– ¿Por qué no me dejáis en paz? -contestó Artetxe. Sabía que lo único que podía conseguir era exasperarlos aún más, pero también sabía que si habían venido con alguna idea preconcebida nada que dijera u omitiera les iba a torcer el rumbo-. Cometí un error y pagué por ello. He cumplido mi condena, así que soy un hombre libre. No tenéis nada contra mí, lo único que he hecho es cumplir con mi deber de ciudadano al avisar a la policía de que había encontrado un cadáver.
– Me partes el corazón -dijo Castrofuerte-, un hombre tan bueno como tú asediado injustamente por unos malos policías. ¿Qué dirían los de Amnistía Internacional si lo supieran?
– Iros a tomar por el culo -respondió Artetxe-; ni siquiera sois policías, sólo sabéis torturar. Si tuvierais un terrorista delante de vuestras narices ni lo oleríais, así que dejadme en paz, salvo que tengáis algo contra mí y, en ese caso, sólo hablaré delante de un abogado.
– ¿Has oído lo que ha dicho? -le preguntó Castrofuerte a Romero.
– Lo he oído, pero no acabo de entenderlo. ¿Nos ha mandado a tomar por el culo?
– Me parece que sí -respondió Castrofuerte.
– Y nos ha llamado torturadores.
– Sí, como si no supiera que la Constitución nos prohíbe ese tipo de prácticas.
– Y nosotros somos muy cumplidores de la Constitución.
– Más que si la hubiéramos escrito en persona.
– También ha dicho que somos incapaces de distinguir a un terrorista aunque le tuviéramos delante de nuestras mismas narices.
– Mira, yo creo que en eso se equivoca, porque ahora mismo tengo uno delante de mí y le he reconocido.
– ¿Sí?, ¿de quién se trata?
– Del señorito Iñaki Artetxe, aquí junto a nosotros.
– ¿Por qué no dejáis de hacer el payaso? Sé que os resulta muy difícil, pero podríais intentarlo -volvió a hablar Artetxe.
– Parece que el terrorista tiene prisa por acabar -comentó Castrofuerte.
– No le decepcionemos entonces -respondió Romero, quien uniendo la acción a la palabra dio un fuerte puñetazo en el abdomen de Artetxe.
Iñaki Artetxe se encogió en un gesto instintivo, intentando coger aire, momento que aprovechó Castrofuerte para agarrarle del pelo y tirarle al suelo. Una vez allí le pateó las costillas, sin excesiva violencia, tan sólo la suficiente para hacer daño.
– Tranquilo -le comentó sonriente-, que no te van a quedar marcas. Nada afeará tu bonito cuerpo de terrorista; hemos aprendido mucho desde la última vez que estuvimos juntos. Ya ves que no somos tan incapaces como crees.
Durante un buen rato continuó el castigo, que sólo cesó cuando Artetxe se desvaneció. Le despertó el contenido de una jarra de agua que alguien había echado sobre su cabeza. Cuando recobró la visibilidad comprobó que quien le había espabilado de ese modo tan húmedo era uno de los dos inspectores que habían acudido a la casa en la que había fallecido Begoña.
– ¿Cómo se encuentra? -le preguntó Rojas, que era el policía que había escanciado el agua de modo tan generoso.
– ¿Cómo quiere que me encuentre? Jodido, muy jodido.
– Lamento lo ocurrido, pero debe entender que no ha sido premeditado, sino motivado por unas desgraciadas circunstancias. Está usted fichado como colaborador de banda armada y hace tan sólo tres días que han asesinado a un compañero de los dos policías que le han visitado hace un rato.
– Lo siento mucho, pero no tengo nada que ver con ese suceso. Yo ya he cumplido mi condena y estoy limpio.
– Lo sé, hemos comprobado a fondo su historia y sabemos para quién está trabajando. ¿Desea poner una denuncia contra los policías que le han maltratado?
– Para qué vay a ponerla.
– Necesitamos la colaboración ciudadana para acabar con cierto tipo de prácticas que la mayoría de los policías rechazamos.
– Venga, hombre, no me haga reír, que si me muevo me duele todo el cuerpo. ¿Para eso ha venido, para hacer el papel de poli bueno? Le advierto que esa película ya me la conozco.
– Estaba hablando completamente en serio, pero quizá sea mejor así. Por lo que sabemos ha sido usted ertzaina.
– Lo fui, pero uno de los extremos de mi condena consistió, precisamente, en la inhabilitación total para el ejercicio de mi profesión.
– También lo sé del mismo modo que sé que en estos momentos está trabajando de detective. Sin licencia -añadió.
– Sí, soy un hombre sin licencia -Artetxe sonrió tristemente- y ya se sabe que en esta sociedad andar por la vida sin licencias es como estar muerto civilmente. ¿Cuál es mi castigo?, ¿me van a poner una multa o tal vez me devolverán a la prisión acusado de ser un terrorista por trabajar sin el debido permiso de la autoridad competente?
– Deje de decir chorradas durante un momento -gruñó Rojas-, me importa una mierda que usted no tenga licencia. He estado hablando con su abogado y me ha confirmado su historia. Por suerte o por desgracia tiene usted fuertes agarraderas donde asirse y, por otra parte, estoy de acuerdo con que ya ha cumplido su condena y que los hechos pasados no tienen que influir en las situaciones actuales.
– Muy amable por su parte -ironizó Artetxe.
– Le repito que deje de quedarse conmigo. Usted ha sido policía, así que tiene que saber que no todos somos tontos. Sé por qué se le acusó de colaboración con banda armada, conozco a fondo su caso y he sacado mis propias conclusiones; creo que hasta cierto punto puede ser una persona de confianza. Sé también que está trabajando como detective, pese a no estar autorizado para ello, y sinceramente le digo que esa falta de permiso, al menos para mí, no significa nada. Si yo no tomo en cuenta esos datos no sé por qué tiene que mencionarlos usted constantemente. Deje ya de hacerse la víctima y atiéndame durante unos minutos.
– De acuerdo, admito que me estoy pasando, pero sinceramente lo que me ha ocurrido no es como para echar cohetes. De todos modos le escucharé, aunque no sé exactamente a qué viene todo este rollo paternalista.
– Es muy sencillo: quiero ofrecerle la posibilidad de que colaboremos en beneficio mutuo.
– Últimamente voy de sorpresa en sorpresa. ¿He entendido bien, quiere que colaboremos nosotros dos? ¿Una persona que acaba de cumplir condena por ayudar a un terrorista huido y un policía?
– Eso es lo que he dicho. Ya le he comentado que he analizado su caso y creo que puedo confiar en que estoy haciendo lo correcto al darle un voto de confianza. Usted ha sido ertzaina y, según mis informes, no precisamente de los peores. En estos momentos está trabajando como detective pese a no tener autorización para ello y aunque, como ya le he dicho, sé que cuenta con la protección de uno de los bufetes más influyentes de Bilbao, no estaría de más que contara también con cierto tipo de protección policial.
– Me parece que poco a poco voy comprendiendo. Si usted me ofrece su protección, ¿qué debo hacer yo en contraprestación?
– Usted sabe que muchas veces, debido a las presiones y reglamentos a los que estamos sujetos, los policías no podemos llegar a todos los sitios que estimamos convenientes. Ahí sería donde usted podría ayudarme.
– Entiendo, necesita alguien que pueda hacerle los trabajos sucios.
– No más sucios que los que pueda encargarle el señor Uribe. ¿Qué me contesta?
– ¿Por qué no? Si vay a ganarme la vida con este oficio, no me vendrá nada mal tener un contacto con la policía.
– Es usted inteligente, señor Artetxe, y me alegra su decisión. Además, quiero comunicarle que nuestra colaboración empieza ahora mismo.
– Me lo estaba imaginando, ¿de qué se trata?
– Como usted ya sabe, estoy destinado en el Grupo de Homicidios. Recientemente me han retirado de un caso al que han considerado muerte por accidente. Un periodista que murió como consecuencia de inyectarse una dosis de caballo en mal estado.
Читать дальше