– Cállate… callaos todos, joder -ordenó Richard-. Los polis escuchan.
Se callaron. Los detectives los interrogaron. Todos callaron, pero los detectives sabían lo que había pasado y siguieron acosando a Richard. Este ni siquiera les dirigía la palabra. A Richard no le gustaban los policías; para él, eran unos matones corruptos con pistola y placa, y no dudaba en poner de manifiesto la opinión que tenía de ellos.
Cuando permitieron por fin a Richard hacer una llamada telefónica, llamó a un abogado penalista de Jersey City y le contó lo que había pasado. El abogado acudió a los calabozos y dijo a Richard que necesitaba dinero para «resolver la cuestión». Jersey City era uno de los municipios más corruptos de los Estados Unidos. Se podía comprar y vender a los policías y a los jueces por cuatro cuartos. Richard hizo enseguida otra llamada, se puso al habla con John Hamil, le contó lo sucedido y le pidió que diera tres mil dólares al abogado.
– Ya está hecho, hermano -dijo John.
Richard y los demás pasaron la noche en el calabozo. Richard llamó a Barbara para decirle que estaba trabajando en el laboratorio. Solía quedarse trabajando por la noche, haciendo horas extraordinarias.
A la mañana siguiente los llevaron a todos al juzgado para que comparecieran ante el juez. Richard, de pésimo humor, se ocupó de que nadie dijera nada. Su abogado los encontró en el calabozo de espera, les guiñó un ojo y dijo: «Todo está arreglado». No tardaron en ser llevados ante el juez, al que el abogado de Richard ya había entregado los tres mil dólares. El juez dijo que no veía «causa razonable» para llevar adelante el caso, les impuso una pequeña multa y los dejó libres allí mismo.
Cuando Richard y los demás salían del juzgado, uno de los detectives, nada contento, se dirigió a Richard.
– Le devuelvo su pistola -dijo, tendiendo a Richard su derringer. -Esa pistola no es mía -dijo Richard, y salió del juzgado. En la calle, dijo a su hermano:
– Se acabó. Si te metes en otro lío, no pienso ayudarte. ¿Entendido? -Sí -dijo Joseph con humildad-. Entendido.
El asesinato es cosa de familia
La perrita tenía una pata rota y estaba conmocionada; temblaba, tenía convulsiones y no dejaba de ladrar en el patio de un edificio de la Central Avenue de Jersey City, número 438. Eran las doce y media de la noche y el perro no dejaba dormir a la gente. El animal era de Pamela Dial, una niña de doce años que era pequeña para su edad y delgada. Pamela tenía el pelo negro y los ojos oscuros, grandes y redondos. Era una alumna muy aplicada de la escuela parroquial de Santa Ana, allí cerca. Vivía en el 9 de la calle Bleeker, con su madre, su padre y sus hermanos John y Robert, a la vuelta de la esquina de la manzana de Central Avenue donde vivían Joseph y Anna Kuklinski.
Pamela quería mucho a su perra, una perrita pequeña sin raza, blanca y negra. Siempre estaban juntos. La perra acompañaba a Pam a todas partes, meneando la cola y prestándole una atención poco común.
Antes, hacia las once de la noche de aquella fatídica noche de martes, Pamela había salido de la casa a buscar a su perra. Todavía no había terminado de hacer sus deberes, que estaban extendidos sobre su cama. Tampoco había dicho a su familia que salía a buscar a Lady. Cuando salió, sus padres estaban viendo el telediario de las once de la noche y ni siquiera se enterraron de que se había marchado.
Pamela encontró a su perrita y se volvía a su casa cuando se encontró con Joseph Kuklinski.
Joseph y Pam se conocían del barrio. Joseph era alto y apuesto, delgado y musculoso, tenía el pelo largo y rubio, bigote de Fu Manchú. Tenía entonces veinticinco años. Los dos se pusieron a hablar. Joseph preguntó a Pamela si le gustaría pasar un rato a solas con él. Sin entender claramente lo que quería decir, la niña le dijo que sí con toda inocencia y siguió a Joseph Kuklinski hasta un edificio de cuatro pisos en el 438 de Central Avenue, en el que subieron hasta la azotea. Joseph vivía con su madre en el 434 de Central Avenue, a solo dos edificios de distancia. Joseph había utilizado muchas veces a lo largo de los años las azoteas de los edificios de Central Avenue para sus aventuras sexuales, con parejas de ambos sexos. Pamela no tenía idea de lo que pretendía Joseph. A este lo llamaban en el barrio Joe el Vaquero, y a ella le parecía guapo. Le gustaba que le hubiera prestado atención, que quisiera estar a solas con ella. Pamela subió hasta la azotea por voluntad propia, sin saber nada de los demonios que tenía Joseph Kuklinski dentro de la cabeza.
Joseph había estado bebiendo; estaba cargado, olía a alcohol. En la azotea, fue directamente al grano e intentó mantener relaciones sexuales con Pam. Ella se negó. Él no aceptó la negativa. La violó, la sodomizó, y después la estranguló hasta matarla; mientras tanto, la pequeña Lady no dejaba de ladrar como loca. Joseph intentó atrapar a la perra, sin conseguirlo.
Cuando Joseph hubo terminado con Pamela, tomó su cuerpo sin vida como si fuera una muñeca de trapo y lo tiró desde la azotea. El cuerpo cayó al patio de cemento del 438 de Central Avenue con ruido sordo y de huesos que se rompían. Joseph consiguió entonces atrapar a la perra y la tiró también de la azotea. El pobre animal cayó cerca de Pamela, con varias patas y costillas rotas. Lady se arrastró hasta el cuerpo sin vida de Pamela y se puso a lloriquear, y después a aullar y ladrar sin descanso. Alguien llamó a la Policía para quejarse de los ladridos y aullidos insistentes. Acudió un coche patrulla. Los policías descubrieron el cuerpo sin vida y destrozado de Pamela Dial.
Hasta en un lugar tan agitado como Jersey City, el asesinato de una niña era un caso raro, un escándalo. Desde primera hora de la mañana, todos los detectives y policías uniformados disponibles en Jersey City se pusieron a buscar al asesino de Pamela, peinando el barrio, llamando a las puertas, haciendo parar a los automovilistas. Los detectives no tardaron en enterarse de que habían visto a Pamela hablando con Joseph Kuklinski la noche anterior. Cuando el sargento detective Ben Riccardi llamó a la puerta de los Kuklinski, Joseph seguía durmiendo y tenía resaca. Cuando lo llevaron a la comisaría y los detectives iracundos de Jersey City le amenazaron, confesó lo que había hecho.
La tiré de la azotea -dijo. Entonces pusieron las esposas a Joseph con brusquedad y lo detuvieron.
Aquel mismo día, Anna Kuklinski llamó a Richard y le contó que habían detenido a Joseph por matar a una niña de doce años. Aquello dejó atónito a Richard. No concebía que su hermano pudiera hacer tal cosa. Debía tratarse de un error. A pesar de que Richard no quería tener ningún trato con su madre, se apresuro a ir a Jersey City. El día anterior, precisamente, Richard había ido a ver a Joseph. Lo había estado esperando en un bar de Central Avenue, pero Joe no había aparecido. Richard sabía que Joseph estaba en su casa, que no trabajaba, pero no se había pasado por la casa para recoger a su hermano porque no quería ver a su madre: hasta tal punto había llegado a odiar a Anna. Las pocas veces que Anna había ido a su casa, siempre había intentado provocar problemas con Barbara, quien también había llegado a aborrecer a Anna, aunque la toleraba. No le quedaba otra opción; al fin y al cabo, era la madre de Richard.
Mi madre era un cáncer: mataba poco a poco todo lo que tocaba, dijo Richard hace poco.
Al principio, Richard estaba dispuesto a intentar ayudar a Joseph, a buscarle un abogado. Se reunió con su hermano menor en la cárcel de Jersey City, y Joseph le reconoció abiertamente que había violado y matado a la niña y que la había tirado de la azotea, a ella y a su perra.
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