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Rosa Montero: El Corazón Del Tártaro

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Rosa Montero El Corazón Del Tártaro

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Zarza arrugó la nota dentro de su puño y contuvo el aliento. Sintió que el miedo le pataleaba de nuevo en la barriga y dio media vuelta sin siquiera despedirse de la enfermera. Abandonó la Residencia, todavía aturdida, y ya en el exterior se quedó unos instantes de pie sobre las hojas podridas, calculando la inmensidad del mundo enemigo. Por ahí fuera, en algún lugar, estaba él, Nicolás, dispuesto a vengarse. Él era el perseguidor; ella, la pieza. Probablemente la partida de caza ya llevara empezada cierto tiempo, aunque ella sólo se hubiera dado cuenta ahora. Nicolás habría tenido que peinar la ciudad para encontrarla; el nombre de Zarza no venía en la guía de teléfonos y nadie conocía su dirección o dónde trabajaba. Es decir, nadie a quien Nicolás pudiera recurrir.

Tal vez la hubiera detectado en una de sus visitas a Miguel; imaginó a Nico agazapado durante días junto a la Residencia, esperando pacientemente a que ella apareciera. Zarza se estremeció y escudriñó de modo infructuoso las esquinas de las calles vecinas. Sí, sin duda Nico la encontró aquí y luego la habría seguido hasta descubrir su domicilio. Debía de llevar observándola días, quizá incluso semanas. Zarza se sintió desnuda, enferma, herida por la perseverante mirada de su perseguidor. De modo que el juego ya llevaba tiempo jugándose y ella estaba perdiendo sin saberlo. Pero ahora Zarza había cambiado de opinión: ya no se quería ir. Ya no se iba. Por Miguel, a quien se lo había prometido; y también por sí misma. Puestas así las cosas, a Zarza no le quedaba más remedio que aceptar la partida y presentar batalla. Y lo primero que haría sería regresar a la ciudad de la Reina, de la que ella creía haber salido para siempre.

La ciudad de la Reina estaba más allá del tiempo y del espacio. Mejor dicho, poseía su propio tiempo y su propio espacio, que eran distintos a los de la ciudad convencional de los atascos, las tarjetas de crédito y las oficinas. Por eso ambas urbes coexistían sin apenas rozarse, aunque a veces Zarza, mientras caminaba por la calle, pudiera reconocer los signos de la ciudad maldita en alguna esquina. Normalmente los demás peatones pasaban por ahí sin ver, pero ella sí veía, y recordaba sin querer recordar. Hacía siete años que Zarza había abandonado el mundo de la Blanca.

Pero ahora cogió el coche y enfiló con decisión hacia las afueras. Pasó puentes elevados, y barrios populares, y la estación del Sur de autobuses de línea, y barriadas de pequeños adosados todos iguales, como cuentas multicolores de un collar barato, y una zona miserable de casitas bajas, llena de barro y perros esqueléticos. Más allá, el campo semiurbano, con más almacenes industriales que árboles. La ciudad de la Reina no se limitaba a ocupar una zona de los suburbios, sino que estaba un poco por todas partes. El mapa de la ciudad convencional y el de la urbe maldita se superponían, compartiendo en ocasiones el mismo espacio: había zonas que eran cándidas y burguesas durante el día, pero turbias y marginales de madrugada. Incluso en el centro mismo de la ciudad podía imponer la Blanca su reino envenenado. Si Zarza se había desplazado hasta estos remotos andurriales, era en busca de una persona concreta. Zarza quería encontrarse con el Duque.

Tuvo que dar bastantes vueltas. Hacía mucho tiempo que no venía y siempre lo había hecho de noche. O al menos en su memoria esa parte de su vida siempre estaba rodeada de oscuridad: la ciudad de la Reina era un territorio nocturnal. Le costó encontrar el camino entre las muchas carreteritas enlodadas que terminaban abruptamente en un vertedero, o en un viejo caserío que aún daba fe del pasado rural de la zona, o en una tapia medio derruida y cubierta de pintadas ilegibles. Al cabo creyó reconocer, al final de una pista asfaltada, la mole oscura de una extraña fábrica ala que se arrimaban unas cuantas casitas, como chozas medievales que se cobijan en las faldas de un castillo.

Dejó el coche a la entrada del conjunto de viviendas y se bajó. Tres adolescentes con anoráks y aspecto hosco estaban de pie recostados en un muro. Zarza miró sus caras y estuvo casi segura de no conocerles, pero sabia quiénes eran y lo que hacían. Había que pasar por ellos para entrar al poblado.

– Hola dijo, dirigiéndose al chico situado a la derecha.

Era el más bajito de los tres, pero el único que no había mirado a sus compañeros mientras ella se acercaba. Zarza dedujo que era él quien detentaba el mando de los centinelas.

– Hola repitió -ante el silencio de los otros-. Quisiera poder hablar un momento con el Duque.

El chico bajito la escrutó un instante y luego negó lentamente con la cabeza.

– ¿Para qué quieres verlo? -preguntó, sin embargo.

– Cosas mías. Él me conoce. Sólo será un momento.

El adolescente sonrió, sabihondo y despectivo, y volvió a negar.

– No necesitas ver al Duque para eso.

– No vengo para eso -contestó Zarza, irritada-. Sólo quiero hablar con él. Contarle algo.

El chico se aclaró la garganta mientras dejaba vagar la mirada por el horizonte con expresión de aburrimiento. Luego se encogió de hombros.

– Da igual, porque el Duque no está. Así es que lárgate.

– ¡Benja! -se escuchó de pronto en la distancia-. Déjala pasar.

Era la voz del Duque. Zarza se volvió y le dio tiempo a ver cómo el hombre se retiraba de una ventana en el grupo de casas más cercano.

– Ya has oído -dijo el chico, sin despegarse de su pared, claramente fastidiado por tener que dar su brazo a torcer-. Se entra por ahí.

Era una vivienda baja y encalada, techada con tejas de barro. La puerta de madera estaba dividida en dos, como las de los pueblos. Zarza levantó la falleba y se asomó al umbral.

– ¿Se puede?

– Déjate de cortesías idiotas. Pasa y acaba pronto -gruñó alguien desde el interior.

Zarza entró a una habitación de dimensiones medianas, con suelo de baldosas y antiguos muebles de madera oscura: un aparador, un banco corrido, una pesada mesa, grandes sillas. En una esquina, una estufa casi al rojo caldeaba el ambiente; en la pared, una estampa en colores de una Virgen rodeada de unos angelotes tan rollizos y morrudos como lechones. Todo estaba ordenado y limpísimo, con esa pulcritud austera y extrema de los conventos.

– A ver, qué carajo quieres tú de mí -dijo el Duque; y el "tú", en su boca, sonaba como el peor de los insultos.

Estaba sentado en una de las sillas, junto a la masa. Era un tipo grandón y caído de hombros de unos cincuenta y muchos años, quizá incluso sesenta. Llevaba un traje negro, de buen corte y calidad pero muy arrugado, como si hubiera dormido con él puesto; debajo, una camisa blanca de fiesta con chorreras, sin corbata y con el cuello abierto. No llevaba puestos los zapatos y enseñaba unos horribles calcetines sintéticos de un color marrón inadecuado. Zarza recordaba al Duque más robusto; ahora estaba más barrigón, como si el volumen de ese pecho antaño fuerte se le hubiera ido deslizando hacia abajo. Tenía los ojos muy separados a ambos lados de la cabezota y la mirada congestionada y lagrimeante de los alcohólicos. Una mirada maligna, violenta. Zarza carraspeo.

– No sé si… No sé si se acuerda de mí…

– Claro que me acuerdo. Aunque me extraña verte. Pensé que estarías muerta a estas alturas.

Concentración, se dijo Zarza: frente al enemigo había que ser exactos.

– Vengo a decirle que… Vengo a informarle de que Nicolás está en la calle…El Duque clavó en ella sus ojillos enrojecidos. Zarza intentó mantener la mirada, pero no pudo.

– ¿Vienes a decírmelo? -se burló el hombre-, ¿o vienes a preguntármelo?

Zarza guardó silencio.

– Ya sé que ese mierda está fuera. Salió hace cuatro o cinco meses. De manera que tu información llega muy tarde. ¿Has venido a eso, a confirmar la noticia? ¿O de verdad has venido a chivarte? ¿Qué quieres? ¿Que lo mate? ¿Quieres que te lo quite de encima?

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