John Tolkien - El hobbit

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Muy pronto una mancha gris apareció delante, en la oscuridad. Oyó el chirrido de la compuerta que se levantaba, y se encontró en medio de una fluctuante y entrechocante masa de toneles y cubas, todos empujando juntos para pasar por debajo del arco y salir a las aguas del río. Trató por todos los medios de impedir que lo golpearan y machacaran pero al fin, los barriles apiñados comenzaron a dispersarse y a balancearse, uno por uno, bajo la arcada de piedra y más allá. Entonces Bilbo vio que no le habría servido de mucho si hubiese subido a horcajadas sobre el barril, pues apenas había espacio, ni siquiera para un hobbit, entre el barril y el techo ahora inclinado de la compuerta.

Fuera salieron, bajo las ramas que colgaban desde las dos orillas. Bilbo se preguntaba qué sentirían en ese momento los enanos, y si no estaría entrando mucha agua en las cubas. Algunas de las que pasaban flotando en la oscuridad, junto a él, parecían bastante hundidas en el agua, y supuso que llevarían enanos dentro.

«¡Espero haber ajustado bastante las tapas!», pensó, pero enseguida estuvo demasiado preocupado por sí mismo para acordarse de los enanos. Conseguía mantener la cabeza sobre el agua de algún modo, pero temblaba de frío, y se preguntó si moriría congelado antes que la suerte cambiase, cuánto tiempo sería capaz de resistir, y si podía correr el riesgo de soltarse e intentar nadar hasta la orilla. La suerte cambió de pronto: la corriente arremolinada arrastró varios barriles a un punto de la ribera, y allí se quedaron un rato, varados contra alguna raíz oculta. Bilbo aprovechó entonces la ocasión para trepar por el costado del barril apoyado firmemente contra otro. Subió arrastrándose como una rata ahogada, y se tendió arriba, tratando de mantener el equilibrio. La brisa era fría, pero mejor que el agua, y esperaba no caer rodando de repente.

Los barriles pronto quedaron libres otra vez y giraron y dieron vueltas río abajo, saliendo a la corriente principal. Bilbo descubrió entonces que era muy difícil mantenerse sobre el barril, tal como había temido, y además se sentía bastante incómodo. Por fortuna, Bilbo era muy liviano, y el barril grande, y bastante deteriorado, de modo que había embarcado una pequeña cantidad de agua. Aún así, era como cabalgar sin brida ni estribos un poney panzudo que no pensara en otra cosa que en revolcarse sobre la hierba.

De este modo el señor Bolsón llegó por fin a un lugar donde los árboles raleaban a ambos lados. Alcanzaba a ver el cielo pálido entre ellos. El río oscuro se ensanchó de pronto, y se unió al curso principal del Río del Bosque, que fluía precipitadamente desde los grandes portones del rey.

En la móvil superficie de una extensión de agua que las sombras ya no cubrían, se reflejaban las nubes y las entrellas en luces danzantes y rotas. Las rápidas aguas del Río del Bosque llevaron toda la compañía de toneles y cubas a la ribera norte, donde habían abierto una ancha bahía. Ésta tenía una playa de guijarros al pie del barranco, y estaba cerrada en el extremo oriental por un pequeño cabo sobresaliente de roca dura. Muchos de los barriles encallaron en los bajíos arenosos, aunque unos pocos fueron a golpear contra el dique de roca.

Había gente vigilando las riberas. Empujaron rápidamente y movieron con pértigas todos los barriles hacia los bajíos, y los contaron y ataron juntos y los dejaron allí hasta la mañana. ¡Pobres enanos! Bilbo no estaba tan mal ahora. Bajó deslizándose del barril, y vadeó el río hasta la orilla, y luego se escurrió hacia algunas cabañas que alcanzaba a ver cerca del río. Si tenía la oportunidad de tomar una cena sin invitación, esta vez no lo pensaría mucho; se había visto obligado a hacerlo durante mucho tiempo, y ahora sabía demasiado bien lo que era tener verdadera hambre, y no sólo un amable interés por las delicadezas de una despensa bien provista. Había llegado a ver la luz de un fuego entre los árboles, y era una luz atractiva; las ropas caladas y andrajosas se le pegaban frías y húmedas al cuerpo.

No es necesario contaros mucho de las aventuras de Bilbo aquella noche, pues nos estamos acercando ya al término del viaje hacia el este, llegando a la última y mayor aventura, de modo que hemos de darnos prisa. Ayudado, como es natural, por el anillo mágico, a Bilbo le fue muy bien al principio, pero al cabo fue traicionado por sus pisadas húmedas y el rastro de gotas que iba dejando dondequiera que fuese o se sentase; y luego se puso a lagrimear, y cuando intentaba ocultarse era descubierto por las terribles explosiones de unos estornudos contenidos. Muy pronto hubo una gran conmoción en la villa ribereña; mas Bilbo escapó hacia los bosques llevando una hogaza y un pellejo de vino y un pastel que no le pertenecían. El resto de la noche tuvo que pasarla mojado como estaba y sin fuego, pero el pellejo de vino lo ayudó, y hasta alcanzó a dormitar un rato sobre unas hojas secas, aunque el año estaba avanzado y el aire era cortante.

Despertó de nuevo con un estornudo especialmente ruidoso. La mañana era gris, y había un alegre alboroto río abajo. Estaban construyendo una almadía de barriles, y los elfos de la almadía la llevarían pronto aguas abajo hacia la Ciudad del Lago. Bilbo estornudó otra vez. Las ropas ya no le chorreaban, pero tenía el cuerpo helado. Descendió gateando tan rápido como se lo permitían las piernas entumecidas, y logró alcanzar justo a tiempo el grupo de toneles sin que nadie lo advirtiera en la confusión general. Por suerte, no había Sol entonces que proyectase una sombra reveladora, y por misericordia no estornudó otra vez durante un buen rato. Hubo un poderoso movimiento de pértigas. Los elfos que estaban en los bajíos impelían y empujaban. Los barriles, ahora amarrados entre sí, se rozaban y crujían.

—¡Es una carga pesada! —gruñían algunos—. Flotan muy bajos..., algunos no están del todo vacíos. Si hubiesen llegado a la luz del día podríamos haberles echado una ojeada —dijeron.

—¡Ya no hay tiempo! —gritó el elfo de la almadía—. ¡Empujad!

Y allá fueron por fin, lentamente al principio, hasta que dejaron atrás el cabo rocoso, donde otros elfos esperaban para apartarlos con pértigas, y luego más y más rápido cuando entraron en la corriente principal, y navegaron y fueron alejándose, aguas abajo, hacia el Lago.

Habían escapado de las mazmorras del rey y habían atravesado el bosque, pero si vivos o muertos, todavía estaba por verse.

10

Una cálida bienvenida

El día crecía más claro y caluroso a medida que avanzaban dotando. Luego de un corto trecho, el río rodeaba a la izquierda un repecho de tierra escarpada. Al pie de la pared rocosa que se alzaba como un risco en una llanura, la corriente más profunda fluía lamiendo y borboteando. De repente el risco se estrechó. Las orillas se hundieron. Los árboles desaparecieron. Bilbo miró.

Las tierras se abrían amplias alrededor, cubiertas por las aguas del río que se perdía y se bifurcaba en un centenar de cursos zigzagueantes, o se estancaba en remansos y pantanos con islotes a los lados; pero aún así, una fuerte corriente seguía su curso regular.

¡Y allá, a lo lejos, mostrando la cima oscura entre retazos de nubes, allá amenazadora, asomaba la Montaña!

Los picos más próximos de la zona noroeste y el hundido valle que los unía no alcanzaban a distinguirse. Sola y adusta, la Montaña contemplaba el bosque por encima de los pantanos. ¡La Montaña Solitaria! Bilbo había viajado mucho y había pasado muchas aventuras para verla, y ahora no le gustaba nada.

Mientras escuchaba la conversación de los elfos en la almadía, e hilaba los pedazos de información que dejaban caer, pronto comprendió que era muy afortunado por haberla visto, aún desde lejos. Había sufrido mucho cuando cayó prisionero, y ahora no encontraba una postura cómoda (por no mencionar a los pobres enanos debajo de él), y sin embargo no se había dado cuenta de la suerte que había tenido. La conversación se refería sólo al comercio que iba y venía por los canales y al incremento del tráfico en el río, pues las carreteras del este que conducían al Bosque Negro habían desaparecido o dejaron de utilizarse; y además los Hombres del Lago y los Elfos del Bosque se habían disputado el dominio del Río del Bosque y el cuidado de las riberas. Estos territorios habían cambiado mucho desde los días en que los enanos moraran en la Montaña, días que para la mayoría de la gente sólo eran ahora una vaga tradición. Habían cambiado aún en años recientes y desde las últimas noticias que Gandalf tenía de ellos. Inundaciones y lluvias habían aumentado el caudal de las aguas en el Este; y había habido uno o dos terremotos (que algunos se inclinaron a atribuir al dragón, mientras señalaban la Montaña con una maldición y un ominoso movimiento de cabeza). Los pantanos y ciénagas se habían extendido más y más a ambos lados. Los senderos habían desaparecido, y los jinetes o caminantes hubieran tenido un destino similar si hubiesen intentado encontrar los viejos caminos. El sendero elfo que cruzaba el bosque y que los enanos habían tomado siguiendo el consejo de Beorn, ahora llegaba a un dudoso e insólito final en el borde oriental del bosque; sólo el río era aún un trayecto seguro desde el linde norte del Bosque Negro hasta las lejanas planicies sombreadas por la Montaña; y el río estaba vigilado por el rey de los Elfos del Bosque.

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