John Tolkien - El hobbit

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—Mañana empieza la última semana de otoño —dijo un día Thorin.

—Y el invierno viene detrás —dijo Bifur.

—Y luego otro año —dijo Dwalin—, y nos crecerán las barbas y colgarán riscos abajo hasta el valle antes que aquí haya novedades. ¿Qué hace por nosotros el saqueador? Como tiene el anillo, y ya tendría que saber manejarlo muy bien, estoy empezando a pensar que podría cruzar la Puerta Principal y reconocer un poco el terreno.

Bilbo oyó esto (los enanos estaban en las rocas justo sobre el recinto donde él se sentaba) y «¡Vaya!», se dijo. «De modo que eso es lo que están pensando, ¿no? Siempre soy yo el pobrecito que tiene que sacarlos de dificultades, al menos desde que el mago nos dejó. ¿Qué voy a hacer? ¡Podía haber adivinado que algo espantoso me pasaría al final! No creo que soporte ver otra vez el desgraciado país de Valle y menos esa puerta que echa vapor.»

Esa noche se sintió muy triste y apenas durmió. Al día siguiente los enanos se dispersaron en varias direcciones; algunos estaban entrenando a los poneys allá abajo, otros erraban por la ladera de la montaña. Bilbo pasó todo el día abatido, sentado en la nave de hierba, clavando los ojos en la piedra gris, o mirando hacia afuera al oeste, a través de la estrecha abertura. Tenía la rara impresión de que estaba esperando algo. «Quizá el mago aparezca hoy de repente», pensaba.

Si levantaba la cabeza alcanzaba a ver el bosque lejano. Cuando el Sol se inclinó hacia el oeste, hubo un destello amarillo sobre las copas de los árboles, como si la luz se hubiese enredado en las últimas hojas claras. Pronto vio el disco anaranjado del Sol que bajaba a la altura de sus ojos. Fue hacia la abertura y allí, sobre el borde de la Tierra, había una delgada Luna nueva, pálida y tenue.

En ese mismo momento oyó el graznido áspero. Detrás, sobre la piedra gris en la hierba, había un zorzal enorme, negro casi como el carbón, el pecho amarillo claro, salpicado de manchas oscuras. ¡Crac! Había capturado un caracol y lo golpeaba contra la piedra. ¡Crac! ¡Crac!

De repente Bilbo entendió. Olvidando todo peligro, se incorporó y llamó a los enanos, gritando y moviéndose. Aquellos que estaban más próximos se acercaron tropezando sobre las rocas y tan rápido como podían a lo largo del antepecho, preguntándose qué demonios pasaba; los otros gritaron que los izaran con las cuerdas (excepto Bombur, que por supuesto estaba dormido).

Bilbo se explicó rápidamente. Todos guardaron silencio: el hobbit de pie junto a la piedra gris, y los enanos observando impacientes, meneando las barbas. El Sol bajó y bajó, y las esperanzas menguaron. El Sol se hundió en un anillo de nubes enrojecidas y desapareció. Los enanos gruñeron, pero Bilbo siguió allí de pie, casi sin moverse. La pequeña Luna estaba tocando el horizonte. Llegaba el anochecer.

Entonces, de modo inesperado, cuando ya casi no les quedaban esperanzas, un rayo rojo de Sol escapó como un dedo por el rasgón de una nube. El destello de luz llegó directamente a la nave atravesando la abertura y cayó sobre la lisa superficie de roca. El viejo zorzal, que había estado mirando desde lo alto con ojos pequeños y brillantes, inclinando la cabeza, soltó un sonoro gorjeo. Se oyó un crujido. Un trozo de roca se desprendió de la pared y cayó. De repente apareció un orificio, a unos tres pies del suelo.

Enseguida, temiendo que la oportunidad se esfumase, los enanos corrieron hacia la roca y la empujaron, en vano.

—¡La llave! ¡La llave! —gritó Bilbo entonces—. ¿Dónde está Thorin?

Thorin se acercó deprisa.

—¡La llave! —gritó Bilbo—. ¡La llave que estaba con el mapa! ¡Pruébala ahora, mientras todavía hay tiempo!

Entonces Thorin se adelantó, quitó la llave de la cadena que le colgaba del cuello, y la metió en el orificio. ¡Entraba y giraba! ¡Zas! El rayo desapareció, el Sol se ocultó, la Luna se fue, y el anochecer se extendió por el cielo. Entonces todos empujaron a la vez, y una parte de la pared rocosa cedió lentamente. Unas grietas largas y rectas aparecieron y se ensancharon. Una puerta de tres pies de ancho y cinco de alto asomó poco a poco, y sin un sonido se movió hacia adentro. Parecía como si la oscuridad fluyese como un vapor del agujero de la montaña, y una densa negrura, en la que nada podía verse, se extendió ante la compañía: una boca que bostezaba y llevaba adentro y abajo.

12

Información secreta

Durante un largo rato los enanos permanecieron inmóviles en la oscuridad ante la puerta, y discutieron, hasta que al final Thorin habló:

—Ha llegado el momento de que nuestro estimado señor Bolsón, que ha probado ser un buen compañero en nuestro largo camino, y un hobbit de coraje y recursos muy superiores a su talla, y si se me permite decirlo, con una buena suerte que excede en mucho la ración común, ha llegado el momento, digo, de que lleve a cabo el servicio para el que fue incluido en la compañía; ha llegado el momento de que el señor Bolsón gane su recompensa.

Estáis familiarizados con el estilo de Thorin en las ocasiones importantes, de modo que no os daré otras muestras, aunque continuó así durante un tiempo.

Por cierto, la ocasión era importante, pero Bilbo se impacientó. Por entonces ya conocía bastante bien a Thorin, y sabía a dónde iba a parar.

—Si quieres decir que mi trabajo es introducirme primero en el pasadizo secreto, oh Thorin Escudo de Roble, hijo de Thorin, que tu barba sea todavía más larga —dijo malhumorado—. ¡Dilo así de una vez y se acabó! Podría rehusarme. Ya os he sacado de dos aprietos que no creo que estuviesen en el convenio original, y me parece que ya me he ganado alguna recompensa. Pero «a la tercera va la vencida», como mi padre solía decir, y en cierto modo no pienso rehusarme. Tal vez esté aprendiendo a confiar en mi buena suerte, más que en los viejos tiempos —quería decir en la última primavera, antes de dejar la casa de la colina, pero parecía que hubiesen pasado siglos—. Sin embargo creo que iré y echaré un vistazo enseguida, para terminar de una vez. Bien, ¿quién viene conmigo?

No esperaba un coro de voluntarios, de modo que no se decepcionó. Fili y Kili parecían incómodos y vacilaban con un pie en el aire, pero los otros no se inmutaron, excepto el viejo Balin, el vigía, quien había llegado a encariñarse con el hobbit. Dijo que al menos entraría, y tal vez recorriera también un trecho, dispuesto a gritar socorro si era necesario.

Lo mejor que se puede decir de los enanos es lo siguiente: se proponían pagar con generosidad los servicios de Bilbo; lo habían traído para hacer un trabajo que les desagradaba, y no les importaba cómo se las arreglaría aquel pobre y pequeño compañero, siempre que llevara a cabo la tarea.

Hubieran hecho todo lo posible por sacarlo de apuros, si se metía en ellos, como en el caso de los ogros, al principio de la aventura, antes de que tuviesen una verdadera razón para sentirse agradecidos.

Así es: los enanos no son héroes, sino gente calculadora, con una idea precisa del valor del dinero; algunos son ladinos y falsos, y bastante malos tipos, y otros en cambio son bastante decentes, como Thorin y compañía, si no se les pide demasiado.

Las estrellas aparecían detrás de él en un cielo pálido cruzado por nubes negras, cuando el hobbit se deslizó por el portón encantado y entró sigiloso en la Montaña. Avanzaba con una facilidad que no había esperado. Ésta no era una entrada de trasgos, ni una tosca cueva de elfos. Era un pasadizo construido por enanos, en el tiempo en que habían sido muy ricos y hábiles: recto como una regla, de suelo y paredes pulidos, descendía poco a poco y llevaba directamente a algún destino distante en la oscuridad de abajo.

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