John Tolkien - El hobbit
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—Yo propondría la Ciudad del Lago —dijo Bilbo—. ¿Qué otra cosa se puede hacer?
Nadie, desde luego, pudo proponer algo distinto; así que dejando a los otros, Thorin y Fili y Kili y el hobbit siguieron la orilla hasta el puente. A la cabecera había guardias, aunque la vigilancia no parecía muy estricta, y no era realmente necesaria desde hacía mucho tiempo. Excepto por ocasionales riñas a causa de los peajes del río, eran amigos de los Elfos del Bosque. Otros pueblos estaban muy lejos, y algunos de los más jóvenes de la ciudad ponían abiertamente en duda la existencia de cualquier dragón en la Montaña, y se burlaban de los barbigrises y vejetes que decían haberlo visto volar por el cielo en sus años mozos. Por todo esto, no es de extrañar que los guardias estuviesen bebiendo y riendo junto al fuego dentro de la cabaña, y no oyesen el ruido de los enanos que eran desembalados, o los pasos de los cuatro exploradores. El asombro de los guardias fue enorme cuando Thorin Escudo de Roble cruzó la puerta.
—¿Quién eres y qué quieres? —gritaron poniéndose en pie de un salto y buscando a tientas las armas.
—¡Thorin hijo de Thrain hijo de Thror, Rey bajo la Montaña! —dijo el enano con voz recia, y realmente parecía un rey, aún con aquellas rasgadas vestiduras y el mugriento capuchón; el oro le brillaba en el cuello y en la cintura; y tenía ojos oscuros y profundos—. He regresado. ¡Deseo ver al gobernador de la ciudad!
Hubo entonces un tremendo alboroto. Algunos de los más necios salieron corriendo como si esperasen que la Montaña se convirtiese en oro por la noche y todas las aguas del Lago se pusiesen amarillas de un momento a otro. El capitán de la guardia se adelantó.
—¿Y quiénes son éstos? —preguntó señalando a Fili, Kili y Bilbo.
—Los hijos de la hija de mi padre —respondió Thorin—. Fili y Kili de la raza de Durin, y el señor Bolsón, que ha viajado con nosotros desde el Oeste.
—¡Si venís en paz arrojad las armas! —dijo el capitán.
—No tenemos armas —dijo Thorin, y era bastante cierto: los cuchillos se los habían sacado los Elfos del Bosque, y también la gran espada Orcrist ; Bilbo tenía su daga, oculta como siempre, pero no habló—. No necesitamos armas, volvemos por fin a nuestros dominios, como se decía en otro tiempo. No podríamos luchar contra tantos. ¡Llévanos al gobernador!
—Está en una fiesta —dijo el capitán.
—Más motivo entonces para que nos lleves a él —estalló Fili, ya impaciente con tanta solemnidad—. Estamos agotados y hambrientos después de un largo viaje y tenemos camaradas enfermos. Ahora date prisa y no charlemos más, o tu señor tendrá algo que decirte.
—Seguidme entonces —dijo el capitán, y rodeándolos con seis de sus hombres los condujo por el puente, a través de las puertas, hasta el mercado de la ciudad.
Éste era un amplio círculo de agua tranquila rodeada por altos pilotes sobre los que se levantaban las casas más grandes, y por largos muelles de madera con escalones y escalerillas que descendían a la superficie del lago. De una de las casas llegaba el resplandor de muchas luces y el sonido de muchas voces. Cruzaron las puertas y se quedaron parpadeando a la luz, mirando las largas mesas en las que se apretaba la gente.
—¡Soy Thorin hijo de Thrain hijo de Thror, Rey bajo la Montaña! ¡He regresado! —gritó Thorin con voz recia desde la puerta, antes de que el capitán pudiese hablar.
Todos se pusieron en pie de un salto. El gobernador de la ciudad se movió nervioso en la gran silla. Pero nadie se levantó con mayor sorpresa que los elfos, sentados al fondo de la sala. Precipitándose hacia la mesa del gobernador gritaron juntos:
—¡Estos son prisioneros de nuestro rey que han escapado, enanos errantes y vagabundos que ni siquiera pudieron decir nada bueno de sí mismos y que merodean por los bosques y molestan a nuestra gente!
—¿Es eso cierto? —preguntó el gobernador; en realidad esto le parecía más probable que el regreso del Rey bajo la Montaña, si semejante persona había existido alguna vez.
—Es cierto que el Rey Elfo nos hizo prisioneros por error y nos encarceló sin causa alguna, cuando regresábamos a nuestro país —respondió Thorin—. Mas ni candados ni barrotes pueden impedir el retorno anunciado antaño, y no estamos en los dominios de los Elfos del Bosque. Hablo al gobernador de la ciudad de los Hombres del Lago, no a los almadieros del rey.
El gobernador titubeó entonces, mirando a unos y a otros. El Rey Elfo era muy poderoso en aquellas tierras y el gobernador no deseaba enemistarse con él; además no prestaba mucha atención a canciones antiguas, entregado como estaba al comercio y a los peajes, a los cargamentos y al oro, hábitos a los que debía su posición. Otros, sin embargo, pensaban de un modo muy distinto, y el asunto se solucionó rápidamente sin que el gobernador interviniera. Las noticias se habían difundido desde las puertas del palacio por toda la ciudad, como si se tratase de un incendio. La gente gritaba dentro y fuera de la sala. Unos pasos apresurados recorrían los muelles. Alguien empezó a cantar trozos de viejas canciones que hablaban del regreso del Rey bajo la Montaña; que fuese el nieto de Thror y no Thror en persona quien estaba allí, no parecía molestarles. Otros entonaron la canción que rodó alta y fuerte sobre el lago.
¡El Rey bajo la Montaña,
el Rey de piedra tallada,
el señor de fuentes de plata,
regresará a sus tierras!
Sostendrán alta la corona,
tañerán otra vez el arpa,
cantarán otra vez las canciones,
habrá ecos de oro en las salas.
Los bosques ondularán en montañas,
y las hierbas a la luz del Sol;
y las riquezas manarán en fuentes,
y los ríos en corrientes doradas.
¡Alborozados correrán los ríos,
los lagos brillarán como llamas,
cesarán los dolores y las penas,
cuando regrese el Rey de la Montaña!
Así cantaban, o algo parecido, aunque la canción era mucho más larga, y fue acompañada con gritos y música de arpas y violines. Y en verdad, ni el más viejo de los abuelos recordaba semejante algarabía en la Ciudad del Lago. Los propios Elfos del Bosque empezaron a titubear y aún a tener miedo. No sabían, por supuesto, cómo Thorin había escapado, y se decían quizá que el Rey había cometido un grave error. En cuanto al gobernador de la ciudad, comprendió que no podía hacer otra cosa que sumarse a aquel clamor tumultuoso, al menos por el momento, y fingir que aceptaba lo que Thorin decía que era. De modo que lo invitó a sentarse en la silla grande, y puso a Fili y a Kili junto a él en sitios de honor. Aún a Bilbo se le dio un lugar en la mesa alta, y nadie explicó de dónde venía (ninguna canción se refería a él, ni siquiera de un modo oscuro), ni nadie lo preguntó en el bullicio general.
Poco después trajeron a los demás enanos a la ciudad entre escenas de asombroso entusiasmo. Todos fueron curados y alimentados, alojados y agasajados del modo más amable y satisfactorio. Una casa enorme fue cedida a Thorin y a los suyos; y luego les proporcionaron barcos y remeros, y una multitud se sentó a las puertas de la casa y cantaba canciones durante todo el día, o daba hurras si cualquier enano asomaba la punta de la nariz.
Algunas de las canciones eran antiguas; pero otras eran muy nuevas y hablaban con confianza de la repentina muerte del dragón y de los cargamentos de fastuosos presentes que bajaban por el río a la Ciudad del Lago. Estos últimos cantos estaban inspirados en su mayor parte por el gobernador, y no agradaban mucho a los enanos; pero entre tanto los trataban muy bien, y pronto se pusieron de nuevo fuertes y gordos. En una semana estaban ya casi repuestos, con ropa fina de color apropiado, las barbas peinadas y recortadas, y el paso orgulloso. Thorin caminaba y miraba a todo el mundo como si el reino estuviese ya reconquistado y Smaug cortado en trozos pequeños.
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