En otra ocasión, Richard quería probar un arma nueva, una ballesta metálica negra, pequeña, fabricada en Italia. Parecía un buen arma para un asesinato de encargo, pues era muy silenciosa, muy pequeña, del tamaño de un guante de béisbol; pero se preguntaba si daría resultado de verdad. Para ponerla a prueba, Richard salió en su coche y se puso a buscar a alguien a quien pudiera disparar con la ballesta. No estaba furioso ni había bebido; no era más que una prueba, para comprobar si aquella ballesta pequeña podía matara un ser humano, según explicó. Vio a un hombre, su conejillo de indias, que iba caminando tranquilamente por una calle apartada. Redujo la velocidad, detuvo el coche y le preguntó, con esa amabilidad suya, por dónde se iba a cierto sitio. El hombre se acercó al coche de Richard para responderle, y al cabo de un instante Richard le había disparado a la frente la saeta de acero de quince centímetros. El hombre cayó redondo con la saeta clavada en el cerebro, sin saber qué le había pasado ni por qué… y murió al poco rato.
El muskie escurridizo
UN hombre de Vineland, Nueva Jersey, debía mucho dinero a tipos de la Mafia, más de cien mil dólares. Era jugador y degenerado sexual, y se había endeudado hasta los ojos con usureros de origen italiano. Pagó su deuda con un cheque que resultó no tener fondos… dos veces. Pidieron a Richard que fuera a ver a aquel hombre. Se llamaba John Spasudo, y acabaría desempeñando un papel importante en la vida de Richard.
Spasudo, como Richard, era un hombre grande, aunque a diferencia de este tenía el pelo largo y oscuro. Tenía buena labia; si se lo proponía, era capaz de vender paraguas en el Sahara. Pero Richard ya lo había oído todo muchas veces, y no se tragó los cuentos de Spasudo. Richard, tranquilamente, procedió a poner las cosas bien claritas a Spasudo, y finalmente acabó por cobrar a los pocos días todo el dinero que se debía.
En el transcurso de aquellos días, Spasudo habló a Richard de una «gran oportunidad» que tenía de hacer dinero comprando y vendiendo divisas de Nigeria y krugerrands de Sudáfrica, que son unas monedas de oro puro. Y expuso a Richard la idea que estaba trazando con Louis Arnold, que era un rico hombre de negocios de Pensilvania. La idea era abrir una serie de estaciones de servicio a lo largo de la carretera interestatal, dirigidas expresamente a los camioneros: tendrían hotel, restaurante y taller donde se podrían reparar rápidamente los problemas mecánicos. La idea parecía razonable, y a Richard le pareció interesante.
Richard, como siempre, buscaba nuevas maneras de ganar dinero, y escuchó a Spasudo con mucha atención, le oyó contar más detalles acerca del dinero que se podía ganar con las monedas de oro y la compraventa de divisas, y al poco tiempo salía camino de Zúrich, en Suiza, con toda una nueva gama de oportunidades delante, y con una nueva lista de víctimas que enviaría a la tumba.
Pat Kane entró corriendo en el despacho del teniente Leck, emocionado. Estaba seguro de que acababa de encontrar la cuerda que podría servirles para ahorcar a Richard Kuklinski.
– Teniente -dijo-, tengo aquí una prueba clara, irrefutable, que relaciona a Kuklinski con el motel York. Hizo una llamada telefónica al hotel el 21 de diciembre, cuando Deppner y Smith estaban alojados allí. ¡Que intente negarlo!
– Bien, muy buen trabajo -dijo Leck. Si bien aquello no era más que una prueba circunstancial que no demostraba que Kuklinski hubiera matado a nadie, sí que relacionaba directamente a Kuklinski con el lugar donde habían encontrado a Gary Smith.
Pero para Pat Kane aquello representaba una nueva prueba de lo que él venía diciendo desde ya hacía años. Sin embargo, no tenían pruebas suficientes para ir a poner las esposas a Kuklinski. Kane deseaba, más que ninguna otra cosa en su vida, ir a detener a Richard Kuklinski y meterlo en un calabozo, encerrarlo como lo que Kane creía que era, un animal furioso. Aquella investigación había llenado a Kane de frustraciones y de desánimo. Sabía que Kuklinski era un asesino a sueldo al servicio de la Mafia, que era distribuidor de pornografía; que había matado a cinco personas, que él supiera (Masgay, Hoffman, Malliband, Smith y Deppner), y él no podía hacer nada al respecto, al menos de momento. Kane se estaba volviendo retraído y taciturno. Terry apenas era capaz de animarlo a hablar, a que se comunicara con ella o con los hijos. Siempre había sido un marido cariñoso, muy entregado y atento, un padre amantísimo; pero ahora se había convertido en un hombre completamente distinto. Estaba allí, en la casa, en la cama junto a su esposa, pero en realidad no estaba presente, no formaba parte de la familia. Pasaba casi todo el tiempo como ausente, explicaría más tarde Terry Kane. Pat tampoco dormía bien. Pasaba las noches dando vueltas en la cama. Tenía ojeras. A veces, por la noche, oía un ruido en el exterior de la casa, se levantaba de la cama y salía con una pistola en la mano. Si Kuklinski se presentaba con intención de hacerle daño a él o a su familia, lo mataría. Y punto.
Para poder detener a Kuklinski, para poner fin a aquella matanza que iba realizando en solitario, Kane sabía que necesitaba pruebas tangibles, irrefutables: la clásica pistola todavía humeante; testigos, huellas dactilares, pruebas reales que tuvieran validez ante un tribunal. Pat Kane salía a echar largas carreras, daba puñetazos a su saco pesado, mientras pensaba únicamente en aquel caso, en cómo sacar de la calle a Kuklinski. Solía tener fantasías en las que mantenía un tiroteo con Kuklinski y lo mataba. Kane tenía una puntería excelente, y le habría gustado vérselas cara a cara con Kuklinski. Estaba convencido de que si en el mundo había que matar a alguien, ese alguien era sin duda Richard Kuklinski. Pero sabía que aquello no era posible. El había ido siempre, durante toda su vida, por el camino recto, respetando las reglas y los reglamentos de la sociedad, y no estaba dispuesto a cambiar ahora, a convertirse en un homicida, por causa de Kuklinski. Sin embargo, sí que le habría gustado que Kuklinski le hubiera dado motivos para matarlo como a lo que era sin duda, como a un perro rabioso.
Un domingo que había ido a pescar lucios de los Grandes Lagos, su pasatiempo favorito, a Kane se le ocurrió por primera vez una idea que le pareció que podría hacer avanzar la investigación, incluso llevarla a su fin con éxito. El lucio de los Grandes Lagos (Esox masquinongy) es un pez de agua dulce, predador, algunos dicen que verdaderamente astuto, de la familia de los lucios. Estos peces, a los que se conoce en Estados Unidos con el nombre de muskellunges, o vulgarmente musties, viven en lugares apartados de los lagos de agua dulce. Son muy difíciles de pescar; no se los engaña fácilmente con cebos ni señuelos. Pueden alcanzar un metro ochenta de largo, son veloces y violentos y tienen dientes afilados como hojas de afeitar. Son tan agresivos que no solo se alimentan de otros peces, sino que llegan a atacar y a devorar a las ratas de agua, a los patos y a otros vertebrados de sangre caliente. Si en las aguas dulces del norte de Nueva Jersey hay un asesino en serie despiadado, se trata sin duda del mustie. Aquel domingo, mientras Kane intentaba pescar al mustie escurridizo con cebos vivos, se le ocurrió la idea de utilizar un cebo vivo para atrapar a Kuklinski.
Kane pensó que Kuklinski se parecía mucho a un mustie: atacaba donde quería, era astuto, era un asesino difícil de cazar.
Sí: lo que necesitaba Kane para atrapar a Kuklinski era un cebo vivo, un señuelo seductor capaz de engañarlo y de hacerlo salir al descubierto. Pat Kane empezó a buscar a un hombre capaz de acercarse a
Kuklinski, un buen policía de paisano que dominara el arte de infiltrarse y que fuera capaz de hacer que se descubriera.
Читать дальше