Nos detuvimos durante un rato ante la baranda del mirador. Chamorro se apoyó en ella y dejó volar la mirada sobre las luces del pueblo.
– Qué paz se respira aquí -dijo.
– Y eso que éste es el pueblo grande de la comarca -anoté.
Mi ayudante levantó la cara hacia el cielo. Se habían abierto algunos claros y entre las nubes titilaba un nutrido enjambre de estrellas.
– Encima tienen este cielo -exclamó, admirada-. Sin toda esa basura luminosa de Madrid. En momentos como éste creo que debería pedir destino. Aquí o a Cáceres, qué más da. Lejos del agobio.
– ¿Y por qué no lo pides?
Chamorro se quedó abstraída.
– Por no vivir bajo el mareaje de un sujeto como Marchena -dijo al fin-. Viéndole día y noche, de uniforme y de paisano, lunes y domingo.
– Tampoco es tan mal tipo, mujer.
– No digo eso. Digo que nunca me tomaría en serio. Además, tampoco me gustaría que me pasara lo que a una compañera de promoción. A los pocos días de incorporarse al puesto se le ocurrió ir a la discoteca del pueblo con un top y unos vaqueros ajustados. Casi paran la música cuando la vieron.
– Un rato arrojada, tu amiga.
– No creas. Sólo le gusta bailar. Tampoco es delito.
– Desde luego -admití.
– Pero aparte de todo eso, hay otra razón -agregó, casi inaudiblemente.
– ¿Cuál?
– Me gusta trabajar contigo.
Lo dijo sin mirarme. Chamorro era bastante púdica, para eso y para otras cosas. Uno de los motivos por los que la había aceptado sin reservas como ayudante había sido el modo en que la había visto sobreponerse a su pudor, la primera vez que habíamos trabajado juntos. Había sido una prueba dura para ella, porque era inexperta y porque me la habían endosado contra mi voluntad. Ahora, algún tiempo después, ya no parecía la muchacha tímida y dubitativa de entonces, y hasta se desempeñaba con un aplomo impropio de su experiencia. Pero yo sabía que para ello ponía en juego una voluntad heroica, que a ratos incluso me preocupaba. Porque no se me escapaba que debajo de todo eso, y conviviendo con su coraje, o quizá alimentándolo, había una sensibilidad frágil, que sólo en contadas ocasiones dejaba aflorar. Y cuando lo hacía, como aquella noche, yo necesitaba de toda mi escasa fuerza interior para reaccionar con la sobriedad que la situación requería.
– Bah, eso no debe apurarte -respondí-. Soy un bicho bastante común, lo mires por donde lo mires. Sargentos hay cinco mil, sin salir del Cuerpo. Y psicólogos frustrados, vete a saber. Lo mismo Díez o veinte veces más.
– Tal vez lo singular sea la intersección de los dos conjuntos -insinuó Chamorro, con un tono malicioso.
– Te he dicho mil veces que no me hables con tu jerga matemática -la reprendí-. Se me ha olvidado todo lo que estudié en el bachillerato. Además, aunque algunos cretinos crean que da tono, no es de buena educación dirigirse a la gente empleando términos que no comprende.
– Lo has entendido perfectamente.
– Uno puede trabajar casi con cualquier jefe, créeme -repuse, con una firmeza cada vez más precaria-. Yo ahora trabajo para el comandante Pereira, que no está mal, pero he tenido que soportar a cada uno que ni te imaginas. Recuerdo a cierto teniente, hace varios años, en los tiempos oscuros. La cosa estaba complicada, no te digo que no, pero a aquel tipo se le había ido la olla. Llevaba siempre una segunda pistola dentro del pantalón, montada. A partir de ahí, adivinas el resto. Y sin embargo, sobreviví.
Al fin, Chamorro enmudeció. Soplaba una brisa fría, pero agradable, y durante un minuto permanecimos allí quietos, sintiéndola en el rostro.
– Hay algo que se te nota siempre, Rubén -volvió a hablar mi ayudante. La mención de mi nombre de pila me alarmó, porque era algo que solía evitar. Desde que habíamos empezado a trabajar todo el día juntos la había relevado del engorroso mi sargento, pero su tuteo era siempre comedido.
– El qué -dije, porque creí que sería peor callar.
– Cuándo te interesa una mujer.
Palidecí. ¿Quería decir realmente aquello?
– Tenías que haber visto la cara que tenías delante de la viuda -explicó, sonriente-. Y ella también se dio cuenta.
Me eché a reír, aliviado, o quizá para encubrir una recóndita decepción.
– No importa -aseguré-. En realidad es una especie de técnica. Las mujeres tienden a relajarse con los hombres a los que creen que atraen sexualmente. Los consideran inferiores y no se protegen lo bastante. Prefiero que una mujer a la que debo sacarle información me crea atontado por sus encantos. Nunca se imagina que lo que me inspira es otra cosa.
– ¿Otra cosa?
– Curiosidad. Pura y simple. Eso es lo que me produjo la viuda nada más verla. Mucha curiosidad, no lo niego. Pero la curiosidad es el sentimiento más volátil. Sólo dura mientras queda algo por descubrir. Cuando apartas el último velo, antes incluso, se agota y necesitas otro enigma. Las mujeres no deberían sentirse demasiado halagadas por los hombres curiosos. Y me temo que casi todas tienen propensión a incurrir en ese error.
Chamorro no replicó nada a eso. Quizá trataba de calibrar mi sinceridad, o mis palabras la sumían en otras cavilaciones.
– De todas formas, he procurado sacarle utilidad a mi defecto -alegué, como posible descargo-. Debe de ser por eso, por tratar de reconducir a algo provechoso mi curiosidad insaciable, por lo que soy investigador.
– Sin embargo, yo no me considero nada curiosa dijo, circunspecta-. En realidad, a veces me parece que querría saber lo mínimo imprescindible para resolver el caso. Y una vez resuelto, olvidarlo en seguida.
– Por eso hacemos un buen equipo, Chamorro. Tu austeridad mental me sirve para mantener a raya mi fantasía desbordante.
– Así dicho, cualquiera pensaría que soy odiosa -se lamentó.
Dudé un segundo, abrumado por mi torpeza, pero en aquel punto no tenía más remedio que decírselo. Así que tomé aire y se lo dije:
– No, Virginia. No lo eres en absoluto.
El juego no fue más lejos. Cenamos en un mesón, y aprovechando que el camarero que nos atendía parecía bastante comunicativo, le sonsacamos sobre el impacto que había producido en el pueblo la muerte del ingeniero de la central nuclear. Nadie le conocía mucho, aparte de sus compañeros, pero entre lo poco que ellos contaban y la siempre incontrolable imaginación popular, corrían ya fantásticas historias acerca del suceso. Lo peculiar era que ninguna implicaba en lo más mínimo a la central. Con extrema cautela, traté de obtener la opinión que sobre ella tenía el camarero.
– ¿Qué voy a decirle yo? -me advirtió, con franqueza-. A mí me da de comer, como a casi todos aquí. Si no fuera por ella, este pueblo sería como uno de esos medio fantasmas que se ven en los documentales de la tele, con todos los jóvenes fuera y las casas cayéndose a pedazos encima de los viejos. Fíjese en esto, en cambio. Todo limpio, las calles y las plazas en condiciones, una biblioteca nueva, buenos chalés, y el dinero moviéndose y dando gusto a la gente. Como a muchos, al principio me jodía un poco que vinieran aquí, con sus cochazos y su aire de superioridad. Pero ahora ya nos conocemos todos, jugamos al dominó, y hasta yo me he comprado un coche alemán. No tan bueno como los suyos, claro, pero alemán, oiga.
– ¿Y no le preocupa todo eso de la radiactividad? -objeté.
– Qué coño. Es como el colesterol. Yo no me asusto con esas pamplinas. Verá usted, a mí me tocó la mili en el Sahara, cuando allí se estaba jodido de verdad. Me destinaron a Smara, un sitio de cuidado. Una vez estuvimos a punto de perdernos en el desierto, camino de El Aaiún. Eso sí que era para preocuparse, estar allí sin agua y sin saber hacia dónde tirar y pensando todo el rato en los moros y en los buitres. Eso se tocaba; te secaba la garganta, las pelotas se te hacían chicas como anises. Con perdón, señorita.
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