Horacio Quiroga - Anaconda

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La trayectoria de escritor de Horacio Quiroga (Salto, Uruguay, 1879 -Buenos Aires 1937) se desenvolvió armónicamente desde la publicación de su primer libro de poemas, pasando por el periodismo y el magisterio y la novelística, hasta alcanzar su más personal forma de expresión, el cuento, género en el cual descolló y que, en definitiva, hace perdurable su bien merecida fama, hasta llegar a llamársele el Kipling rioplatense, autor éste con quien comparte el amor por la selva y el acendrado sentido de la naturaleza. En Anaconda esa cosmovisión se acentúa notablemente y junto a los rudos y feroces paisajes misioneros, pululan los retratos de las fuertes personalidades que los pueblan, al tiempo que se insinúan y lo impregnan todas las leyendas y tradiciones con cósmico aliento.

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– Creo que podríamos comenzar ya -dijo-. Ante todo, es menester saber algo de Cruzada. Prometió estar aquí en seguida.

Lo que prometió -intervino la Nacaniná- es estar aquí cuando pudiera. Debemos esperarla.

– ¿Para qué? -replicó Lanceolada; sin dignarse volver la cabeza a la culebra.

– ¿Cómo para qué? -exclamó ésta, irguiéndose-. Se necesita toda la estupidez de una Lanceolada para decir esto… ¡Estoy cansada ya de oír en este Congreso disparate tras disparate! ¡No parece sino que las Venenosas representaran a la Familia entera! Nadie, menos ésa -señaló con la cola a Lanceolada, ignora que precisamente de las noticias que traiga Cruzada depende nuestro plan… ¿Que para qué esperarla…? ¡Estamos frescas si las inteligencias capaces de preguntar esto dominan en este Congreso!

– No insultes -le reprochó gravemente Coatiarita. La Nacaniná se volvió a ella:

– ¿Y a ti, quién te mete en esto?

– No insultes -repitió la pequeña, dignamente.

Nacaniná consideró al pundonoroso benjamín y cambió de voz.

– Tiene razón la minúscula prima -concluyó tranquila-; Lanceolada, te pido disculpa.

– ¡No es nada! -replicó con rabia la yarará.

– ¡No importa!; pero vuelvo a pedirte disculpa.

Felizmente, Coralina, que acechaba a la entrada de la caverna, entró silbando:

¡Ahí viene Cruzada!

– ¡Por fin! -exclamaron los congresales, alegres. Pero su alegría transformóse en estupefacción cuando, detrás de la yarará, vieron entrar a una inmensa víbora, totalmente desconocida de ellas.

Mientras Cruzada iba a tenderse al lado de Atroz, la intrusa se arrolló lenta y paulatinamente en el centro de la caverna y se mantuvo inmóvil. -¡Terrífica! -dijo Cruzada-. Dale la bienvenida. Es de las nuestras. -¡Somos hermanas! -se apresuró la de cascabel, observándola inquieta.

Todas las víboras, muertas de curiosidad, se arrastraron hacia la recién llegada.

– Parece una prima sin veneno -decía una, con un tanto de desdén.

– Sí -agregó otra-. Tiene ojos redondos.

– Y cola larga.

– Y además…

Pero de pronto quedaron mudas, porque la desconocida acababa de hinchar monstruosamente el cuello. No duró aquello más que un segundo; el capuchón se replegó, mientras la recién llegada se volvía a su amiga, con la voz alterada.

– Cruzada: diles que no se acerquen tanto… No puedo dominarme.

– Sí, ¡déjenla tranquila! -exclamó Cruzada-. Tanto más -agregó- cuanto que acaba de salvarme la vida, y tal vez la de todas nosotras. No era menester más. El Congreso quedó un instante pendiente de la narración de Cruzada, que tuvo que contarlo todo: el encuentro con el perro, el lazo del hombre de lentes ahumados, el magnífico plan de Hamadrías, con la catástrofe final, y el profundo sueño que acometió luego a la yarará hasta una hora antes de llegar.

– Resultado -concluyó-: dos hombres fuera de combate, y de los más peligrosos. Ahora no nos resta más que eliminar a los que quedan. -¡O a los caballos! -dijo Hamadrías.

– ¡O al perro! -agregó la Nacaniná.

– Yo creo que a los caballos -insistió la cobra real-. Y me fundo en esto: mientras queden vivos los caballos, un solo hombre puede preparar miles de tubos de suero, con los cuales se inmunizarán contra nosotras. Raras veces -ustedes lo saben bien- se presenta la ocasión de morder una vena… como ayer. Insisto, pues, en que debemos dirigir todo nuestro ataque contra los caballos. ¡Después veremos! En cuanto al perro -concluyó con una mirada de reojo a la Ñacaniná, me parece despreciable.

Era evidente que desde el primer momento la serpiente asiática y la Ñacaniná indígena habíanse disgustado mutuamente. Si la una, en su carácter de animal venenoso, representaba un tipo inferior para la Cazadora, esta última, a fuer de fuerte y ágil, provocaba el odio y los celos de Hamadrías…

De modo que la vieja y tenaz rivalidad entre serpientes venenosas y no venenosas llevaba miras de exasperarse aún más en aquel último Congreso. -Por mi parte -contestó Nacaniná-, creo que caballos y hombres son secundarios en esta lucha. Por gran facilidad que podamos tener para eliminar a unos y otros, no es nada esta facilidad comparada con la que puede tener el perro el primer día que se les ocurra dar una batida en forma, y la darán, estén bien seguras, antes de veinticuatro horas. Un perro inmunizado contra cualquier mordedura, aun la de esta señora con sombrero en el cuello agregó señalando de costado a la cobra real-, es el enemigo más temible que podamos tener, y sobre todo si se recuerda que ese enemigo ha sido adiestrado a seguir nuestro rastro. ¿Qué opinas, Cruzada?

No se ignoraba tampoco en el Congreso la amistad singular que unía a la víbora y la culebra; posiblemente, más que amistad, era aquello una estimación recíproca de su mutua inteligencia.

– Yo opino como Nacaniná -repuso-. Si el perro se pone a trabajar, estamos perdidas.

– ¡Pero adelantémonos! -replicó Hamadrías.

– ¡No podríamos adelantarnos tanto…! Me inclino decididamente por la prima.

– Estaba segura -dijo ésta tranquilamente.

Era esto más de lo que podía oír la cobra real sin que la ira subiera a inundarle los colmillos de veneno.

– No sé hasta qué punto puede tener valor la opinión de esta señorita conversadora -dijo, devolviendo a la Ñacaniná su mirada de reojo-.El peligro real en esta circunstancia es para nosotras, las Venenosas, que tenemos por negro pabellón a la Muerte. Las culebras saben bien que el hombre no las teme, porque son completamente incapaces de hacerse temer. -¡He aquí una cosa bien dicha! -dijo una voz que no había sonado aún.

Hamadrías se volvió vivamente, porque en el tono tranquilo de la voz había creído notar una vaguísima.ironía, y vio dos grandes ojos brillantes que la miraban apaciblemente.

¿A mí me hablas? -preguntó con desdén.

– Sí, a ti -repuso mansamente la interruptora-. Lo que has dicho está empapado en profunda verdad.

La cobra real volvió a sentir la ironía anterior, y como por un presentimiento, midió a la ligera con la vista el cuerpo de su interlocutora, arrollada en la sombra.

¡Tú eres Anaconda!

¡Tú lo has dicho! -repuso aquélla inclinándose. Pero la Nacaniná quería de una vez por todas aclarar las cosas.

– ¡Un instante! -exclamó.

– ¡No! -interrumpió Anaconda- Permíteme, Nacaniná. Cuando un ser es bien formado, ágil, fuerte y veloz, se apodera de su enemigo con la energía de nervios y músculos que constituye su honor, como lo es el de todos los luchadores de la creación. Así cazan el gavilán, el gato onza, el tigre, nosotras, todos los seres de noble estructura. Pero cuando se es torpe, pesado, poco inteligente e incapaz, por lo tanto, de luchar francamente por la vida, entonces se tiene un par de colmillos para asesinar a traición, ¡como esa dama importada que nos quiere deslumbrar con su gran sombrero!

En efecto, la cobra real, fuera de sí, había dilatado el monstruoso cuello para lanzarse sobre la insolente. Pero también el Congreso entero se había erguido amenazador al ver esto.

– ¡Cuidado! -gritaron varias a un tiempo-. ¡El Congreso es inviolable!

– ¡Abajo el capuchón! -alzóse Atroz, con los ojos hechos ascua. Hamadrías se volvió a ella con un silbido de rabia.

– ¡Abajo el capuchón! -se adelantaron Urutú Dorado y Lanceolada. Hamadrías tuvo un instante de loca rebelión, pensando en la facilidad con que hubiera destrozado una tras otra a cada una de sus contrincantes. Pero ante la actitud de combate del Congreso entero, bajó el capuchón lentamente.

– ¡Está bien! -silbó-. Respeto al Congreso. Pero pido que cuando se concluya…, ¡no me provoquen!

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