– ¿Cuántos saben lo de ese tipo, joder? -preguntó Richard.
– Demasiados -dijo Remi.
El segundo tipo era un cambista de divisas, un tipo desagradable y pendenciero, según contó Remi a Richard. Este se puso en contacto con el hombre, le hizo creer que estaba interesado en hacer negocios con él, fue a su oficina a última hora del día y, en el momento oportuno, sacó un cuchillo que había comprado cerca de la Estación Central y se lo clavó al hombre en la nuca. Cortar el cuello y la arteria carótida era demasiado engorroso. Richard dejó al cambista allí muerto, ante su escritorio. Teniendo en cuenta la atención y el interés que tenía puesto la Policía en Richard, resulta asombroso que pudiera viajar con tanta libertad, salir y entrar del país a voluntad sin que nadie se enterara siquiera. Esto sucedía porque la Policía había renunciado a intentar seguir a Richard.
Pat Kane entró en su casa con la cara larga. Ya estaban a finales de la primavera y no habían avanzado nada.
– Creo que lo hemos perdido -dijo a Terry-. Todos… todos tenían razón. Sencillamente, es demasiado listo para mí, para nosotros, para lo que intentamos hacer.
– Patrick, lo atraparás. No te rindas. Tú no eres así-dijo Terry; y él comprendió que tenía razón. El no era así en absoluto.
¿Les apetece un té?
Por entonces, Richard había llegado a despreciar a John Spasudo.
Si no hubiera sido porque le resultaba útil, porque Spasudo le proponía aquellos negocios tan rentables, Richard ya lo habría matado varias veces. Su relación hizo aguas, por así decirlo, una vez que Richard fue a visitar a Spasudo para entregarle un dinero, su parte del último cheque. Cuando Spasudo abrió la puerta, no invitó a Richard a pasar. Qué cosa más rara, pensó Richard.
– ¿Qué pasa, es que huelo mal? -preguntó Richard, ofendido.
– No; es que estoy con mi chica.
– ¿Y qué? La he visto desnuda media docena de veces -dijo Richard, y pasó por delante de Spasudo, notando algo raro-. ¿Es que me estás haciendo una jugarreta, John?
– No; no es nada de eso.
Richard vio en el dormitorio una forma bajo las sábanas de la cama; pero advirtió que el bulto era demasiado pequeño para tratarse de la novia de Spasudo.
– Hola -dijo Richard.
No hubo respuesta.
– Eh, hola -repitió-. Soy yo, Rich.
Nada.
Richard entró en el dormitorio y apartó las sábanas de la cama, dejando al descubierto a una muchacha joven, desnuda, con ojos asustados. Richard advirtió con sobresalto que era muy joven, una niña. Sintió que la ira le subía por el cuerpo hasta la cabeza. Torció los labios y profirió ese suave chasquido suyo.
– John, ¿es que me estás tomando el pelo, joder? ¿Se puede saber qué te pasa?
– Solo estábamos pasando el rato. No le he hecho daño. Cielo, dile que no te he hecho daño -dijo a la niña. Esta no respondió.
Richard sintió deseos de matarlo allí mismo; pero no quería traumatizar a la niña. Se volvió y salió bruscamente del dormitorio. Spasudo lo siguió, sumiso.
– John, no me jodas. Déjala donde la encontraste -dijo, y se marchó, pensando acabar con Spasudo. El problema era que había demasiadas personas que conocían su relación con Spasudo, y Richard estaba seguro de que, si a aquel le pasaba algo, el primer sospechoso sería él. Sabía que de momento tendría que ir con tiento. Esperaría al momento oportuno: cuando hubieran terminado sus negocios, cuando Spasudo no le sirviera ya, lo envenenaría para que pareciera que había muerto de un ataque al corazón. Pero ya no le quedaba veneno. Hum… ¿qué hacer?
Sammy Gravano llamó a Richard por el busca. Richard le devolvió la llamada por teléfono. Acordaron reunirse en la casa de comidas habitual. Aquella reunión concreta inquietaba a Richard. Sabía que Gravano era un asesino; también sabía que él mismo era un vínculo directo, tangible, entre Gravano y la ejecución de Castellano, un vínculo que Gravano muy bien podía querer hacer desaparecer. Richard se armó hasta los dientes, como para entrar en batalla, y fue a ver a Gravano. Llevaba un rifle Ruger Magnum del 22 recortado con un peine de treinta balas bajo el asiento del conductor de su furgoneta y tres pistolas encima. Llegó a la casa de comidas una hora antes de la cita, aparcó la furgoneta de manera que pudiera ver claramente todas las idas y venidas, por si se tramaba algo. Gravano llegó puntual, en un Mercedes negro. Solo venía él, con un conductor. Todo parecía en orden. Richard se bajó de la furgoneta todavía muy atento, dispuesto a entrar en acción. Los dos hombres se saludaron abrazándose y besándose. Gravano felicitó a Richard por su buen trabajo y le dio una bolsa de papel que contenía los treinta mil dólares acordados, «y una pequeña bonificación», según dijo.
– Muy agradecido -dijo Richard, con sinceridad.
– Según me han contado, haces también trabajos especiales, cosas que se salen de lo común -dijo Gravano.
– Como ya he dicho, quiero dar gusto al cliente -aseguró Richard.
– Tengo un buen amigo. Un gilipollas cocainómano ha dejado preñada a su hija, y el padre quiere que sufra. ¡Que sufra mucho!
– Ningún problema -dijo Richard-. Será un placer.
Gravano dijo a Richard que se encargaría de que la víctima estuviera en cierto bar de Brooklyn el viernes por la noche.
– ¿Quiere que me lo lleve entonces? -dijo Richard.
– Sí, cuanto antes mejor. John me ha encargado que te diga que lo hiciste muy bien. Pensamos darte muchos encargos -dijo Gravano.
– Me parece bien, estoy disponible -expuso Richard.
Gravano le dijo dónde debía estar el viernes por la noche, se dieron la mano, se besaron, se abrazaron y se fueron cada uno por su lado.
El viernes por la noche, Richard se presentó en el bar en cuestión, desconfiado y en guardia, muy armado, con una granada de fragmentación en el bolsillo. Sabía que aquello bien podía ser una encerrona, aunque su instinto le decía que el encargo de Gravano era serio. El bar se llamaba Tali. Estaba en la avenida Dieciocho. Richard llevaba la cámara de vídeo, además del rifle de dardos tranquilizantes. Gravano ya estaba en el bar. Presentó a la víctima a Richard. La víctima tenía unos veinticinco años, pelo negro y grasiento; otro italiano que pretende ser alguien y que ha metido la polla donde no debía, pensó Richard. Los dos conversaron, se tomaron una copa. Sammy se retiró. Richard dijo a la víctima, como de pasada, que tenía una partida de «buena coca» que quería quitarse de encima. Aquel era el cebo, según lo entendía Richard.
– ¿Sabe Sammy algo de esto? -le preguntó la víctima.
– No. Esto es extraoficial.
– Claro, puedo moverla. ¿Se puede probar?
– Ahí fuera, en la furgoneta -dijo Richard, pensando que aquello iba a ser más fácil de lo que había creído. Los dos salieron a la calle.
Cuando estuvieron dentro de la furgoneta de Richard, aparcada en una calle secundaria tranquila, cerca de la avenida Dieciocho, Richard dejó inconsciente al hombre de un golpe con un rompecabezas, lo amordazó y se puso en camino, rumbo a Pensilvania… al país de las ratas. No le hacía mucha gracia hacer un viaje tan largo llevando a la víctima en la parte trasera de la furgoneta; pero si le daban el alto los policías locales o estatales, él los mataría en cuestión de un momento. Llevaba una 38 bajo el asiento, al alcance de la mano. Pero viajó con prudencia, sin superar los límites de velocidad, oyendo música cautitry. La víctima se alborotó un par de veces, pero Richard le dijo que se estuviera quietecito y callado, o le pegaría con un martillo.
Richard no había tenido intención de volver a hacer aquello, echar personas a las ratas. Pero si Gravano quería que aquel tipo sufriera de verdad, así tendría que ser. Era un sistema cómodo, fácil y muy eficaz. Richard seguía sintiendo curiosidad por observar sus propias reacciones ante aquella barbaridad que había creado él mismo.
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