sintió ultrajado. Estudió un momento al jefe con sus perspicaces ojos grises y después se inclinó hacia uno de sus acompañantes.

— Lo de «agua para el ganado» se explica — dijo — por la perpetua sequía del lugar. Un pueblo de pastores tiene que conservar toda el agua que hay para los animales. Me preguntaba si lo reforzaban con un tabú religioso.

Su acompañante hizo una mueca y dijo en lengua texarkana:

— ¡Agua! Los dioses, ¿por qué no podemos beber agua, thon Taddeo? ¡Puede existir una mayor conformidad! — espetó secamente —. ¡Sangre! ¡Bah! Se queda pegada en la garganta. ¿Por qué no podemos beber un sorbito de…?

— ¡No hasta que nos marchemos!

— Pero, thon…

— No — exclamó el intelectual; después, notando que la gente de los clanes los miraban molestos, se dirigió de nuevo a Oso Loco en la lengua de las Llanuras —. Mi camarada me hablaba de la hombría y salud de su gente. Quizá se deba a su dieta.

— Ja! — exclamó el jefe, pero después llamó casi alegremente a la anciana —. Dale al forastero una taza de roja.

El camarada de thon Taddeo se estremeció, pero no hizo ningún comentario.

— Tengo, oh, jefe, una petición que hacerle a su grandeza — dijo el erudito —. Mañana continuaremos viaje hacia el oeste. Si algunos de sus guerreros pudiesen acompañar a nuestro grupo, nos sentiríamos honrados.

— ¿Por qué?

Thon Taddeo hizo una pausa.

— Pues… como guías — se calló y sonrió súbitamente —. No, voy a ser totalmente honesto. Algunos de sus hombres desaprueban nuestra presencia en el lugar. Mientras su hospitalidad ha sido…

Hongan Os echó hacia atrás la cabeza y rió con un rugido.

— Tienen miedo de los clanes menores — les dijo a los ancianos —. Temen caer en una emboscada tan pronto abandonen mis tiendas. Comen hierba y le temen a la lucha.

El intelectual se sonrojó ligeramente.

— ¡No tema nada, forastero! — rió el jefe de los clanes —. Hombres de verdad les acompañarán.

Thon Taddeo inclinó la cabeza con burlona gratitud.

— Díganos — dijo Oso Loco —, ¿qué van a buscar en la Tierra Seca del oeste? ¿Nuevos espacios en los que plantar campos? Les comunico que no existen. De no ser cerca de los hoyos de agua, no crece nada que el ganado acepte como alimento.

— No buscamos nuevas tierras — contestó el visitante —. No todos somos granjeros, sabe usted. Vamos a buscar… — hizo una pausa. En el idioma de los nómadas no había modo de explicar el propósito de su viaje a la abadía de San Leibowitz — las artes de una antigua brujería.

Uno de los ancianos, un hechicero, pareció que aguzaba los oídos.

— ¿Una antigua brujería en el este? No tengo noticias de que allí haya algún mago. A menos que se refiera a los del hábito oscuro.

— A ellos me refiero.

— ¡Ja! ¿Y qué magia tienen que merezca la pena buscar? Sus mensajeros pueden ser capturados con tanta facilidad, que no da gusto hacerlo; aunque la verdad es que saben resistir la tortura. ¿Qué brujería puede aprenderse de ellos?

— Bueno, por mi parte estoy de acuerdo con usted — dijo thon Taddeo —. Pero se dice que escritos, encantamientos con un gran poder, están depositados en una de sus residencias. Si esto es cierto, es evidente que los del hábito oscuro no saben cómo emplearlos. Esperamos poder entenderlos en nuestro beneficio.

— ¿Los hábitos oscuros les permitirán observar sus secretos?

Thon Taddeo sonrió.

— Creo que sí. Ya no se atreven a guardarlos más tiempo. De necesitarlos, podríamos llevárnoslos.

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