Philip Carlo - El Hombre De Hielo. Confesiones de un asesino a sueldo de la mafia

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Durante más de cuarenta años, Richard Kuklinski, «el Hombre de Hielo», vivió una doble vida que superó con creces lo que se puede ver en Los Soprano. Aunque se había convertido en uno de los asesinos profesionales más temibles de la historia de los Estados Unidos, no dejaba de invitar a sus vecinos a alegres barbacoas en un barrio residencial de Nueva Jersey. Richard Kuklinski participó, bajo las órdenes de Sammy Gravano, «el Toro», en la ejecución de Paul Castellano en el restaurante Sparks. John Gotti lo contrató para que matara a un vecino suyo que había atropellado a su hijo accidentalmente. También desempeñó un papel activo en la muerte de Jimmy Hoffa. Kuklinski cobraba un suplemento cuando le encargaban que hiciera sufrir a sus víctimas. Realizaba este sádico trabajo con dedicación y con fría eficiencia, sin dejar descontentos a sus clientes jamás. Según sus propios cálculos, mató a más de doscientas personas, y se enorgullecía de su astucia y de la variedad y contundencia de las técnicas que empleaba. Además, Kuklinski viajó para matar por los Estados Unidos y en otras partes del mundo, como Europa y América del Sur. Mientras tanto, se casó y tuvo tres hijos, a los que envió a una escuela católica. Su hija padecía una enfermedad por la que tenía que estar ingresada con frecuencia en hospitales infantiles, donde el padre se ganó una buena reputación por su dedicación como padre y por el cariño y las atenciones que prestaba a los demás niños… Su familia no sospechó nada jamás. Desde prisión, Kuklinski accedió conceder una serie de entrevistas.

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Era a principios de 1985. Pat Kane llevó a Dominick a la tienda de Paterson en una furgoneta camuflada, le deseó buena suerte y vio cómo Dominick cruzaba la calle andando con su contoneo característico y entraba en la tienda. Esperaba que aquel fuera el primer paso para poder atrapar por fin a Kuklinski. Por entonces, Kane no sabía nada de los viajes que estaba haciendo Richard a Europa; ni siquiera sabía que no estaba en la ciudad.

Aquel día decisivo, cuando Dominick Polifrone abrió la puerta y entró en la tienda, se convirtió en Dominick Provanzano. Phil Solimene levantó la vista, lo vio y exclamó en voz alta: «¡Eh, Dom, pasa!», con una gran sonrisa en el rostro tallado a escoplo; lo abrazó y lo besó, y lo presentó con orgullo a los demás habituales. Polifrone se encontraba en su elemento. De hecho, era un actor nato, un artista con dotes naturales para el timo, y no tardó en sentirse como en su casa, en ponerse a jugar a las cartas con los demás tipos, que constituían un verdadero museo de los horrores de ladrones y homicidas, de hombres que vivían fuera de la ley, que establecían sus propias reglas, que robaban todo lo que podía moverse y que hacían daño a cualquiera que se interpusiera en su camino; forajidos todos ellos. Aceptaron enseguida en su seno a Polifrone, que evidentemente contaba con el patrocinio y la aprobación de Solimene. Polifrone no decía una frase que no contuviera la palabra «joder», y pronto hizo saber que era capaz de conseguir lo que fuera, joder, todo tipo de armas de fuego, drogas, silenciadores, granadas de mano, fusiles de asalto. Los demás lo creyeron. ¿Por qué no iban a creerlo? Al fin y al cabo, Phil Solimene (Fagan en persona) decía que era «un tipo legal».

Dominick tenía el don natural de la labia, tenía un arte maravilloso para contar anécdotas y chistes, y al poco tiempo había hecho reír a todos, que le daban palmaditas en la espalda. Tenía la manera de vestir, el aspecto y el modo de hablar propios del personaje. Llevaba en la boca un gran puro habano. Ni el propio Robert De Niro habría representado el papel de manera más convincente. El mal peluquín que llevaba Dominick también sentaba bien al personaje, aunque no era cosa intencionada por su parte. Aquel peluquín lo llevaba siempre.

Aquel primer día, cuando Dominick salió de la tienda, cruzó la calle y subió a la furgoneta camuflada, Kane se sintió aliviado. Si algo salía mal, si hacían daño a Dominick, sería sin duda por culpa de él, se lo achacarían a él.

– ¿Qué tal te ha ido? -dijo Kane.

– Ha estado tirado, joder -dijo Dominick-. Solimene lo hace bien. Hasta me ha hecho creer a mí mismo que nos conocemos desde hace un montón de años.

– Estupendo -dijo Kane, viendo por fin un rayo dorado de luz al final de aquel túnel maloliente.

En Zúrich, y por medio del banquero asiático corrupto, Remi se enteró de dónde vivía el árabe que habían visto. Se trataba de una casa de ladrillos de dos pisos, en una calle tranquila de la ciudad. Richard y Remi fueron a ver la casa. Richard decidió inmediatamente que no debía usar armas de fuego ni violencia visible. Quería que aquello pareciera una muerte natural. No quería que la Policía interviniera para nada. Decidió que lo mejor sería trabajar con veneno. No dijo a Remi nada acerca de sus planes. Cuanto menos supiera Remi, mejor. Richard sabía que lo primero que tendría que hacer era asegurarse de que el cheque se abonaba sin incidentes. Prometió a Remi que se ocuparía del árabe en cuanto estuviera el dinero en la cuenta.

– Te creo, te creo -dijo Remi.

Richard se volvió a los Estados Unidos, fue a Georgia e ingresó con desconfianza el cheque de quinientos mil dólares. Estaba lleno de inquietud. Esperaba que aparecieran agentes del orden y lo rodearan enseñándole las pistolas y las placas. Pero no pasó nada de aquello, y, para asombro y alegría de Richard, el cheque se cobró.

Richard empezó a preguntar a gente de la Mafia a la que había ido conociendo a lo largo de los años sobre las mejores maneras de mover el dinero. También habló con un abogado fiscal de Hoboken que conocía y que trabajaba mucho con gente del hampa. Con esa nueva información, Richard trazó un plan para mover el dinero haciéndolo pasar por varios bancos, uno de Luxemburgo, otro en las islas Caimán, y otro en Nueva Jersey, para dispersar los fondos de tal modo que no se pudieran detectar. Todo esto sucedía a pesar de las leyes bancarias actuales, que dificultan mucho más este tipo de transacciones.

Phil Solimene llamó a Richard varias veces pidiéndole que se pasara por la tienda, diciéndole que tenía «cosas buenas», pero Richard se encontraba por entonces muy ocupado con sus nuevas operaciones, estaba enfrascado en aquello, y ya no se sentía tan a gusto como antes en la tienda. Sabía que Percy House se había vuelto un soplón, y temía que a él lo relacionaran de algún modo con los asesinatos de Danny Deppner y de Gary Smith.

Por entonces, Richard pensaba mucho y a fondo en matar a Richie Peterson, antiguo novio de su hija Merrick. Era un punto flaco, sabía demasiado; pero, en último extremo, Richard decidió no hacerlo. Peterson le caía bien, y a Barbara también. Esperaría. Pero también sabía que había cometido un error al confiar sus asuntos a Peterson.

Richard tenía que volver a Zúrich para ocuparse del árabe. Preparó cuidadosamente el espray de cianuro, lo metió en un bote de espray especial, lo envolvió bien y lo guardó en su bolsa de aseo. Tenía que salir para Zúrich al día siguiente por la tarde. Pero antes tenía aquel asunto pendiente del traficante que tenía encerrados a aquellos niños en el sótano. Richard no se había olvidado de ellos; no dejaban de representarse sus rostros, y no podía descansar mientras no hubiera arreglado aquel problema, como decía él.

Cargó un revólver del 38 con balas de punta hueca, le puso un silenciador y fue en su coche a la casa del traficante. Le costó trabajo encontrar la casa, pero la localizó por fin. Era cerca de la medianoche. Richard pasó despacio ante la casa. Había luces encendidas en la planta baja. Siguió adelante por la carretera, aparcó su coche, se puso unos guantes de plástico y volvió hasta la casa andando con su paso rápido y largo. Entró sin titubear por el camino particular de acceso y se dirigió a la casa.

De pronto saltó una alarma y se encendieron las luces. Richard se quedó inmóvil. Las luces se apagaron. No pareció que nadie se hubiera dado cuenta. Llegó rápidamente a la casa y se movió a lo largo de la fachada, evitando el radio de acción de la alarma. En aquella región había ciervos, y Richard supuso que el traficante ya se había acostumbrado a que los ciervos hicieran saltar la alarma, y había bajado la guardia.

Con movimientos rápidos de felino, Richard llegó hasta la parte trasera de la casa. Se acercó a una ventana de la planta baja. No estaba cerrada con pestillo. La abrió muy despacio, y con dos movimientos rápidos ya estaba dentro de la casa aquel hombre grande, imponente, de una seriedad mortal. Oyó voces de hombres y avanzó hacia las voces, pisando con silencio. Había tres hombres, el traficante y otros dos a los que no había visto nunca Richard, sentados ante una mesa de comedor. Levantó el revólver del 38, apuntó, disparó enseguida a los dos primeros, dos tiros rápidos, pum, pum. El tercer hombre, conmocionado, estaba mirando a un lado y a otro para enterarse de qué demonios había pasado, cuando también recibió un tiro y cayó al suelo. Richard se cercioró de que todos habían muerto. Después fue directamente a la puerta que daba al sótano, corrió el cerrojo y la abrió.

– ¿Alguno de vosotros sabe contar hasta veinte? -dijo en voz alta.

Nadie respondió.

– He dicho que si alguno de vosotros sabe contar hasta veinte repitió.

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