John Tolkien - El hobbit

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Al cabo de un rato Balin deseó:

—¡Buena suerte! —y Bilbo se detuvo donde todavía podía ver el tenue contorno de la puerta, y por alguna peculiaridad acústica del túnel, oír el sonido de las voces que murmuraban afuera.

Entonces el hobbit se puso el anillo, y enterado por los ecos de que necesitaría ser más precavido que un hobbit, si no quería hacer ruido, se arrastró en silencio hacia abajo, abajo, abajo en la oscuridad.

Iba temblando de miedo, pero con una expresión firme y ceñuda en la cara menuda. Ya era un hobbit muy distinto del que había escapado corriendo de Bolsón Cerrado sin un pañuelo de bolsillo. No tenía un pañuelo de bolsillo desde hacía siglos. Aflojó la daga en la vaina, se apretó el cinturón y prosiguió.

«Ahora ya estás dentro y allá vas, Bilbo Bolsón», se dijo. «Tú mismo metiste la pata justo a tiempo aquella noche, ¡y ahora tienes que sacarla y pagar! ¡Cielos, qué tonto fui y qué tonto soy!», añadió la parte menos Tuk del hobbit. «¡No tengo ningún interés en tesoros guardados por dragones, y no me molestaría que todo el montón se quedara aquí para siempre, si yo pudiese despertar y descubrir que este túnel condenado es el zaguán de mi propia casa!»

Desde luego no despertó, sino que continuó adelante, hasta que toda señal de la puerta se hubo desvanecido detrás y a lo lejos. Estaba completamente solo. Pronto pensó que empezaba a hacer calor. «¿Es alguna especie de luz lo que creo ver acercándose justo enfrente, allá abajo?», se dijo.

Lo era. A medida que avanzaba crecía y crecía, hasta que no hubo ninguna duda. Era una luz rojiza de color cada vez más vivo. Ahora era también indudable que hacía calor en el túnel. Jirones de vapor flotaron y pasaron por encima del hobbit, que empezó a sudar.

Algo, además, comenzó a resonarle en los oídos, una especie de burbujeo, como el ruido de una gran olla que galopa sobre las llamas, mezclado con un retumbo como el ronroneo de un gato gigantesco. El ruido creció hasta convertirse en el inconfundible gorgoteo de algún animal enorme que roncaba en sueños allá abajo en la tenue luz rojiza frente a él.

En ese mismo momento Bilbo se detuvo. Seguir adelante fue la mayor de sus hazañas. Las cosas tremendas que después ocurrieron no pueden comparársele. Libró la verdadera batalla en el túnel, a solas, antes de llegar a ver el enorme y acechante peligro.

De todos modos, luego de una breve pausa, se adelantó otra vez; y podéis imaginaros cómo llegó al final del túnel, una abertura muy parecida a la puerta de arriba, por la forma y el tamaño: el hobbit asoma la cabecita.

Ante él yace el inmenso y más profundo sótano o mazmorra de los antiguos enanos, en la raíz misma de la Montaña.

La vastedad del sótano en penumbras sólo puede ser una vaga suposición, pero un gran resplandor se alza en la parte cercana del piso de piedra. ¡El resplandor de Smaug!

Allí yacía un enorme dragón aureorrojizo, que dormía profundamente; de las fauces y narices le salía un ronquido, e hilachas de humo, pero los fuegos eran apenas unas brasas llameantes.

Debajo del cuerpo y las patas y la larga cola enroscada, y todo alrededor, extendiéndose lejos por los suelos invisibles, había incontables pilas de preciosos objetos, oro labrado y sin labrar, gemas y joyas, y plata que la luz teñía de rojo.

Smaug yacía, con las alas plegadas como un inmenso murciélago, medio vuelto de costado, de modo que el hobbit alcanzaba a verle la parte inferior, y el vientre largo y pálido incrustado con gemas y fragmentos de oro de tanto estar acostado en ese lecho valioso.

Detrás, en las paredes más próximas, podían verse confusamente cotas de malla, y hachas, espadas, lanzas y yelmos colgados; y allí, en hileras, había grandes jarrones y vasijas, rebosantes de una riqueza inestimable. Decir que Bilbo se quedó sin aliento no es suficiente.

No hay palabras que alcancen a expresar ese asombro abrumador desde que los Hombres cambiaron el lenguaje que aprendieran de los Elfos, en los días en que el Mundo entero era maravilloso. Bilbo había oído antes relatos y cantos sobre tesoros ocultos de dragones, pero el esplendor, la magnificencia, la gloria de un tesoro semejante, no había llegado nunca a imaginarlos. El encantamiento lo traspasó y le colmó el corazón, y entendió el deseo de los enanos; y absorto e inmóvil, casi olvidando al espantoso guardián, se quedó mirando el oro, que sobrepasaba toda cuenta y medida.

Contempló el oro durante un largo tiempo, hasta que arrastrado casi contra su voluntad avanzó sigiloso desde las sombras del umbral, cruzando el salón hasta el borde más cercano de los montículos del tesoro. El dragón dormía encima, una horrenda amenaza aún ahora. Bilbo tomó un copón de doble asa, de los más pesados que podía cargar, y echó una temerosa mirada hacia arriba.

Smaug sacudió un ala, desplegó una garra, y el retumbo de los ronquidos cambió de tono.

Entonces Bilbo escapó corriendo. Aunque el dragón no despertó —no todavía—, pero tumbado allí, en el salón robado, tuvo sueños de avaricia y violencia, mientras el pequeño hobbit regresaba penosamente por el largo túnel. El corazón le saltaba en el pecho, y un temblor más febril que el del descenso le atacaba las piernas, pero no soltaba el copón, y su principal pensamiento era: «¡Lo hice!, y esto les demostrará quién soy. ¡Un tendero más que un saqueador, que se creen ellos eso! Bien, no volverán a mencionarlo».

Y tampoco lo mencionó él. Balin estaba encantado de volver a ver al hobbit, y sentía una alegría que era también asombro. Abrazó a Bilbo y lo llevó fuera, al aire libre. Era medianoche y las nubes habían cubierto las estrellas, pero Bilbo continuaba con los ojos cerrados, boqueando y reanimándose con el aire fresco, casi sin darse cuenta de la excitación de los enanos, y de cómo lo alababan y le palmeaban la espalda, y se ponían a su servicio, ellos y todas las familias de los enanos y las generaciones venideras.

Los enanos aún se pasaban el copón de mano en mano y charlaban animados de la recuperación del tesoro, cuando de repente algo retumbó en el interior de la montaña, como si un antiguo volcán se hubiese decidido a entrar otra vez en erupción. Detrás de ellos la puerta se movió acercándose, y una piedra la bloqueó impidiendo que se cerrara, pero desde las lejanas profundidades y por el largo túnel subían unos horribles ecos de bramidos y de un andar pesado, que estremecía el suelo.

Ante eso los enanos olvidaron su dicha y las seguras jactancias de momentos antes, y se encogieron aterrorizados. Smaug era todavía alguien que convenía recordar. No es nada bueno no tener en cuenta a un dragón vivo, sobre todo si habita cerca. Es posible que los dragones no saquen provecho a todas las riquezas que guardan, pero en general las conocen hasta la última onza, sobre todo después de una larga posesión; y Smaug no era diferente. Había pasado de un sueño intranquilo (en el que un guerrero, insignificante del todo en tamaño, pero provisto de una afilada espada y de gran valor, actuaba de un modo muy poco agradable) a uno ligero, y al fin se espabiló por completo. Había un hálito extraño en la cueva. ¿Podría ser una corriente que venía del pequeño agujero? Nunca se había sentido muy contento con él, aunque era tan reducido, y ahora lo miraba feroz y receloso, preguntándose por qué no lo habría tapado. En los últimos días creía haber oído los ecos indistintos de unos golpes allá arriba. Se movió y estiró el cuello hacia adelante, husmeando.

¡Entonces notó que faltaba el copón!

¡Ladrones! ¡Fuego! ¡Muerte! ¡Nada semejante le había ocurrido desde que llegara por primera vez a la Montaña!

La ira del dragón era indescriptible, esa ira que sólo se ve en la gente rica que no alcanza a disfrutar de todo lo que tiene, y que de pronto pierde algo que ha guardado durante mucho tiempo, pero que nunca ha utilizado o necesitado. Smaug vomitaba fuego, el salón humeaba, las raíces de la Montaña se estremecían.

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