– No lo sé, tendremos que preguntárselo si conseguimos hablar con ella. Parece que no está -dijo tras volver a aporrear la aldaba sin respuesta- pero quizá podamos entrar. Esta puerta no parece muy segura.
Al tiempo que decía esto último, Artetxe la iba empujando. Sin necesidad de utilizar ningún instrumento la puerta cedió y se abrió de par en par.
– Si está viviendo aquí no se ha molestado para nada en acondicionarlo -comentó Artetxe observando que la suciedad también era dueña del pasillo-. Entremos.
Había tres huecos en el lado derecho del pasillo y uno en el lado izquierdo, que a tenor de su tamaño debía de ser el salón, aunque estaba completamente vacío, sin mueble alguno, ni siquiera una silla. A la derecha, en la primera puerta había una cocina que parecía no haber sido usada desde los tiempos en que Franco era cabo. La segunda era una habitación en la que se veía un camastro con las sábanas revueltas y una butaca sobre la que había amontonada una pila de ropa. En el suelo, debajo de la butaca, podía verse un desvencijado tocadiscos en el que estaba girando un disco al parecer rayado, ya que emitía un chirriante sonido. Artetxe movió la aguja y sonó una vieja canción de amor en la voz de Los Cinco Bilbaínos:
«Lejos de aquel instante
lejos de aquel lugar
el corazón amante
siento resucitar.
Vuelve tu imagen bella
en mi memoria a ser
como un fulgor de estrellas
muerto al amanecer.
Maite, yo no te olvido
y nunca nunca te he de olvidar
aunque de mí te alejes
leguas de tierra, de tierra y mar.
Maite, si un día sabes
que muero ausente de tu querer
del sueño de la muerte
para adorarte
despertaré».
Artetxe se sorprendió al escuchar la canción. No se hubiera imaginado a Begoña oyéndola.
¿Cuál sería su instante lejano, su amor capaz de hacerla resucitar? ¿Por qué se había refugiado allí para escuchar tristes canciones de amor? Apagó el tocadiscos y salió de la habitación.
La tercera era un pequeño retrete. En la taza había una mujer sentada, con los ojos totalmente vidriosos abiertos en vacua expresión. En la muñeca derecha tenía colocada una goma y a sus pies había una jeringuilla. Pilar lanzó un grito que retumbó en el silencio de la casa. Artetxe se acercó a la mujer y le buscó el pulso. Al tocarla cayó al suelo como si de un pesado fardo se tratara.
– ¿Es ella? -preguntó, aunque sabía la respuesta. Begoña estaba ya lejos de todo instante y lugar, y ningún fulgor de estrellas ni ningún corazón amante conseguirían que resucitara.
Pilar respondió que sí agitando varias veces la cabeza. Luego, con voz entrecortada, preguntó:
– ¿Está muerta?
– Sí, está muerta. Me temo que hemos llegado tarde.
– ¿Qué vamos a hacer ahora? -volvió a preguntar.
– Habrá que llamar a la policía.
– ¿La policía? ¿No podemos quedamos al margen de todo?
– No digas insensateces -respondió Artetxe, malhumorado-. A mí tampoco me agrada enfrentarme a ellos en esta situación, pero no nos queda más remedio. Antes o después alguien más hallará el cadáver y empezarán a investigar. No les será difícil averiguar quién era y que se la estaba buscando. Además, mi coche está ahí fuera aparcado y, aunque no nos hemos cruzado con nadie, estoy seguro de que más de uno y de dos vecinos nos han visto y podrían describimos e identificamos, así que más nos vale cumplir como buenos ciudadanos y llamar al 091.
En la casa no había teléfono, por lo que fueron a llamar desde un bar cercano. Quince minutos después se acercaron un furgón de la Policía Nacional al mando de un cabo y un vehículo camuflado con dos inspectores, Manuel Rojas y un compañero suyo apellidado Merino.
– Inspectores Merino y Rojas. ¿Son ustedes los que nos han llamado? -dijo Merino nada más bajar del coche.
– En efecto, hemos sido nosotros -dijo Artetxe.
– ¿Dónde está el cadáver?
– Aquí al lado -contestó Artetxe señalando el portal más próximo al bar-, en el tercero izquierda. Tendrán que subir andando, porque no hay ascensor.
– Nunca nos han asustado las escaleras -respondió abruptamente Merino, para añadir-: ¿A qué se ha debido el hallazgo?
– La muerta es prima mía, veníamos a visitada -respondió Pilar tomando por primera vez la palabra.
– ¿Y usted? -se dirigió Merino a Artetxe-, ¿también es familiar de la difunta?
– En realidad no, podría decirse que soy un conocido de la familia.
Mientras el inspector Merino los interrogaba, habían subido hasta la vivienda. Una vez en ella los dos policías inspeccionaron la casa y el cadáver. Cuando hubieron escudriñado todos los rincones, el inspector Merino, que tácitamente había asumido el mando, lanzó al aire un comentario aparentemente inocente.
– Para ser familiar suya -dijo mirando a Pilar-, no parece que tuvieran el mismo nivel de vida. No me la imagino a usted viviendo en este tugurio.
– Era de la rama pobre de la familia -respondió cándidamente Pilar.
– Más vale que no me tomen el pelo -voceó el inspector Merino-, no hace falta ser muy sagaz para comprobar que éste no era el ambiente habitual de su prima.
– Y no lo era, señor inspector -dijo Artetxe. Sabía que tardarían poco tiempo en averiguar todo sobre ambos y prefirió sincerarse, ya que enfrentarse a los policías no le traería más que complicaciones-. Es cierto que la señorita es prima de la fallecida, pero no estábamos aquí simplemente de visita. Estábamos buscándola ya que había desaparecido de su casa.
– Entiendo, ¿se había denunciado la desaparición?
– No, ya que era mayor de edad y todo el mundo pensaba que se había escapado voluntariamente.
– ¿Y usted qué pinta en todo esto?, ¿es detective?
– No, un conocido del novio que me pidió que le echara una mano, nada más que eso.
– Su historia suena falsa.
– Lamento que se lo parezca, pero es la verdad.
– Así es -añadió, entusiasta, Pilar.
– Bueno, ya tendremos la oportunidad de comprobado en Jefatura -replicó, enigmático, Merino-; ahora me gustaría saber cómo han entrado.
– La puerta estaba abierta.
– Abierta o rota.
– Nosotros no la hemos roto. De hecho, habíamos sido citados por la difunta, por eso nos habíamos acercado hasta aquí.
– No habrán tocado nada, supongo.
– Nada de nada. Tan sólo hice lo imprescindible para comprobar si vivía todavía o estaba muerta.
– Bien, bien -contestó, ceñudo, Merino. Luego, dirigiéndose a Rojas, añadió-. ¿Están avisados el Juzgado de Guardia y el Gabinete de Identificación?
– Vendrán en cualquier momento -dijo Rojas.
– En ese caso, que se queden a esperarlos el cabo y los números, y volvamos nosotros a Jefatura. Me temo que hay algunas partes de su historia que necesitan aclararse -añadió mirando a sus dos testigos-, así que espero que no pongan ningún impedimento y nos acompañen voluntariamente a Jefatura para efectuar las oportunas diligencias.
– Estamos a su disposición -dijo Artetxe, sabiendo que de nada serviría oponerse a la amable invitación.
Cuando le separaron de Pilar y le llevaron hasta una celda en la que no había nadie, Iñaki Artetxe comprendió que habían averiguado sus antecedentes, y por si hubiera albergado alguna duda la llegada de dos conocidos suyos, los inspectores Romero y Castrofuerte, de la Brigada Antiterrorista, la disipó por completo.
– Mira a quién tenemos aquí -exclamó Castrofuerte haciendo como que se dirigía a Romero-, nuestro buen amigo Iñaki Artetxe, el policía que cobija a terroristas movido por su gran corazón.
– Tengo entendido que ahora ya no se dedica a eso, creo que ahora se dedica a las jovencitas -respondió, jubiloso, Romero-. Las conduce a tugurios infectas, las mata y luego nos llama a nosotros para que recojamos los restos.
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