Philip Carlo - El Hombre De Hielo. Confesiones de un asesino a sueldo de la mafia

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Durante más de cuarenta años, Richard Kuklinski, «el Hombre de Hielo», vivió una doble vida que superó con creces lo que se puede ver en Los Soprano. Aunque se había convertido en uno de los asesinos profesionales más temibles de la historia de los Estados Unidos, no dejaba de invitar a sus vecinos a alegres barbacoas en un barrio residencial de Nueva Jersey. Richard Kuklinski participó, bajo las órdenes de Sammy Gravano, «el Toro», en la ejecución de Paul Castellano en el restaurante Sparks. John Gotti lo contrató para que matara a un vecino suyo que había atropellado a su hijo accidentalmente. También desempeñó un papel activo en la muerte de Jimmy Hoffa. Kuklinski cobraba un suplemento cuando le encargaban que hiciera sufrir a sus víctimas. Realizaba este sádico trabajo con dedicación y con fría eficiencia, sin dejar descontentos a sus clientes jamás. Según sus propios cálculos, mató a más de doscientas personas, y se enorgullecía de su astucia y de la variedad y contundencia de las técnicas que empleaba. Además, Kuklinski viajó para matar por los Estados Unidos y en otras partes del mundo, como Europa y América del Sur. Mientras tanto, se casó y tuvo tres hijos, a los que envió a una escuela católica. Su hija padecía una enfermedad por la que tenía que estar ingresada con frecuencia en hospitales infantiles, donde el padre se ganó una buena reputación por su dedicación como padre y por el cariño y las atenciones que prestaba a los demás niños… Su familia no sospechó nada jamás. Desde prisión, Kuklinski accedió conceder una serie de entrevistas.

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– Vale.

Ten cuidado; es resbaladizo como una puta anguila mojada -le dijo Carmine.

A Richard le gustó ir al aeropuerto de Newark y tomar un vuelo a Chicago. Le hacía sentirse como un hombre de negocios de éxito. En aquella época, Richard lucía bigote de Fu Manchú y largas patillas que le terminaban en punta a la altura de la mandíbula. Ya era de por sí un hombre severo e imponente, y resultaba todavía más temible e intranquilizador con aquel bigote curvo y las largas patillas como dagas. Ya empezaba a perder el pelo, y la calvicie incipiente le recalcaba la frente, alta y ancha, y los planos severos de sus pómulos eslavos. Naturalmente, llevaba encima un cuchillo, además de una de sus queridas pistolas derringer. En aquellos tiempos uno podía tomar un avión sin problemas llevando armas encima.

Richard llegó al aeropuerto O'Haré de Chicago, inmenso y con mucho tráfico, fue directamente a la sala de espera, se sentó y esperó a que De Peti se diera a conocer, sin esperar ningún derramamiento de sangre. Pensaba que se trataba de una simple recogida. Desde su asiento miraba de un lado a otro, preguntándose dónde diablos se habría metido De Peti, sintiéndose un poco molesto ya. Por fin, se levantó y se paseó por toda la sala de espera, asegurándose de que lo veían bien todos los hombres presentes. Con su metro noventa y seis y sus ciento quince kilos de peso era difícil pasarlo por alto. Nada. Nadie daba señales de reconocerlo. Se disponía a llamar a Carmine cuando un hombre que había estado sentado todo el rato a menos de tres metros de él se levantó y dijo:

– ¿Rich?

– Sí.

– Soy Anthony De Peti.

– ¿Por qué coño no me dijo nada cuando me vio aquí sentado?

– Quería cerciorarme de que venía solo -dijo De Peti. A Richard no le gustó está respuesta. Despertó sus sospechas inmediatamente. Miró a De Peti con ojos torvos.

– ¿Tiene el dinero? -le preguntó.

– Sí; aquí mismo -dijo De Peti. Richard le sacaba la cabeza en altura, aunque De Peti también era ancho de hombros, con cara larga estrecha y aguileña y dientes salientes. De la estrecha nariz le asomaban pelos como las antenas de un insecto. Entregó a Richard un maletín negro.

– Pero no está todo -dijo.

– ¿Cuánto hay? -preguntó Richard.

– Treinta y cinco, la mitad.

– Esto no le va a gustar.

– Tendré el resto dentro de un día o dos.

– Escucha, amiguito, ahora estoy aquí yo y se suponía que debías tenerlo todo aquí, ahora. Tengo que volverme a Jersey en avión dentro de poco. Esto no le va a gustar.

– Le juro que lo tendré todo dentro de un día o dos.

– Sí, bueno; tengo que llamarlo. Vamos -dijo Richard, y condujo a De Peti a una fila de cabinas de teléfonos. Richard se puso al habla con Genovese.

– ¿Lo has encontrado? -le preguntó este.

– Sí; está aquí conmigo, pero no lo tiene todo.

– Qué hijo de puta, ¿cuánto tiene?

– La mitad… treinta y cinco, dice. Dice que tendrá el resto de aquí a un día o dos. ¿Qué quieres que haga.

– ¡Que se ponga!

Richard pasó el teléfono a De Peti. Este, sonriente, explicó que tendría el dinero pronto, «de aquí a un día, como mucho, lo juro», proclamó, procurando que Richard viera su cara sonriente, como dando a entender que todo estaba en orden, que no había ningún problema; que Carmine era amigo suyo, qué diablos. Devolvió el teléfono a Richard mientras en un altavoz próximo sonaba el anuncio de un vuelo.

– Sí -dijo Richard, al que no le gustaba De Peti. Richard tenía el don especial de conocer a la gente, como si fuera una especie de animal de la selva, y aquel tipo no le gustaba, no se fiaba de él.

– Rich, no te apartes de él, no lo pierdas de vista. Dice que hay gente que le debe dinero, que tendrá el dinero sin falta muy pronto.

– Está bien. ¿Qué quieres que haga con lo que me ha dado?

– ¡No lo sueltes! No lo pierdas de vista, ¿entendido?

– Sí -dijo Richard, y colgó.

– ¿Lo ves? Ya te lo había dicho -dijo De Peti-. Todo está arreglado.

– Estará arreglado cuando me des el resto del dinero -dijo Richard.

Dejaron el aeropuerto, y De Peti llevó a Richard de bar en bar, buscando a diversas personas, pero al parecer no encontraba a nadie. Al cabo de diez horas de aquello, de recorrer bares, Richard ya pensaba que aquel tipo intentaba darle esquinazo, ganar un tiempo al que no tenía derecho. Acabaron en un local abarrotado del South Side que se llamaba Say Hi Inn. La clientela era ruda. Pidieron unas copas. De Peti quiso llamar por teléfono; Richard lo vigilaba con ojos de águila, y vio que hablaba con un tipo grande y corpulento que tenía la cara tan picada de viruelas que parecía de gravilla. Richard vio con claridad en los ojos del grandullón algo que no le gustaba. Empuñaba en la mano derecha, dentro del bolsillo, su pistola derringer cromada, de cachas blancas, del calibre 38. La pistola iba cargada con dos proyectiles de los llamados dumdum que se expanden al contacto, produciendo heridas terribles. De Peti volvió a la barra, tomó un trago de su copa.

– Vendrá enseguida -dijo a Richard.

– ¿El tipo que tiene el dinero? -preguntó Richard.

– Sí; garantizado.

Pero al poco rato Cara de Gravilla se dirigió a la barra. Dio a propósito a Richard un empujón con el hombro, y este comprendió instintivamente que pretendía enzarzarlo en una pelea a puñetazos para que De Peti pudiera darle esquinazo. Richard se volvió hacia él despacio.

– ¿Aprecias tus cojones? -le preguntó.

– ¿Qué? ¿Qué coño…? -dijo el tipo.

– Si quieres conservar los huevos, lárgate de aquí echando leches -dijo Richard, enseñándole la pequeña y maligna derringer que le apuntaba directamente a la ingle-. O los mando a la mierda ahora mismo.

Cara de Gravilla se volvió y se marchó. Richard se dirigió a De Peti:

– ¿Así que te gustan los jueguecitos?

– Nada de jueguecitos… ¿de qué me hablas?

– Si empiezo yo con mis jueguecitos, te vas a hacer mucho daño. Estoy perdiendo la paciencia. ¿Me tomas por tonto? -le preguntó Richard.

– Va a venir con la pasta -dijo De Peti.

Pero no apareció nadie. El bar iba a cerrar. Por fin, De Peti dijo que debían tomar una habitación en un hotel cercano, que tendría el dinero sin falta «mañana por la mañana».

1 Dum-dum: proyectiles de plomo sin revestimiento. Su nombre procede del de un depósito de municiones británico en la India, en el siglo XIX. Las pistolas llamadas derringer, de solo uno o dos disparos, son armas de muy pequeño tamaño pero de calibre grande, y solo son efectivas a distancias muy cortas. Su inventor se llamaba Deringer (sic). (N. delT.)

– ¿Mañana por la mañana?

– Lo juro.

Richard llamó a disgusto a Genovese, y este le dijo que podía esperar. Tomaron una habitación en un hotel cercano. Richard se lavó y, cansado, se echó en una de las dos camas, y De Peti hizo otro tanto. Pero Richard desconfiaba, y no se durmió con facilidad. No sabía cuánto tiempo llevaba acostado, pero en su estado de duermevela notó un movimiento próximo. Abrió los ojos. Cuando se le acostumbraron a la oscuridad, atisbo apenas a De Peti, que se movía sigilosamente por la habitación, hacia él, le pasaba por delante y llegaba a la ventana. De Peti abrió la ventana y empezó a salir por ella, deslizándose como una serpiente, con intención de llegar a la escalera de incendios. Con dos movimientos rápidos, Richard se levantó, lo sujetó y lo volvió a meter en la habitación, donde le dio de puñetazos. Su rapidez de movimientos era impresionante para lo grande que era, y a muchos los pillaba desprevenidos. Richard encendió la luz.

– Baboso, hijo de perra, me has estado tomando el pelo todo el rato -le dijo, dándole una patada tan fuerte que lo hizo deslizarse por el suelo. Se moría de ganas de matarlo, de pegarle un tiro en la cabeza, de tirarlo por la ventana; pero sabía que no podía permitirse ese lujo. Aquel tipo debía mucho dinero a Carmine, y Richard no podía matarlo así sin más. En lugar de ello, llamó por teléfono a Carmine, en Hoboken.

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