Philip Carlo - El Hombre De Hielo. Confesiones de un asesino a sueldo de la mafia

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Durante más de cuarenta años, Richard Kuklinski, «el Hombre de Hielo», vivió una doble vida que superó con creces lo que se puede ver en Los Soprano. Aunque se había convertido en uno de los asesinos profesionales más temibles de la historia de los Estados Unidos, no dejaba de invitar a sus vecinos a alegres barbacoas en un barrio residencial de Nueva Jersey. Richard Kuklinski participó, bajo las órdenes de Sammy Gravano, «el Toro», en la ejecución de Paul Castellano en el restaurante Sparks. John Gotti lo contrató para que matara a un vecino suyo que había atropellado a su hijo accidentalmente. También desempeñó un papel activo en la muerte de Jimmy Hoffa. Kuklinski cobraba un suplemento cuando le encargaban que hiciera sufrir a sus víctimas. Realizaba este sádico trabajo con dedicación y con fría eficiencia, sin dejar descontentos a sus clientes jamás. Según sus propios cálculos, mató a más de doscientas personas, y se enorgullecía de su astucia y de la variedad y contundencia de las técnicas que empleaba. Además, Kuklinski viajó para matar por los Estados Unidos y en otras partes del mundo, como Europa y América del Sur. Mientras tanto, se casó y tuvo tres hijos, a los que envió a una escuela católica. Su hija padecía una enfermedad por la que tenía que estar ingresada con frecuencia en hospitales infantiles, donde el padre se ganó una buena reputación por su dedicación como padre y por el cariño y las atenciones que prestaba a los demás niños… Su familia no sospechó nada jamás. Desde prisión, Kuklinski accedió conceder una serie de entrevistas.

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También John Spasudo tenía las manos en muchos negocios. Le habían retirado el pasaporte porque estaba en libertad bajo fianza por un asunto de falsificación, y por eso había pedido a Richard que fuera al extranjero para llevara cabo aquella operación de intercambio de divisas. Unos funcionarios corruptos de Nigeria habían robado mucho dinero en billetes y habían conseguido sacarlo del país y llevarlo a Zúrich. El problema era que el dinero no se podía convertir a ninguna otra divisa porque nadie quería la divisa nigeriana. Sin embargo, había otro funcionario de Nigeria que volvería a permitir la entrada del dinero en el país a cambio de una comisión de diez centavos por dólar. El funcionario daría al dinero la calificación de legítimo y haría emitir un cheque contra una segunda empresa que abriría Richard, cheque que se abonaría en dólares.

A Richard le gustaba Zúrich. Era una ciudad limpia y ordenada, y la gente era agradable y complaciente. Tomó una habitación en un hotel del centro, el Hotel Zúrich; se reunió con el hombre que tenía acceso a todo aquel dinero nigeriano, un belga llamado Remi, que era un individuo bajo y corpulento, de gruesas cejas. Richard desconfiaba, pero Remi se lo llevó a unas oficinas en las afueras de la ciudad y le enseñó allí el dinero nigeriano, en gruesos paquetes embalados en plástico: setenta kilos en total. Richard tendría que llevarse el dinero a Nigeria. No le hacía mucha gracia la idea de ir a África, pero estaba dispuesto a ir donde hiciera falta para ganar dinero. Ya estaba todo dispuesto para que el dinero se transportara de nuevo a Nigeria. Richard volaría en el mismo avión, que partiría al día siguiente. Richard siempre había tenido deseos de ver mundo y tenía curiosidad por ver Nigeria, uno de los países más pobres y más violentos del mundo, donde todavía se vendía y compraba a personas, donde todavía se practicaban los sacrificios humanos. Tal como se había acordado, Richard se reunió con el funcionario, un hombre alto, cadavérico, de piel oscura, y se aprobó sin problemas la importación del dinero en el país. Richard tuvo que quedarse hasta el día siguiente para tomar el vuelo de vuelta a Zúrich. No le gustó nada de lo que vio en Nigeria, su desorden, su pobreza abrumadora, sus carreteras polvorientas, las palmeras marchitas, los perros callejeros atribulados que parecían temer que alguien se los comiera en cualquier momento. Decir que Richard Kuklinski, con su tez clara de mezcla de polaco e irlandesa, llamaba la atención, era decir poco. Se alegró de marcharse al día siguiente, y esperó no tener que volver por allí.

Zúrich era todo lo contrario, una ciudad ordenada, limpia y próspera. Richard, como tenía por costumbre, daba largos paseos observando con curiosidad a los suizos escrupulosos que hacían sus vidas ordenadas y escrupulosas. Lo que más llamó la atención a Richard, lo que todavía recuerda con claridad después de tantos años, era lo limpio que estaba todo, ni un papel en el suelo. Richard encontró un parque que estaba abierto toda la noche y por donde la gente paseaba tranquilamente, sin miedo a sufrir atracos ni violencia. Mientras esperaba la llegada del cheque de Nigeria, Richard hacía unas comidas estupendas, principalmente a solas, pero a veces con su nuevo amigo Remi.

Remi habló a Richard de un segundo plan que había estado elaborando. Un hombre que trabajaba en un banco suizo le proporcionaría los números de cuentas suizas numeradas, hasta cheques bancarios contra esas cuentas.

– Te estoy hablando de cuentas inmensas de grandes empresas y de personas que tienen mucho dinero que esconder, de personas que no podrían acudir jamás a la Policía, ¿entiendes? -dijo Remi, hablando sin apenas mover los labios, como si fuera un ventrílocuo.

– Entiendo.

– Necesitamos una cuenta en los Estados Unidos donde poder cobrar los cheques. ¿Te interesaría a ti participar en la empresa?

– ¿Qué ganamos nosotros?

– La mitad debe ser para el banquero. Nosotros nos repartiremos la otra mitad.

– ¿Y dices que lo único que tengo que hacer es abrir una cuenta y depositar esos cheques?

– Exactamente.

– ¿De cuánto dinero estamos hablando?

– De no más de setecientos cincuenta mil dólares. Si se supera esa cantidad, la transacción pasa automáticamente a controlarse más.

– Estás de broma.

– Yo no hago bromas con el dinero.

– Me apunto, claro -dijo Richard, y accedió a abrir otra cuenta de empresa en los Estados Unidos para facilitar esta operación. Todo parecía demasiado fácil para ser verdad, pero Richard había oído contar cosas más raras todavía, y conocía bien el negro instinto de rapacidad que se escondía en los corazones de los hombres; por ello, aceptó de buena gana el trato que le había propuesto Remi.

El cheque de Nigeria no tardó en llegar. Era de 455.000 dólares. A Richard le correspondía un 25%. Richard lo tomó y se volvió a los Estados Unidos en un asiento de primera clase de un vuelo de la Pan Am, con intención de volver pronto a Zúrich.

Pat Kane entró en el despacho del teniente Leck y dijo:

– La única manera en que podremos atrapar a Kuklinski es poniendo cerca de él a alguno de los nuestros. Vamos a tener que infiltrar a alguien verdaderamente bueno. A alguien capaz de engañarlo, de hacerlo salir al descubierto.

– ¿Habías pensado en alguien? -le preguntó Leck.

– He estado hablando con el jefe de homicidios del condado de Bergen, Ed Denning. Dice que conoce a un infiltrado de primera, es del ATF [8].

– Claro, prueba a ver. ¿Por qué no? -dijo Leck, sabiendo que Kane tenía razón, que la había tenido desde el principio.

A principios de abril, Pat Kane fue en su coche a Trenton, Nueva Jersey, para reunirse con aquel superagente infiltrado.

45

¿Cómo te va, joder?

Dominick Polifrone tenía treinta y nueve años; ojos oscuros, duros, callejeros; pómulos marcados; bigote de Fu Manchú; llevaba un peluquín negro que le sentaba mal. Medía cerca de un metro ochenta; era un hombre tuerte, robusto, ancho de hombros, hijo de inmigrantes italianos, de piel oscura y cetrina. Polifrone estaba casado y era feliz en su matrimonio, y tenía tres hijos pequeños. Se había infiltrado con éxito muchas veces en círculos de la Mafia; había recogido pruebas sólidas que habían servido para conseguir condenas en tribunales federales, y ninguno de los condenados por mediación suya se había enterado de que la culpa había sido de él. Polifrone sabía andar y hablar, sabía vestir, sabía qué decir y cómo decirlo. Había adoptado la personalidad, la apariencia ruda, los andares contoneantes, el habla y los dichos de los tipos de la Mafia. En muchas ocasiones hablaba poniendo un «joder» en cada frase. Polifrone impresionó inmediatamente a Pat Kane. Cuando se conocieron, Pat no solo pensó que era capaz de hacer el trabajo, sino que podía hacerlo muy bien. Según contaría más tarde Pat, Polifrone era perfecto, «como salido de una película de mafiosos». De hecho, según dijo también Kane, «casi parecía demasiado auténtico para ser de verdad».

Los dos hombres, tan diferentes como el día y la noche, uno osado y audaz, el otro cortés e introspectivo, se sentaron a hablar, y Pat Kane le contó poco a poco todo lo que tenía. Mientras hablaba, Polifrone iba frunciendo la ancha frente con curiosidad, con surcos que se hacían más profundos conforme Kane iba hablando. La curiosidad no tardó en convertirse en consternación, y después en franca rabia. Cuando Kane hubo terminado de exponer todo lo que tenía, Polifrone dijo:

– ¿Me estás diciendo que ese cabrón ha matado a toda esa gente y que sigue suelto por ahí, joder?

– Eso mismo es lo que estoy diciendo -dijo Kane, con la cara de muchacho rígida como una piedra, con la mirada firme y decidida, lleno de resolución de acero.

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