Tragaba comida ardiente sin pestañear, reía, accionaba, soltaba tacos sonoros y su anecdotario canino no tenía límites. Juan parecía encantado con su charla y Garzón levitaba más que un santón hindú.
—¿Cuál es la raza de perro más fácil de adiestrar?
—Sin duda el pastor alemán. Es un perro que sirve para todo, inteligente y dócil.
—Pero tú escogiste un rotweiler.
—Lo hice por la capacidad de mordida. Mirad, un pastor alemán tiene una potencia de mordida de unos noventa kilos. No está mal, ¿verdad?, os aseguro que me cuesta aguantar sus sacudidas en el brazo sin caerme al suelo. Pues bien, el rotweiler sube hasta ciento cincuenta kilos.
Juan exclamó:
—No podrás controlar una embestida semejante.
—No, no puedo. De hecho el perro me arrastra y tengo que ir desplazándome a su voluntad. Sin embargo, como sus movimientos son nobles y directos, el peligro real resulta mínimo.
—¡Un bicho capaz de enfrentarse a un toro!
—Sí, lo sería.
—¿Nunca has tenido problemas con ningún perro?
Valentina llamó al camarero, pidió otra cerveza mexicana y se puso seria. Hizo una pausa misteriosa.
—Hay una raza que me he negado a entrenar... —engulló una buena porción de guacamole— el pitbull.
—Tengo un par de clientes que me traen pitbulls a la consulta. Para vacunarlos cada año tengo prácticamente que amordazarlos. ¡Son temibles!
—Temibles. No pesan más de veinticinco kilos. ¿Fuerza en los dientes?... algunos llegan a los doscientos cincuenta kilos.
—¡Acojonante! —soltó Garzón.
—Recuerdo perfectamente lo que sucedió cuando me trajeron uno para que lo entrenara. Mientras hablaba con su dueño el animal estaba tranquilo, silencioso. Me puse el peto acolchado, el manguito y empecé a probar su instinto de defensa con los correspondientes movimientos de excitación. El perro, sujeto por su amo como suele hacerse en las primeras sesiones, se mantenía delante de mí, quieto, sin rugir, sin ladrar, y me miraba directo a los ojos. Pensé: «Valentina, ándate con cuidado porque este bicho es un cabronazo». Efectivamente, de pronto veo que se arranca, babeando, se escapa de su dueño y, en vez de morder el manguito que yo le ofrecía, se lanzó directo sobre mis costillas. Pude esquivarle, pero estoy convencida de que si llega a tumbarme, me hubiera atacado al cuello.
Estábamos estremecidos con su relato.
—¿No es ése el perro que puede llegar a volverse contra su propio amo? —preguntó Juan.
—Supongo que te refieres al stadforshire bull-terrier, una raza americana de la que justamente el pitbull es una variedad. Ese es sin duda el perro más fiero de cuantos existen.
—¿Cuál es su capacidad de mordida? —inquirió Garzón, perfectamente familiarizado con la terminología.
—Trescientos kilos.
—¡No quiero ni pensarlo! —dijo el subinspector.
—Mejor para ti. Se trata de un animal realmente sanguinario, capaz de partirle la yugular a cualquiera. Y de verdad que si lo vierais pensaríais que es imposible. No mide más de cuarenta centímetros de alzada y pesa unos diecisiete kilos, pero es una máquina de matar. Sólo a los hijos de puta de los americanos se les podía ocurrir desarrollar una raza así.
—¿Para qué se emplea?
—Sólo como perro de defensa, aunque ya podéis imaginaros que tiene que estar bien controlado.
Guardamos silencio. De repente me di cuenta de que Garzón no había probado sus enchiladas.
—Te felicito, Valentina —dije—, has logrado encontrar un tema lo suficientemente interesante como para que Fermín deje de comer. Es la primera vez que veo algo así.
Garzón me miró maliciosamente. Ella se echó a reír; con carcajadas francas y alegres, respondió:
—Fermín y yo lo pasamos muy bien. Yo le cuento cosas de perros y él a mí cosas de policías. Todos los trabajos tienen algo que contar, ¿o no?
Garzón se empeñó en pagar la cena. Estaba eufórico y era comprensible. ¿Cuánto tiempo habría transcurrido desde que salió por última vez con amigos llevando su propia pareja?
—Vamos a tomar una copa a alguna parte —propuso Juan Monturiol.
—A mí me apetecería bailar —confesó Valentina.
—Entonces iremos al Shutton.
El Shutton era un lujoso local donde los amantes del baile de salón tenían la ocasión de marcarse sambas, rocks y algunas piezas de hot jazz, tocadas por una buena orquesta en vivo. En efecto, Valentina tenía ganas de bailar. En cuanto estuvieron servidos nuestros cócteles, arrastró a Garzón hasta la pista. Advertí entonces que no conocía todas las facetas de mi compañero, múltiples como las de un diamante tallado. Y es que realmente bailaba bien, al estilo de Fred Astaire. Se movía con gracia, con estilo, atento al ritmo, a la vez dominador y deferente con su pareja. La bola compacta de su cuerpo se convirtió en un globo ligero. Era un espectáculo verlo junto a Valentina, ambos desinhibidos y autocomplacientes, dueños absolutos de su diversión.
—Están llenos de vida, ¿no es cierto? —dijo Juan.
—Me gustaría saber bailar como ellos.
—Deberíamos, al menos, intentarlo.
Eligió una untuosa música melódica para el intento. Me tomó en sus brazos y empezamos a movernos muy lentamente. Noté que me oprimía un poco más en los momentos especialmente románticos de la tonada. Acercaba su cara a la mía, la rozaba con suavidad. Así que era un clásico, ¡estábamos apañados! Seducción tradicional: música sugerente, penumbra ambiental, cóctel semiseco... Probablemente al salir de allí me propondría ir a tomar la última copa a su casa, y después, al hacer el amor, me susurraría «cariño» aunque no nos conociéramos de nada. ¡Ni hablar, eso no estaba hecho para mí! ¿Por qué iba a soportarlo?
No me equivoqué ni un pelo. Cuando al salir dijimos adiós a Valentina y Garzón, Juan Monturiol utilizó una entonación envolvente para sugerir:
—¿Tomamos una copa en mi casa?
—No, Juan, ¡cuánto lo siento!, me ha venido un dolor de cabeza horroroso. Lo que voy a tomarme es un par de aspirinas antes de irme a dormir. Si te parece te llamo un día de éstos.
Ni por asomo se esperaba algo así. Encajó el golpe disimulando su enojo, pero pude captar que estaba enfadado fijándome en la ligera presión que imprimió a sus mandíbulas.
¡Al carajo, yo ya no estaba para puestas en escena tradicionales! Demasiados años a mis espaldas, demasiados divorcios, demasiado de todo como para acabar la noche diciendo: «Querido, ha sido maravilloso». Ya no, por mucho que el caballero fuera una pera en dulce. O mejoraba su estilo o me dejaba a mí imponer el mío.
Quien más se benefició de la prematura interrupción de la velada fue Espanto. Se puso muy contento al verme. Salimos a dar un largo paseo a las dos de la mañana. Las calles heladas estaban completamente desiertas y soplaba un viento del diablo. No sé qué consecuencias positivas sacaría el perro de aquella insólita vuelta nocturna, pero a mí el frío y el ejercicio me atemperaron cualquier deseo carnal.
5
El lunes siguiente mi humor no había mejorado. Seguía con la inefable y correosa sensación de haber estado perdiendo el tiempo. Nada habíamos sacado en claro visitando aquellos laboratorios. Las contabilidades eran perfectas, todo estaba asentado, todo cuadraba. Ni el menor indicio hacía sospechar que hubieran estado comerciando con perros callejeros. ¡Perros callejeros!, ¡era para partirse de risa, aquellos gigantes económicos, asépticos y eficientes, dedicándose a tratar con un pelagatos como Lucena!, ¿o sería mejor decir pelaperros? Hacía falta ser gilipollas para haber seguido tal intuición.
Cogí las libretas de cuentas de Lucena Pastor. Abrí la segunda, la ojeé: Lili: 40.000, Bony: 60.000... ¿Quién había estado pagándole a Lucena semejantes cantidades?, ¿quién estaba dispuesto a adquirir perros callejeros a aquel precio, y para qué? Porque aquellos nombres seguían correspondiendo a perros como los de la primera libreta, o ¿acaso ya no lo eran? Había conseguido no estar segura de nada. No habíamos estado avanzando en la dirección correcta, en algún punto hubo un error que nos había desviado, ¿dónde? Presa de un arrebato bastante estúpido tiré la libreta contra la pared. El subinspector se quedó tieso.
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