Horacio Quiroga - Anaconda

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La trayectoria de escritor de Horacio Quiroga (Salto, Uruguay, 1879 -Buenos Aires 1937) se desenvolvió armónicamente desde la publicación de su primer libro de poemas, pasando por el periodismo y el magisterio y la novelística, hasta alcanzar su más personal forma de expresión, el cuento, género en el cual descolló y que, en definitiva, hace perdurable su bien merecida fama, hasta llegar a llamársele el Kipling rioplatense, autor éste con quien comparte el amor por la selva y el acendrado sentido de la naturaleza. En Anaconda esa cosmovisión se acentúa notablemente y junto a los rudos y feroces paisajes misioneros, pululan los retratos de las fuertes personalidades que los pueblan, al tiempo que se insinúan y lo impregnan todas las leyendas y tradiciones con cósmico aliento.

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Así, el destino de monsieur Robín, de sus bananos y sus cinco peones parecía asegurado, cuando llegó a Misiones el sabio naturalista Fritz Franke, entomólogo distinguidísimo, y adjunto al Museo de Historia Natural de París. Era un muchacho rubio, muy alto, muy flaco, con lentes de miope allá arriba, y enormes botines en los pies. Llevaba pantalón corto, lo acompañaban su esposa y una setter con collar de plata.

Venía el joven sabio efusivamente recomendado a Monsieur Robín, y éste puso a su completa disposición la quinta del Yabebirí, con lo cual Fritz Franke pudo fácilmente completar en cuatro o cinco meses sus colecciones sudamericanas. Por lo demás, el capataz recibió de monsieur Robín especial recomendación de ayudar al distinguido huésped en cuanto fuere posible. Fue así como lo tuvimos entre nosotros. En un principio, los peones habían hallado ridículo sobre toda ponderación a aquel bebé de interminables pantorrillas que se pasaba las horas en cuclillas revolviendo yuyos. Alguna vez se detuvieron con la azada en la mano a contemplar aquella zoncísima manera de perder el tiempo. Veían al naturalista coger un bicharraco, darle vueltas en todo sentido, para hundirlo, después de maduro examen, en el estuche de metal. Cuando el sabio se iba, los peones se acercaban, cogían un insecto semejante, y después de observarlo detenidamente a su vez, se miraban estupefactos.

Así, a los pocos días, uno de ellos se atrevió a ofrecer al naturalista un cascarudito que había hallado. El peón llevaba muchísima más sorna que cascarudito; pero el coleóptero resultó ser de una especie nueva, y herr Franke, contento, gratificó al peón con cinco cartuchos 16. El peón se retiró, para volver al rato con sus compañeros.

– Entonces, che patrón…, ¿te gustan los bichitos? interrogó. ¡Oh, sí! Tráiganme todos… Después, regalo.

– No, patrón; te lo vamos a hacer de balde. Don Robín nos dijo que te ayudáramos.

Este fue el principio de la catástrofe. Durante dos meses enteros, sin perder diez segundos en quitar el barro a una azada, los cinco peones se dedicaron a cazar bichitos. Mariposas, hormigas, larvas, escarabajos estercoleros, cantáridas de frutales, guitarreros 11 de palos podridos, cuanto insecto vieron sus ojos, fue llevado al naturalista. Fue aquello un ir y venir constante de la quinta al rancho. Franke, loco de gozo ante el ardor de aquellos entusiastas neófitos, prometía escopetas de uno, dos y tres tiros.

Pero los peones no necesitaban estímulo. No quedaba en la quinta tronco sin remover ni piedra que no dejara al descubierto el húmedo hueco de su encaje. Aquello era, evidentemente, más divertido que carpir. Las cajas del naturalista prosperaron así de un modo asombroso, tanto que a fines de enero dio el sabio por concluida su colección y regresó a Posadas.

– ¿Y los peones?-le preguntó Monsieur Robín-. ¿No tuvo quejas de ellos?

– ¡Oh, no! Muy buenos todos… Usted tiene muy buenos peones. Monsieur Robín creyó entonces deber ir hasta el Yabebirí a constatar aquella bondad. Halló a los peones como enloquecidos, en pleno furor de cazar bichitos. Pero lo que era antes glorioso vivero de cafetos y chirimoyas, desaparecía ahora entre el monstruoso yuyo de un verano entero. Las plantitas, ahogadas por el vaho quemante de una sombra demasiado baja, habían perdido o la vida o todo un año de avance. El bananal estaba convertido en un plantío salvaje, sucio de pajas, lianas y rebrotes de monte, dentro del cual los bananos asfixiados se agotaban en hijuelos raquíticos. Los cachos, sin fuerza para una plena fructificación, pendían con miserables bananitas, negruzcas. Esto era lo que quedaba a monsieur Robín de su quinta, casi experimental tres meses antes. Fastidiado hasta el infinito de la ciencia de su ilustre huésped que había enloquecido al personal, despidió a todos los peones. Pero la mala semilla estaba ya sembrada. A uno de nosotros tocóle en suerte, tiempo después, tomar dos peones que habían sido de la quinta de monsieur Robín. Encargóseles el arreglo urgente de un alambrado, partiendo los mozos con taladros, mechas, llave inglesa y demás. Pero a la media hora estaba uno de vuelta, poseedor de un cascarudito que había hallado. Se le agradeció el obsequio, y retornó a su alambre. Al cuarto de hora volvía el otro peón con otro cascarudito.

A pesar de la orden terminante de no prestar más atención a los insectos, por maravillosos que fueran, regresaron los dos media hora antes de lo debido, a mostrar a su patrón un bichito que jamás habían visto en Santa Ana.

Por espacio de muchos meses la aventura se repitió en diversas granjas. Los peones aquellos, poseídos de verdadero frenesí entomológico, contagiaron a algún otro; y, aún hoy un patrón que se estime debe acordarse siempre al tomar un nuevo peón:

– Sobre todo, les prohíbo terminantemente que miren ningún bichito. Pero lo más horrible de todo es que los peones habían visto ellos mismos más de una vez comer alacranes al naturalista. Los sacaba de un tarro y los comía por las patitas…

EL DIVINO

Jamás en el confín aquel se había tenido idea de un teodolito. Por esto cuando se vio a Howard asentar el sospechoso aparato en el suelo, mirar por los tubitos y correr tornillos, la gente tuvo por él, sus cintas métricas, niveles y banderitas, un respeto casi diabólico.

Howard había ido al fondo de Misiones, sobre la frontera del Brasil, a medir cierta propiedad que su dueño quería vender con urgencia. El terreno no era grande, pero el trabajo era rudo por tratarse de bosque inextricable y quebradas a prueba de nivel. Howard desempeñóse del mejor de los modos posibles, y se hallaba en plena tarea cuando le acaeció su singular aventura.

El agrimensor habíase instalado en un claro del bosque, y sus trabajos marcharon a maravilla durante el resto del invierno que pudo aprovechar, pero llegó el verano, y con tan húmedo y sofocante principio que el

bosque entero zumbó de mosquitos y barigüís, a tal punto que a Howard le faltó valor para afrontarlos. No siendo por lo demás urgente su trabajo, dispúsose a descansar quince días.

El rancho de Howard ocupaba la cúspide de una loma que descendía al oeste hasta la vera del bosque. Cuando el sol caía, la loma se doraba y el ambiente cobraba tal transparente frescura que un atardecer, en los treinta y ocho años de Howard revivieron agudas sus grandes glorias de la infancia. ¡Una pandorga! ¡Una cometa! ¿Qué cosa más bella que remontar a esa hora el cabeceador barrilete, la bomba ondulante o el inmóvil lucero? A esa hora, cuando el sol desaparece y el viento cae con él, la pandorga se aquieta. La cola pende entonces inmóvil y el hilo forma una honda curva. Y allá arriba, muy alto, fija en vaguísima tremulación, la pandorga en equilibrio constela triunfalmente el cielo de nuestra industriosa infancia.

Ahora recordaba con sorprendente viveza toda la técnica infantil que jamás desde entonces tornara a subir a su memoria. Y cuando en compañía

de su ayudante cortó las tacuaras, tuvo buen cuidado de afinarlas suficientemente en los extremos, y muy poco en el medio: "Una pandorga que se quiebra por el centro, deshonra para siempre a su ingeniero", meditaba el recelo infantil de Howard.

Y fue hecha. Dispusieron primero los dos cuadros que yuxtapuestos en cruz forman la estrella. Un pliego de seda roja que Howard tenía en su archivo revistió el armazón, y como cola, a falta del clásico orillo de casimir, el agrimensor transformó la pierna de un pantalón suyo en científica cola de pandorga. Y por último los roncadores.

Al día siguiente la ensayaron. Era un sencillo prodigio de estabilidad, tiro y ascensión. El sol traspasaba la seda punzó en escarlata vivo, y al remontarla Howard, la vibrante estrella ascendía tirante aureolada de trémulo ronquido.

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