Richard volvió a viajar a Zúrich sin que lo supieran Kane ni las autoridades. Esta vez tuvo que pasarse allí casi dos semanas esperando el cheque. No le gustaba estar tanto tiempo lejos de su casa, pero no le quedaba otra opción. Llamaba a Barbara por teléfono varias veces al día; se gastaba una fortuna en teléfono, pero aquello no le importaba. Llegó a echar tanto de menos a Barbara, a sentir tales deseos de hacer el amor con ella, que se volvió en avión a su casa, hizo el amor repetidas veces con su esposa y se volvió de nuevo a Zúrich al día siguiente. Richard tenía en Zúrich muchas oportunidades de meterse en la cama con mujeres, Remi le ofreció a varias; pero Richard las rechazó.
– Yo miro, pero no toco -dijo a Remi.
Richard no era infiel a Barbara. Aquello le parecía una bajeza inmoral y no quería hacerlo. Pero no aplicaba la moral en lo relativo a matar hombres, en echar seres humanos vivos a las ratas; en realidad, aquellas cosas ni siquiera lo inquietaban. Pero lo de la infidelidad… ni pensarlo. No quería hacerlo. Quizá fuera por esto por lo que podía llegar a ser tan brutal con Barbara: más que como a un ser humano dotado de sentimientos, la veía como un objeto de su propiedad y, como tal objeto, podía hacer lo que quisiera con ella. Según dijo Barbara hace poco: Cuando no estaba él, había paz en la casa. No había aquella presión, aquella tensión que producía él. La verdad es que yo prefería que no estuviera. Los chicos y yo lo pasábamos mejor. No teníamos que preocuparnos de que tirara la mesa del comedor por la ventana.
Dominick Polifrone ya aparecía por la tienda casi todos los días. Los habituales lo habían aceptado con facilidad. A veces llevaba maletas llenas de pistolas y silenciadores especiales, y los demás querían comprarle lo que llevaba; pero él siempre decía que las cosas «ya estaban prometidas»; aunque les aseguraba que tendría más. Pasaron las semanas y los meses, y todos se dieron cuenta de que Richard ya no venía por la tienda. Esto se debía, en buena medida, a lo que hacía en Zúrich. Pero sí que se pasó por la tienda varias veces sin previo aviso, como había hecho siempre. Aparecía allí, charlaba un rato, jugaba a las cartas quizá y se marchaba, siempre cuando no estaba Polifrone. La investigación no iba a ninguna parte. Pat Kane estaba desesperado, y empezaba a pensar que Kuklinski era demasiado listo para ellos; parecía como si tuviera una especie de sexto sentido que le permitiera escurrirse siempre de los problemas, fuera del alcance de la Policía, libre de todo mal. Kane sabía que Richard era un asesino frío, pero ni sus compañeros ni él podían hacer nada por detenerlo. Frustrado, llegaba todas las noches a su casa con su «cara de trabajo» puesta, como decía Terry… triste y mustio, viendo que la luz al final del túnel se apagaba y llegaba a desaparecer.
El Asador de Sparks
Había grandes cambios en la familia Gambino del crimen organizado. Paul Castellano no solo tenía grandes problemas con la justicia, sino con sus propios soldados, tenientes y capitanes. Todo el mundo sabía ya que los federales le habían puesto micrófonos en la casa y que le habían grabado conversaciones interminables sobre asuntos de la Mafia y soltando declaraciones de amor ridiculas a su ama de llaves.
Se avecinaban cambios bruscos y repentinos, estaban en el viento que soplaba con fuerza desde el Club de Caza y Pesca de Bergin, que era la sede de John Gotti.
Contando con la colaboración de Sammy Gravano, Gotti trazó un plan audaz para matar a Castellano y hacerse con el mando de la familia. Ambos sabían que se trataba de una empresa muy peligrosa a muchos niveles. Paul era jefe de una familia, y aquel golpe no tenía la aprobación imprescindible de la comisión, como la había tenido la ejecución de Carmine Galante. Pero Gotti, que era atrevido hasta la temeridad, estaba resuelto a quitarse de en medio a Paul y ponerse él al frente de la familia. No era ningún secreto que la mayoría de los capitanes no soportaban a Paul, y Gotti estaba seguro de que, tras la muerte de Paul, la transición por la que él llegaría a ser el jefe sería relativamente suave; no dudaba de que todos los capitanes se pondrían de su parte enseguida; y aquello fue precisamente lo que sucedió.
Estaba concluyendo el año 1985. Se acercaban las fiestas navideñas. Richard Kuklinski acababa de regresar de uno de sus muchos viajes a Europa, cuando le llamó por teléfono Sammy Gravano y acordó con él una reunión en la casa de comidas ya conocida, en la orilla de Nueva
Jersey del puente George Washington. Gravano sabía que Richard era de confianza. Lo había demostrado en muchas ocasiones. También sabía que no tenía ningún compromiso de fidelidad con nadie y que era mi asesino extremadamente eficaz que siempre cumplía el encargo: Richard no había dejado jamás de llevar a cabo ninguno de los encargos que había aceptado, cosa de la que sigue estando orgulloso hasta la fecha. Gravano fue al grano y dijo a Richard que tenía «un trabajo especial» cuya víctima sería «un jefe».
– ¿Esto te molesta de alguna manera?
– Yo me encargo de quien haga falta -dijo Richard. Precisamente lo que quería oír Gravano. De hecho, a Richard ya le habían llegado rumores de aquel asunto. Muchos hombres del hampa estaban hablando de que iban a quitar de en medio a Paul Castellano, por su avaricia, por su empeño en que todos fueran a verlo todas las semanas, con lo que los federales tenían ocasión de hacer fotos de todos los capitanes; por no haber impedido que pusieran micrófonos en su casa; por su relación escandalosa con un ama de llaves colombiana mientras su esposa, hermana de Carlo Gambino, estaba en la misma casa.
La opinión extendida por lodo el mundillo de la Mafia era que aquello era una puta infamia.
– Se trata de Paul -dijo Gravano.
– Me lo había figurado -dijo Richard.
– ¿Te apuntas, entonces? -dijo Gravano.
– Desde luego -dijo Richard.
– Vale, de acuerdo. John se alegrará. No lo olvidaremos nunca, Rich, ya lo sabes
– Me alegro de oírlo.
– Habrá una reunión… una cena, en Nueva York. La cosa se hará ahí, delante del local. En la calle. ¿Te parece bien?
– Yo solo quiero dar gusto al cliente. ¿Cuándo?
– Pronto… de aquí a una semana. Tú te encargarás del guardaespaldas, Tommy Bilotti. El irá al volante, lleva más de veinte años con Paul. Paul irá en el asiento trasero. Tú no te preocupes de él, solo de Bilotti… ¡Tu objetivo será él! Otros tipos se encargarán de Paul.
– Bien.
– Será un trabajo de equipo. Te voy a dar un gorro. Todos llevaréis este mismo gorro. A cualquiera que se acerque al coche de Paul y no lleve este gorro, ¡te lo cargas!
– Entendido -dijo Richard.
Gravano fue a su coche, abrió el maletero, sacó una bolsa. Se la dio a Richard. Dentro había un walkie-talkie y un gorro de piel al estilo ruso. Richard se probó el gorro. Le sentaba bien. Por otra parte, le daba el aspecto de medir dos metros diez.
– Usa algún arma de gran calibre… una 38, una 357, ¿entendido? Y ponte gabardina; todos la llevarán. Ten cuidado: Bilotti es un tipo grande, pero es rápido.
– Ni me verá -dijo Richard, y Gravano lo creyó. La reputación de Richard como asesino eficiente ya era legendaria.
– Lleva encima el walkie-talkie. Si algo marcha mal, te lo diré, ¿de acuerdo?
– De acuerdo.
– Treinta mil para ti, ¿vale? -dijo Gravano.
– Vale -dijo Richard; y la cosa quedó acordada.
Las pocas ocasiones en que las fuerzas del orden habían intentado seguir a Richard habían tenido que dejarlo por imposible. Por lo tanto, Richard podía moverse a voluntad sin que lo observaran. Si la Policía estatal y la ATF hubiera seguido a Richard aquella noche, lo habrían visto reunirse con Gravano, sin duda.
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